Novels2Search

12-El Manicomio San Benito

Abel cruzó la entrada del Manicomio San Benito y se encaminó hacia la recepción, atravesando un ambiente que, lejos de reflejar la modernidad que se esperaría de un centro de salud, exhibía un caos organizado. Las paredes estaban tapizadas con propaganda gremial, y los suelos abarrotados de carteles políticos que competían por atención en un desorden que sugería falta de mantenimiento. Hasta las plantas en el escritorio de recepción habían sucumbido al desgano que inundaba el lugar: La moda de las plantas marchitas había venido para quedarse.

A primera vista, uno podría cuestionar si realmente se trataba de un hospital, pero la realidad era que el Manicomio San Benito era uno de los centros de salud más grandes de la ciudad. Sin embargo, su carácter público y las condiciones salariales precarias de su personal médico provocaban una atmósfera de descontento asfixiante, donde los sindicatos hacían alarde de su enojo mediante el caos que decoraba las instalaciones. El verdadero aire de un año electoral en pleno apogeo.

La recepcionista, notando la presencia de Abel, lo recibió con una sonrisa y una pregunta:

—¿En qué puedo ayudarlo, señor?

—Estoy buscando a Clara Müller ¿Podría indicarme en qué piso y habitación se encuentra?—Respondió Abel, entregando su carnet de identificación a la recepcionista. Por suerte solo el ambiente del Manicomio San Benito era un desastre, pero el personal siempre trabajaba como si de verdad le pagaran lo que merecían.

—Ah, así que usted es el esposo de Clara…—Comentó la recepcionista con un tono de compasión, mientras ingresaba los datos de Abel en la computadora—No reconocí su voz; hablamos hace un momento por teléfono. Quería decirle que viniera, pero parece que la llamada se cortó. Su esposa se encuentra en el piso de cuidados intensivos, edificio 6, piso 6, habitación 6. El médico a cargo de ella le dará más detalles sobre su estado de salud.

—Bien, gracias por la ayuda—Respondió Abel, recuperando su identificación, apresurándose hacia el piso de cuidados intensivos.

El Manicomio San Benito, a pesar de su nombre, no difería mucho de cualquier otro hospital en funcionamiento. Sin embargo, su peculiaridad residía en la necesidad de un cuidado especial para algunos de sus pacientes, quienes podían volverse agresivos y representar un peligro tanto para sí mismos como para el personal médico. Era un complejo de varios edificios, cada uno especializado en el tratamiento de diferentes condiciones. Por lo que si uno andaba sin cuidado era fácil perderse entre los lúgubres pasillos del hospital.

Abel se encaminó hacia el edificio designado y, una vez dentro, se dirigió al ascensor. En cuestión de minutos, ascendió hasta el piso 6, donde se encontraba la sala de espera del área de cuidados intensivos. La sala, lejos de ser un espacio acogedor, estaba repleta de asientos deteriorados y vandalizados, que parecían reflejar el descuido que imperaba en aquel lugar. Los pasillos, con sus baldosas rotas y las paredes despojadas de su pintura original, se extendían desde la sala de espera, creando una red de laberintos que fácilmente podía desorientar a los visitantes.

Las puertas que se alineaban a lo largo de los pasillos eran testigos mudos del deterioro que había sufrido el salario de los médicos y su explotación laboral. Muchas de ellas estaban rotas, con manijas faltantes o cerraduras forzadas, lo que dejaba a las habitaciones expuestas a la mirada curiosa de quienes transitaban por allí. Algunas puertas habían tenido la desdicha de que les robaran sus placas identificativas, dejando a los médicos sin más opción que improvisar marcando los números de las habitaciones directamente sobre la madera con carteles o con números garabateados con un escalpelo sobre la superficie desgastada de la puerta.

A pesar de la escasa presencia de personas en la sala de espera, la preocupación se respiraba en el ambiente. Algunos individuos, visiblemente afectados por la situación de sus seres queridos, recibían consuelo por parte del personal médico, cuyos rostros reflejaban el peso del exceso de responsabilidades que cargaban sobre sus hombros.

Abel contempló a la recepcionista encargada de atender a los familiares que llegaban a la sala de espera, tras lo cual se acercó a ella con un nudo en la garganta, consciente de que las próximas palabras de esta chica podrían alterar su mundo por completo.

La recepcionista, a primera vista, parecía más joven de lo esperado para el papel que desempeñaba. Con no más de 25 años, su rostro reflejaba el cansancio acumulado de largas jornadas laborales y la presión constante de lidiar con situaciones delicadas en el Manicomio San Benito. A pesar de su aparente juventud, su cabello rubio, sus ojos negros y su vestimenta de médico sugerían una cierta familiaridad con el entorno hospitalario. De hecho, su aspecto desgastado recordaba más a un estudiante en sus últimos años de residencia, que a un recepcionista ordinario. Por falta de personal parecía haber sido designada para ocupar el puesto de recepcionista en solitario, sin el apoyo de un equipo completo para hacer frente a las altas demandas de un trabajo que en principio ni siquiera debería estar haciendo.

The narrative has been illicitly obtained; should you discover it on Amazon, report the violation.

Sobre el escritorio de la recepcionista, un cenicero rebosante de colillas de cigarrillos revelaba un hábito poco saludable. Aunque el tabaquismo estaba prohibido en las instalaciones del hospital, la atmósfera de agotamiento que emanaba de ella sugiere que había encontrado momentos furtivos para fumar en algún rincón apartado del edificio. A juzgar por la fatiga visible en sus ojos, fruto del constante trato con familiares angustiados por la situación de sus seres queridos, Abel dudaba que alguien se atreviera a reprenderla por esta transgresión. En este entorno cargado de decepciones, el pequeño acto de fumar parecía ser el único respiro que la recepcionista se permitía en medio del caos que la rodeaba.

