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84 - La despensa (6)

Abel se quedó mirando el cadáver, incapaz de apartar la vista, mientras una tormenta de pensamientos lo asaltaba con fuerza creciente. Consternación y repulsión lo invadían como oleadas incesantes. Durante lo que parecieron horas, su mente se nublaba, atrapada en una maraña de emociones tan espesa como la niebla ante él.

“Ahora entiendo por qué perdiste la cabeza, muchacho…”, pensaba con una frialdad que lo sorprendió a sí mismo. “No te culpo. Nadie, ni el más honrado de los hombres, mantendría la cordura luego de ver tanta mierda revuelta en un mismo lugar. ”

La idea se instaló en su mente como una certeza incómoda, una comprensión oscura de lo que enfrentaba. El aire se hacía denso, difícil de respirar, y cada latido de su corazón le recordaba cuán frágil era su propia cordura. Las preguntas que lo habían torturado desde su llegada a este lugar ahora parecían irrelevantes. No importaba saber qué había detrás de cada sombra, detrás de cada horror que había enfrentado. Lo único que importaba era salir vivo. Contar la historia. No dejarse devorar por los fantasmas que acechaban en Golden Valley.

“Que Dios me perdone…:”, se decía, seguro de que había alguien escuchándolo en medio de este infierno. Alguien que lo había estado protegiendo hasta el último momento. Su ángel guardián, el cual ahora le estaba dando una última advertencia. “Incluso si esto es un maldito juego para los enfermos que se esconden en las sombras de este pueblo, tal vez valga la pena seguirles la corriente. Si esa es la única forma de salir de este lugar, entonces, que así sea. Un nombre para que todo se acabe. Un alma que me reemplace. Solo es escribir un nombre. Un nombre, no un alma.”

La idea de seguirles el juego a esos bastardos comenzó a rondar en su cabeza, al principio con reticencia, como si estuviera traicionando algo esencial dentro de sí. Pero a medida que pasaban los minutos, la lógica detrás de esa propuesta perversa empezaba a cobrar sentido. “¿Qué más me queda? Si mantenerme cuerdo significa quedarme aquí atrapado, quizás la locura sea el camino de salida…” Abel no podía evitarlo: en ese instante, ya no sentía que estaba tomando una decisión. Era como si el entorno lo hubiera forzado a cruzar esa línea sin retorno.

Su mirada seguía fija en el cadáver, pero en su mente ya no veía al joven empalado; ahora se veía a sí mismo en su lugar. “Yo también acabaré así si no hago algo, Martin. Estos demonios… estas criaturas de mierda… no me dejarán en paz hasta que mi cuerpo también cuelgue de alguna trampa infernal, y mi mente… muchacho, mi mente ya no aguanta más.”

Buscaba cualquier excusa, cualquier razonamiento que le permitiera soportar lo que sabía que debía hacer para sobrevivir. Los ecos de la música melancólica resonaban en el fondo de su conciencia, recordándole que había algo que todavía podía controlar, por más pequeño que fuera.

Con esa resolución, Abel se dispuso a continuar con su plan. Sin perder más tiempo, tomó la caja de música que aún estaba en el suelo y comenzó a darle vuelta a la manivela, preparándola para que tocara una vez más, como si fuera un ritual destinado a atraer la atención de aquello que lo acechaba. Cuando sintió que la caja estaba lista, la colocó con cuidado sobre una de las cajas del cuarto, y al instante, la melancólica melodía comenzó a resonar en los pasillos, llenando el ambiente de una sensación lúgubre.

Abel verificó que el lobo feroz, esa presencia inquietante que lo había estado vigilando, había cambiado su foco de atención y ahora miraba la caja de música en lugar de a él. Aprovechando el momento, corrió con todas sus fuerzas, consciente de que cada segundo contaba. Salió del cuarto y se lanzó al pasillo, dirigiéndose hacia la ventana abierta.

—Cómo me están pudriendo la mente estos hijos de puta… —Murmuró Abel, deteniéndose frente a la ventana. Miró hacia afuera, intentando encontrar algún indicio de que los locos que lo acechaban estuvieran en el patio, pero la niebla densa que envolvía el lugar solo le permitía ver unos metros más allá de la mansión. No había nada.

Se quedó quieto, con los ojos bien abiertos, esperando. La música continuaba sonando, un eco distante y persistente que resonaba por los corredores. Abel esperaba que, en cualquier momento, esa maldita melodía dejara de sonar y que, tal como había sucedido antes, los dementes comenzaran a moverse, corriendo hacia él como bestias descontroladas. Pero los minutos pasaban y nada sucedía.

Finalmente, la música se detuvo. El silencio se apoderó de la mansión de los Fischer.

—Qué raro, ¿por qué dejaron de seguir las reglas del juego? —Comentó Abel, frunciendo el ceño con incredulidad. Algo no encajaba. En su mente, estaba convencido de que había varios de esos locos acechándolo, jugando con su mente, pero ahora parecía que todo estaba demasiado tranquilo. El silencio después de la música era perturbador, como si el propio tiempo hubiera decidido detenerse para observarlo.

