Abel observó con un nudo en el estómago cómo el estacionamiento del motel estaba abarrotado de vehículos. La escena le dejó una sensación de amargura. Era la segunda vez consecutiva que se encontraba con el mismo problema. ¿Acaso era él el único con tanta mala suerte? No, debía ser otra cosa. Quizás la popularidad de este motel era demasiado grande entre la gente de los pueblos cercanos.
Tras estacionar su moto en la puerta del motel, Abel se sacó el casco, dejando escapar un suspiro preocupado mientras se preparaba para enfrentarse con la falta de habitaciones disponibles.
Tratando de disimular su vergüenza, el viudo se dirigió hacia el hombre que estaba sentado en la puerta del motel; lo recordaba de su anterior viaje y con suerte este amable anciano lo ayudaría nuevamente a encontrar un lugar para pasar la noche.
El hombre, vestido con atuendo de vaquero, le devolvió el saludo con una sonrisa que no alcanzaba a ocultar la sombra de preocupación que se cernía sobre él. Mientras exhalaba una bocanada de humo, el anciano habló con voz pausada y grave:
—Te recuerdo, muchacho. ¿Eres el mismo que hace unos años se encaminaba hacia Golden Valley?
—Sí, ese era yo —Respondió Abel, esbozando una sonrisa nostálgica— Y esta vez regreso para reencontrarme con el pasado, ¿tienen una habitación disponible en el motel para pasar la noche?
El anciano negó con pesar, una sombra de tristeza oscureciendo su rostro curtido por el sol: —Lamento decirte que no hay habitaciones disponibles, viajero. Pero puedes pasar la noche en la casa abandonada del campo que está al frente, como la última vez que estuviste por aquí.
—Gracias por tu amabilidad, buen hombre —Comentó Abel. Aunque agradecido por la oferta, percibió la preocupación en la voz del anciano y en sus palabras. No obstante, decidió expresar su gratitud sin darles tantas vueltas al asunto.
El viejo no pareció recibir su agradecimiento con alegría, sino con un deje de preocupación que aumentó la inquietud de Abel.
—No te apresures en agradecer, muchacho —Advirtió el anciano con un deje de preocupación en su voz— Golden Valley no es un lugar al que deberías regresar.
—¿Por qué? —Inquirió Abel, con el ceño fruncido— ¿Acaso temes por mi seguridad? Los asesinatos ya han sido resueltos, ¿no es así?, el asesino fue ejecutado.
—El peligro no reside en una persona, sino en el propio pueblo. Golden Valley está maldito, muchacho —Declaró el vaquero, sus palabras cargadas de pesar y advertencia — Últimamente, aquellos que se dirigen en esa dirección no regresan. Parece que la muerte de la anciana que solía advertir a los viajeros ha liberado una oscuridad profunda sobre el pueblo. Si decides ir, ten cuidado. No todos los que desaparecen son víctimas de la violencia. Algunos son arrastrados hacia algo mucho más siniestro, algo que acecha en las profundidades de Golden Valley desde tiempos inmemoriales.
Abel dejó escapar una risa irónica ante las palabras del anciano: —Todos los pueblos fantasma son lugares malditos…—Musitó, con un tono que denotaba una mezcla de incredulidad y burla. Recordó cómo él mismo había sido atraído por el aura de misterio que envolvía a Golden Valley, especialmente durante su primera visita con Ana. Sin embargo, aquella luna de miel transcurrió sin incidentes sobrenaturales, desmintiendo cualquier superstición que pudiera rodear al lugar.
—De todas formas, ¿cómo conocías a la anciana? —Preguntó Abel, curioso por desentrañar la conexión entre el vaquero y la guía del pueblo.
El anciano, con la parsimonia que caracterizaba sus gestos, respondió entre bocanadas de humo: —Hace mucho vivía en Golden Valley... Pero terminé marchándome, no me agradaba la soledad que imperaba en ese sitio.
La mirada del anciano se tornó sombría mientras fumaba silenciosamente, lo que provocó un ligero nerviosismo en Abel, quien buscó mantener la conversación:
—Miles de personas fueron a Golden Valley por el incidente del asesino y, según las noticias, no parecería que les ocurriera nada a los que fueron durante la investigación.
—Tienes razón… —Murmuró el anciano en voz baja, su gesto reflejaba una preocupación latente—Pero tú eres distinto, y por eso no deberías regresar…
—¿Por qué soy diferente? —Inquirió Abel, intrigado por el tono enigmático del anciano.