—¿Podría reunirme con el médico a cargo de la habitación número 6? Soy el esposo de Clara Müller —Inquirió Abel, tratando de mantener la compostura a pesar del torbellino de emociones que lo asaltaba.

—Claro, le avisaré que está aquí. Por favor, espere unos minutos en uno de los asientos —Respondió la recepcionista de forma automática, con una voz que parecía ahogarse en la atmósfera cargada de tragedia que envolvía el lugar.

Abel asintió con un gesto de agradecimiento y se encaminó hacia uno de los asientos de la sala de espera. Mientras aguardaba, su mente se llenaba de pensamientos tumultuosos, imaginando el peor de los escenarios y rezando por un milagro que sabía que nunca llegaría.

Pasó un tiempo que pareció una eternidad antes de que una figura con bata blanca y barbijo se aproximara, seguida de cerca por un policía. La vista de este último provocó un escalofrío en la columna vertebral de Abel, quien se puso de pie con nerviosismo, preparándose para recibir la noticia que más temía escuchar.

—¿Usted es el señor Neumann? —Preguntó el médico, cuya voz resonaba con un tono de pesar que helaba la sangre.

Abel apretó con fuerza el anillo de oro que adornaba su dedo anular, buscando apoyo en aquel pequeño objeto que ahora parecía ser su única ancla en un mar de incertidumbre.

—Sí, soy Abel Neumann. ¿Cómo se encuentra mi esposa? —Susurró, temiendo escuchar la respuesta.

El médico desvió la mirada, incapaz de sostener el dolor en sus ojos mientras pronunciaba las palabras que sellarían el destino de Abel:

—Lamentablemente, debo informarle que su esposa falleció hace unos minutos. La causa de su muerte fue una lesión autoinfligida. A pesar de nuestros esfuerzos, no pudimos salvarla.

Las palabras del médico cayeron como un martillo sobre la cabeza de Abel, quien se tambaleó ante el golpe devastador de la realidad. La habitación pareció dar vueltas a su alrededor, y el suelo se convirtió en una trampa que amenazaba con engullirlo en su dolor abrumador.

—¿Clara se suicidó?… No tiene sentido alguno… —Musitó Abel, sintiendo que el mundo se desmoronaba a su alrededor mientras caía de rodillas, vencido por la magnitud de la tragedia.

El médico se apresuró a acudir en su ayuda, consciente del abismo de dolor en el que Abel se sumía. Mientras lo asistía, compartió con voz temblorosa la información que había descubierto:

—Según el historial médico, su esposa estaba muy bien, había progreso muchísimo los últimos meses y pronto le darían el alta, pero todo se desmoronó cuando recibió una carta… —Comentó el médico, cuyas palabras resonaban con indignación y tristeza— En mi opinión profesional, la persona que envió esa carta es responsable de la muerte de Clara, y es mi deber contactar a la policía para que investigue el asunto.

Con un gesto urgente, el médico indicó a la recepcionista que vigilara a Abel, temiendo por su seguridad ante la marea de emociones que lo embargaba. Luego, sin despedirse, se alejó para continuar con sus responsabilidades, dejando a Abel sumido en un mar de desesperación y confusión.

El policía permaneció junto a Abel en un silencio cargado de significado, esperando a que el hombre encontrara el valor para enfrentar la siguiente prueba que la vida le deparaba. Con una calvicie incipiente que se asomaba bajo su gorra, el oficial transmitía una sensación de autoridad serena más que de intimidación. Su rostro, aunque marcado por los años de servicio, irradiaba una calidez reconfortante, con arrugas que se formaban alrededor de sus ojos como prueba de las muchas sonrisas que había compartido. En su cinturón de servicio, colgaba una radio policial que emitía un zumbido constante de fondo, y junto a ella reposaba su pistola.

—Señor, necesito hacerle algunas preguntas…—Intervino finalmente el policía, su tono de voz reflejando su profesionalismo.

—¡¿Es el momento?! —Exclamó Abel entre sollozos, sintiendo que el peso del mundo se cernía sobre sus hombros con una fuerza insoportable.

El policía sostuvo la mirada del hombre, tomando una pausa que parecía alargar la agonía del momento.

—Comprendo su dolor, señor. Pero lamentablemente, en estos casos, debemos considerar todas las posibilidades. Por el momento, usted es el principal sospechoso de enviar la carta. Si no responde a mis preguntas, me veré obligado a retenerlo y llevarlo a la comisaría para una investigación más profunda —Declaró el policía con seriedad, sabiendo que su deber era desentrañar la verdad, aunque implicará confrontar al esposo afligido.

—¡¿Yo, sospechoso?! —Exclamó Abel, sintiendo cómo el pánico se apoderaba de él ante la perspectiva de ser injustamente encarcelado, añadiendo una carga más a la tragedia que ya estaba viviendo.

El policía trató de calmar los ánimos, reconociendo la gravedad de la situación y la angustia de Abel.

—En estos casos, es estándar considerar a todos los familiares y amigos como sospechosos. Aquí tiene una fotocopia de la carta ¿Conoce a alguien que podría haber escrito esto? —Añadió el policía, extendiendo la evidencia hacia Abel, con la esperanza de obtener alguna pista que pudiera arrojar luz sobre el trágico suceso.