El aire pesado, impregnado de la humedad densa que traía la niebla, parecía volverse cada vez más espeso a medida que Abel se asomaba lentamente por la ventana. Cada fibra de su ser le advertía que algo estaba terriblemente mal, pero su cuerpo, como atraído por una fuerza invisible, lo obligaba a inclinarse más. La ventana le ofrecía una vista directa al patio cubierto de bruma, pero lo que se extendía ante él no era la serenidad de un jardín desierto, sino una vastedad perturbadora, sin vida, sin movimiento. Sin embargo, sus ojos, aunque cansados, captaron algo fuera de lugar. Algo diminuto y oscuro, suspendido en la distancia.

“¿Qué es eso?”, pensó mientras su mente intentaba racionalizar lo que veía. No podía haber estado ahí antes. Cada vez que parpadeaba, la duda crecía. El miedo comenzaba a enraizarse.

“Juraría que ese puntito negro apareció de la nada…”, susurró internamente, pero en su mente ya sabía que algo extraño había comenzado. La pequeña mancha oscura, casi imperceptible entre la bruma, parecía haber surgido del vacío. Una sombra, una mancha de lo desconocido en medio de la nada. Abel entrecerró los ojos, esforzándose por darle una forma lógica a esa figura, pero cuanto más lo intentaba, más inalcanzable se volvía. Era como si sus ojos se negaran a cooperar, incapaces de enfocarse, de adaptarse a lo que no debería estar ahí.

Con manos temblorosas, se frotó los ojos en un intento desesperado de despejar la visión. Pero al volver a enfocar, lo que vio lo congeló por completo.

El cambio fue tan súbito, tan perturbador, que su corazón pareció detenerse un instante antes de latir con una violencia aterradora. “¡Qué es eso!”, pensó con pánico, al ver lo que antes era una pequeña mancha, convertirse en algo mucho peor. La silueta ahora era inconfundible. No había duda: era una figura humana, pero estaba tan deformada por la niebla, tan imposible de comprender, que su mera presencia se sentía como una ofensa a la naturaleza.

Stolen story; please report.

“¿Cómo hizo para acercarse tanto en tan poco tiempo?”, su mente escarbaba, buscando razones “¿Hay un túnel, son dos… o me estoy volviendo loco?”

Pero nada de eso tenía sentido. El movimiento de esa cosa no se ajustaba a las leyes del mundo conocido. No era rápido ni lento. Era algo peor. Era un avance que desafiaba la percepción del tiempo. Se acercaba de manera imperceptible, casi como si jugara con su mente, estirando el momento de terror lo más que podía. “¿Es una ilusión?” El pensamiento revoloteó por su cabeza, pero en el fondo sabía que lo que estaba viendo no era un truco de su mente. Era real. Era palpable. Y estaba viniendo hacia él.

Cada vez que forzaba la vista, cada vez que sus ojos intentaban darle forma concreta a la silueta, esta parecía estar más cerca, distorsionando la realidad con su presencia. El pánico comenzaba a burbujear dentro de él, retorciendo su estómago, acelerando su pulso. Algo se movía en la sombra, algo que Abel no podía comprender. “No es real, no puede ser real.”

Con el corazón golpeándole las costillas como un tambor desbocado, Abel volvió a frotarse los ojos, más fuerte esta vez, como si al hacerlo pudiera borrar la figura de su mente. Pero cuando los abrió de nuevo, lo que vio lo sumergió en un pánico abrumador, en un terror puro, visceral.

La figura ya no estaba lejos. Estaba justo ahí.

El grito salió de su garganta sin siquiera pensarlo, un alarido desgarrador que resonó en los pasillos vacíos de la mansión, rebotando entre las paredes como un eco de desesperación. “¡Ahhh!”, el miedo era tan crudo, tan absoluto, que su cuerpo actuó por instinto. Se apartó bruscamente de la ventana, tambaleándose hacia atrás, su cerebro incapaz de procesar lo que acababa de ver. En su retirada torpe, perdió el equilibrio y cayó al suelo, el impacto apenas registrado en su mente nublada por el terror.

Su respiración era errática, descontrolada. El aire entraba y salía de sus pulmones con dificultad, como si el propio ambiente se negara a dejarle respirar. Sus manos, temblorosas y sudorosas, buscaron el revólver que había guardado en su cinturón hace un rato, y con un movimiento desesperado, lo sacó, apuntando directamente hacia la ventana. Pero nada se movía. Nada entraba. La ventana seguía abierta, y la figura, aunque cercana, no se había abalanzado sobre él. Sin embargo, Abel sabía que estaba ahí. Lo sentía en su piel, en sus huesos.

No había duda alguna en su mente. Esa cosa que había visto acercarse ya no estaba lejos. Lo que ahora ocupaba el espacio donde antes solo había niebla era el acechador, el mismo que lo había estado siguiendo todo el día. Pero ahora, en lugar de estar a una distancia prudente, estaba a solo unos pasos de la ventana, observándolo con una sonrisa grotesca y antinatural, escondido detrás de un rosal que separaba el interior del patio.