Siguieron unos segundos de incómodo silencio, como si la pregunta hubiera tomado al anciano desprevenido, dejando al descubierto su vulnerabilidad. El anciano pareció titubear antes de responder. Su pacífico rostro se distorsionó, y sus ojos, antes serenos, ahora reflejaban una mezcla de desconfianza y sospecha. Parecía escudriñar el interior de Abel en busca de secretos ocultos en su interior. Era como si, de repente, hubiera despertado a la realidad y se viera enfrentado a algo que preferiría olvidar. Ya no eran los ojos de un anciano que se tomaba la vida con tranquilidad, sino los de un hombre marcado por el peso de sus experiencias pasadas. Por un instante, sospechó de Abel y de su desconocimiento de la situación. Se planteó una posibilidad que antes no había considerado, pero la mirada inocente y ligeramente alegre del viudo disipó sus temores y regresó a su tono pausado.
—No lo sé… —Admitió con sinceridad—Me gustaría saber qué te hace diferente. Pero basándome en mi experiencia en ese pueblo, te aconsejaría que lo averiguarás por ti mismo.
—¿Tú viste algo sobrenatural en Golden Valley? —Preguntó Abel con una sonrisa infantil en el rostro, como si estuviera tomando a broma las historias de terror que circulaban sobre el lugar.
El vaquero guardó un momento de silencio antes de responder: —No vi nada sobrenatural en Golden Valley…—Su voz fue un susurro al viento que apenas llegó a los oídos de Abel.
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—¿Qué has dicho? —Inquirió Abel de inmediato, su interés ahora despertado por el miedo que parecía haber acechado al vaquero tras escuchar su pregunta. Se sentía más curioso que asustado por lo que el hombre pudiera haber encontrado en el famoso pueblo maldito.
El vaquero parecía luchar internamente con sus propios recuerdos, sus manos temblaban ligeramente y evitaba el contacto visual con Abel. Finalmente, con una voz cargada de vacilación, respondió: —No. Todo lo que vi era explicable…,y de cierta manera, tenía sentido. Aunque las explicaciones solo las comprendí cuando abandoné el lugar. Sinceramente, no me arrepiento de haber ido.
La respuesta del anciano desconcertó a Abel, quien se sintió aturdido por la contradicción entre sus palabras y su actitud previa.
—¿Entonces no te arrepientes de haber ido a un sitio supuestamente maldito, donde los fantasmas acechan y la muerte camina por las calles? —Inquirió Abel, sorprendido por la respuesta—Si la pasaste bien, ¿por qué no deseas que otros vayan?
El anciano, con una expresión de pesar, tomó un momento antes de responder: —No se trata solo de pasarlo bien, sino de enfrentarse a uno mismo. En Golden Valley, cada uno encuentra lo que lleva dentro, y no todos están preparados para ello.
Mientras el anciano hablaba, observaba a Abel con una mirada penetrante. El joven seguía sonriéndole de forma idiota e infantil. Lejos de ofenderlo, aquello le provocaba un temor profundo. Sabía lo que le ocurría a los ingenuos en ese pueblo, y no deseaba que algo así le sucediera a un joven que se tomaba la molestia de saludarlo cada vez que pasaba por su casa.
Después de reflexionar sobre sus palabras, el anciano habló con amargura, como si revelara un secreto poco conocido que preferiría mantener oculto: —Algunos la pasamos muy bien en Golden Valley… Otros, en cambio, la pasan muy, pero que muy mal en ese pueblo, chico. Y me temo que tú eres de los que se van a arrepentir de visitar ese lugar abandonado por dios…
—¿Por qué? —Preguntó Abel, con un tono que dejaba entrever su escepticismo. Para él, la preocupación del anciano parecían meras supersticiones. Aún recordaba sus exploraciones por Golden Valley junto a Ana, y el asesino que había acechado sus pasos ya estaba muerto.
El silencio se prolongó, y el vaquero no respondió directamente a la pregunta del viudo. Con una expresión de preocupación, añadió en su lugar:
—De todas maneras, sé que terminarás yendo. Solo te estoy advirtiendo para que estés preparado. Como decían esos guías: “Todos vuelven... siempre hay una excusa para regresar a Golden Valley”. Y tienen razón. Una vez que “ellos” te convocan, ya no puedes escapar de tu destino. Pero si tienes la opción de elegir, es más sabio regresar cuando hayas resuelto todos los asuntos pendientes entre los vivos. Así, no tendrás nada de que arrepentirte cuando todo llegue a su fin…
Con estas palabras, el vaquero se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta del motel —Espera unos minutos, te traeré algo —Anunció antes de desaparecer en el interior del edificio.
Abel se quedó solo, aturdido por las revelaciones del anciano. Observó el estacionamiento abarrotado de autos y la casa donde se hospedaría, en la distancia, sintiendo una leve incomodidad ante la incertidumbre del momento. Aguardó con impaciencia hasta que el viejo regresara.
Finalmente, el vaquero volvió con una maleta negra en la mano. Era del tamaño de un cuaderno y su superficie de plástico lucía brillante, como si apenas hubiera sido estrenada.
Con un gesto serio, pero cargado de significado, el anciano entregó la maleta a Abel y dijo: —Te la regalo. Hace mucho tiempo, un desconocido me entregó esto a mí, y ahora parece que ha llegado el momento de convertirme en el desconocido que se la entrega a alguien más.
Abel tomó la maleta entre sus manos, sintiendo el peso del objeto desconocido en su interior. Sin abrir la valija, se dirigió al anciano con una mezcla de curiosidad y precaución:
—¿Qué hay dentro de esta maleta?
El vaquero lo observó con una mezcla de incredulidad y precaución, como si el simple hecho de formular la pregunta revelara una ignorancia peligrosa.
—Una pistola, por supuesto... —Respondió el vaquero, su tono cargado de una advertencia silenciosa, sus ojos transmitiendo una preocupación más profunda de lo que sus palabras podrían expresar —¿Acaso nunca has visto una caja de armas?
—¡Una pistola! —Exclamó Abel, su voz elevándose con una mezcla de incredulidad y ansiedad, sus ojos parpadeando con un brillo de temor latente —No, definitivamente no puedo aceptar este regalo. Es ilegal tener un arma sin licencia.
El vaquero soltó una risa áspera, sus labios curvados en una mueca de ironía mal disimulada—Chico, estás en medio del campo... —Dijo, con un tono que mezclaba burla y franqueza—Hasta la abuelita más amable tiene una escopeta en su casa. ¿Crees que la policía va a correr 30 kilómetros en un minuto para salvarte de un ladrón? Ningún policía rural te pedirá un solo papel. Y si te preguntan, simplemente diles que la heredaste de un familiar y no te harán más preguntas. Pero no seas tan idiota de mencionar que la conseguiste de mí…
Abel frunció el ceño, su expresión reflejando una mezcla de incredulidad y renuencia ante la idea de portar un arma—De todas formas, no creo que vaya a necesitar esto... —Respondió, su voz vacilante, sus ojos buscando alguna excusa para no aceptar el regalo.
El viejo vaquero respiró profundamente, sus arrugas marcando su rostro con una serenidad que parecía más bien calculada—¿Has leído las noticias? —Preguntó con calma —Según los titulares, podrías toparte con un grupo de secuestradores o algún asesino que se oculte en Golden Valley.
—Lo dudo, el asesino ya fue... —Abel abrió la boca para replicar, pero sus palabras se atascaron en su garganta. En su mente, las dudas comenzaban a brotar como malas hierbas en un campo descuidado. En el fondo, el viudo se dirigía a Golden Valley con una única esperanza en su corazón: encontrar a su hija perdida. Sin embargo, en el rincón más oscuro de su mente, sabía que las probabilidades de que Sofía estuviera viva eran nulas. Este viaje no era solo una búsqueda desesperada, sino también un intento de encontrar consuelo en medio del dolor y la pérdida. Pero si de milagro encontraba viva a Sofía retenida por un grupo de secuestradores, entonces la situación podría volverse bastante violenta y tal vez no tendría tiempo suficiente para llamar y esperar a la policía en busca de ayuda.
Golden Valley estaba bastante alejado de cualquier comisaría, por lo que los policías podrían tardar horas en llegar. Tener un arma que retrasara a los secuestradores unas horas podría ser importante. Abel no había considerado todo esto antes porque, en el fondo de su corazón, sabía que la posibilidad de encontrar a Sofía viva era inexistente. En realidad, encontrar a Sofía era una especie de excusa para emprender este viaje espiritual, para sanar su alma y encontrar la fuerza para comenzar de nuevo, tal y como le había dicho su padre: aún era demasiado joven para rendirse definitivamente ante las desdichas de la vida. Lo que realmente buscaba Abel en este viaje era reencontrar lo que había descubierto la última vez que visitó Golden Valley tras recibir la misteriosa carta: paz interior.
—Solo guarda la maleta, probablemente no la necesitarás... —Comentó el vaquero con una sonrisa bastante forzada en su rostro, mientras empujaba la maleta para que Abel no la soltara —Cuando descubras verdaderamente los colores de ese pueblo, recuerda que te advertí sobre sus peligros. Pero también recuerda que yo no me arrepiento de haber vivido allí, chico.
Como si esas palabras fueran un adiós no pronunciado, el viejo vaquero se dio la vuelta, evitando el contacto visual con el viudo. Con pasos lentos y pesados, se dirigió hacia la puerta del motel.
—Gracias por el regalo y por prestarme nuevamente la casa del campo, supongo... —Murmuró Abel, su voz cargada de incertidumbre mientras observaba al vaquero desaparecer detrás de la puerta del motel. No había encontrado ninguna excusa para negar el regalo.