—¡Se teletransportó! —Murmuró Abel, incapaz de aceptar otra explicación. Aquella criatura, o lo que fuera, había aparecido de la nada, como si el tiempo y el espacio no tuvieran ningún control sobre ella.

Aunque el terror lo tenía completamente dominado, algo extraño sucedió: el acechador no se movía. Permanecía en su lugar, con la misma sonrisa desquiciada en su rostro, observando a Abel con esa mirada vacía. No intentaba atravesar la ventana, no se lanzaba sobre él como había temido. Simplemente, esperaba.

Abel sentía cómo su pecho subía y bajaba de manera descontrolada. Lo consumía el temblor incontrolable que sacudía su cuerpo, las manos apenas le respondían, pero el peso del revólver en su palma lo anclaba a la realidad, le recordaba que todavía tenía algo de control sobre la situación.

Apretó los dientes, tratando de reunir el poco coraje que le quedaba. Lentamente, como si cada movimiento fuera una batalla contra su propio cuerpo, logró ponerse de pie. La adrenalina lo mantenía en pie, pero sus piernas seguían temblando con una intensidad que lo hacía sentir como si pudieran fallarle en cualquier momento. Avanzó. No bajó el arma. Ni siquiera por un segundo. Sus ojos, desorbitados, no se despegaban de la ventana, de esa silueta de pesadilla que seguía inmóvil en el jardín. Era como si una fuerza sobrenatural lo estuviera obligando a enfrentarse a lo imposible, a esa cosa que no debería existir en su mundo. Su instinto le gritaba que huyera, que se alejara lo más rápido posible, pero algo más profundo, algo oscuro y retorcido dentro de él, lo empujaba hacia la ventana.

El lobo feroz estaba ahí, justo como la había dejado, sonriente, inmóvil, burlándose de él con esa sonrisa imposible. Cada fibra de su ser le decía que esa sonrisa no era humana, que lo que estaba viendo era una criatura que desafiaba la comprensión, algo que no pertenecía a la realidad. Ya había cruzado el umbral de la lógica hacía mucho tiempo. Había visto demasiado. El horror lo había devorado por completo.

Con la respiración agitada y el cuerpo tembloroso, Abel dejó que una sonrisa grotesca y completamente forzada se formara en su propio rostro. Era una sonrisa que no encajaba, que no pertenecía a ningún estado de cordura, sino más bien a la desesperación pura. Los labios se le estiraron de una manera antinatural, revelando sus dientes en una mueca que no tenía ningún rastro de humor, solo la aceptación de lo irremediable.

Y entonces, la risa estalló desde el fondo de su garganta, sin que pudiera detenerla. Fue una risa áspera, histérica, que reverberó por el pasillo vacío como un eco demente. El sonido, desprovisto de toda razón, rebotó en las paredes, creando una cacofonía de locura que se extendió por la mansión como una sombra viva. Cada carcajada que escapaba de su boca era más violenta que la anterior, como si el peso de la situación lo hubiera empujado más allá de todo límite.

—Ja, ja, ja... —La risa seguía, incontrolable—Me quemaste completamente la cabeza, hijo de puta.

Abel hablaba entre carcajadas, su voz distorsionada por la histeria, mientras el revólver en su mano seguía apuntando directamente a la cabeza de la figura del jardín. Su mano temblaba tanto que el cañón del arma bailaba de un lado a otro, pero el dedo estaba listo, preparado para apretar el gatillo en cualquier momento, aunque en el fondo, Abel lo sabía. Sabía que ninguna bala podría atravesar la barrera de lo irreal que lo separaba de ese ser. Ningún disparo tendría efecto en algo que no era de este mundo.

Aún así, la risa continuaba. Sonaba casi inhumana, como si Abel ya no fuera él mismo, como si la criatura al otro lado de la ventana hubiera absorbido todo lo que quedaba de su cordura. Se estaba riendo de su propia impotencia, de la absurda situación en la que se encontraba, enfrentando algo que ni siquiera comprendía.

El lobo feroz no movió un solo músculo. Solo lo observaba, con esa sonrisa antinatural que parecía cada vez más amplia, como si también se estuviera burlando de la situación. Sus ojos seguían siendo un misterio, pero no se desviaban. Solo miraban, perforando el alma del viudo.

Mientras Abel reía, el silencio del acechador se sentía como un castigo. No había movimiento, no había amenaza directa. Solo la presencia abrumadora de algo que no pertenecía a este mundo, esperando, observando.

Finalmente, la risa de Abel se fue apagando, pero la sonrisa distorsionada seguía pintada en su rostro. No podía borrarla. Se había quedado atascada, como si fuera un reflejo de la locura que lo había invadido. El arma seguía en alto, temblando en su mano, lista para disparar, pero en su interior, Abel sabía que ya no tenía poder sobre nada. Estaba perdido. Y aquella criatura lo sabía también. Incapaz de romper el contacto visual, se quedó congelado en su lugar, atrapado en el terror y la desesperación.