Abel miró el papel en el suelo con cierta sospecha. Con cautela, lo acercó usando los pies y rápidamente se agachó para recogerlo, sin perder de vista al joven en la puerta ni por un segundo. Cada movimiento era meticuloso, un reflejo de su desconfianza y temor.
Martín, sentado cerca de la puerta, observaba con una tranquilidad perturbadora. Sus ojos seguían cada movimiento de Abel con un brillo divertido, como si disfrutara del desconcierto del otro. El viudo no estaba dispuesto a dejarse engañar. Mientras recogía el papel, no dejaba de observar de reojo a Martín, asegurándose de que no hiciera ningún movimiento brusco o sospechoso.
El papel en sus manos estaba arrugado y maltratado, signos de haber sido manipulado con frecuencia. Abel lo abrió con cuidado, sus dedos temblorosos traicionando su aparente calma. Lo que vio lo dejó atónito. No era un mensaje ni una historia, sino un dibujo. Pero no cualquier dibujo; era una representación demasiado peculiar y detallada para pasar desapercibida.
El dibujo había sido elaborado con esmero, no era un simple garabato; cada trazo reflejaba el esfuerzo del artista. Claramente, no había sido realizado en poco tiempo. En él se representaba a un hombre gordo con el rostro completamente distorsionado, como si llevara una máscara grotesca. El hombre estaba en una habitación, buscando algo. Dentro de la misma habitación, se veía a una persona parcialmente escondida dentro de un armario. Aunque esta persona estaba mayormente oculta, aún se notaban sus ojos celestes espiando desde una pequeña abertura, llenos de terror y desesperación.
Abel reconoció inmediatamente la escena. Era el mismo dormitorio en el que él se había escondido hacía apenas unos minutos. Sin lugar a dudas, la persona en el armario era él mismo. Un extraño déjà vu lo invadió al contemplar el dibujo. Era como si estuviera viendo una representación gráfica de sus propios recuerdos más recientes, una visión perturbadora que lo hizo tambalearse.
Lo más alarmante era la certeza de que este dibujo pertenecía a la colección del asesino. El estilo era inconfundible: trazos precisos, colores vívidos y un nivel de detalle que solo un psicópata meticuloso podría lograr. Para colmo, había sido dibujado en una hoja de cuaderno usando lápices de colores, similar a las otras obras del asesino, aunque esta estaba arrugada y maltratada por haber sido abollada.
Abel sintió un nudo en el estómago. No podía entender cómo era posible que Martín tuviera en su poder un dibujo que representaba un evento tan reciente y personal. ¿Cómo había llegado ese dibujo hasta aquí? ¿Qué significaba todo esto? Su mente buscaba desesperadamente una explicación lógica, pero solo encontraba más confusión.
—¿Qué relación tienes con los guías de este pueblo? ¿Conocías a Klein? ¿Trabajaste con él, o sufriste sus males? —Preguntó Abel con sospecha, comprendiendo que la persona que había arrancado los dibujos del cuaderno del asesino debía ser este joven. Por lo tanto, era indudable que Martin había estado en el sótano y era posible que tuviera algo de información valiosa.
Martín dejó escapar una risa amarga, su mirada se volvió intensa, cuasi desquiciada:
—El viejo Klein era una molestia para todos los protagonistas. Se creía que era una especie de héroe, un pobre hombre que en los últimos años de su vida había descubierto un horripilante secreto y ahora se sentía obligado a sacrificar su vida tratando de proteger a las pobres almas que eran arrastradas a Golem Valley. ¡Qué patético! Es viejo obstinadamente salvaba a los personajes secundarios y arruinaba las historias de todo el mundo.
Martín hizo una pausa, riendo entre dientes, un sonido que resonó en la habitación como un eco siniestro:
—Muchos guías tienen esa tendencia estúpida. Al descubrir dónde trabajan, terminan conspirando contra la voluntad del pueblo y discretamente dan advertencias a las pobres almas que fueron convocadas para morir como cerdos enviados al matadero.
Martín hizo una pausa, su respiración se aceleraba mientras sus ojos se clavaban en Abel, como si quisiera transmitirle la magnitud de su desprecio.
—Klein era la máxima expresión de este intento inútil de heroísmo. Y mira cómo terminó: ¡Recordado como un genocida y degollado como un pollo! En el fondo, todos los guías que se creen héroes son unos idiotas que no comprenden su lugar en el mundo, idiotas que trabajaban para satisfacer los deseos de las masas y se olvidan de ellos mismos. Queman sus vidas tratando de salvar a alguien que ya no puede ser salvado. ¡Imbéciles! Ni siquiera saben cómo funciona nuestro mundo, muchos de los secundarios ni siquiera conocen cómo es que llegaron a Golden Valley. Otros mueren mucho antes de siquiera iniciar el viaje. La mayoría simplemente desaparece sin dejar rastro atrás, seducidos con la idea de que no pertenecen al lugar donde nacieron y que la verdadera felicidad se encuentra más “allá”, en un sitio distante.
Martín se detuvo abruptamente, sus ojos se clavaron en Abel con una intensidad que hizo que el viudo retrocediera un paso:
—Esas plagas mueren como moscas buscando ese sitio. Si no tienen dinero, venden sus cuerpos por un pasaje para explorar el mundo; si lo tienen, derrochan sus fortunas yendo de lugar en lugar en busca de su tan ansiada “felicidad”. Algunos caminan días y noches hasta terminar con las piernas destrozadas de tanto buscar, otros mueren de hambre porque su obsesión con el “más allá” los hace olvidarse de todo: de sus amigos, de sus amores, de sus alegrías, de sus familias. No comen, no beben, no viven, en su mente solo hay un pensamiento: emprender un viaje a lo desconocido, en busca de “eso” que se esconde en la distancia.
Martín bajó la voz a un susurro conspirativo:
—Pero la historia termina alegremente, porque al menos al morir llegan a Golden Valley y descubren dónde mierda los mandaron. La manía de los guías por tratar de lograr lo imposible es patética, sus miradas acusadoras son muestras de su sumisión a la masa idiota que no piensa, pero da igual que hagan, las almas de los condenados siempre terminan aquí. No hay escapatoria a nuestra sentencia de muerte: Solo necesitamos escribir sus nombres y su existencia se terminó.
Abel tragó saliva, sintiendo un nudo en el estómago. La intensidad de las palabras de Martín, la mezcla de desprecio y odio, lo dejaron sin habla por un momento. Intentó asimilar lo que Martín estaba diciendo, tratando de encontrar alguna lógica en su discurso. Lo único que lo mantenía estable era su razón, la cual le decía a gritos que este pobre joven había perdido completamente la cabeza.
—Creían que podían desafiar el destino, cambiar lo inmutable —Prosiguió Martín, su voz era casi un murmullo para sí mismo— Pero lo único que lograban era retrasar lo inevitable.
Abel frunció el ceño, tratando de entender los susurros de Martín. Aunque carentes de sentido, aún debían tener una pizca de verdad, una verdad que no era sensata desconocer.
—Por eso te dije que tenías bastante reputación en este sitio, Abel —Prosiguió Martín, inclinándose ligeramente hacia adelante, como si estuviera compartiendo algo importante— Deshacerte de ese viejo fue una gran ayuda para muchas personas. Ahora no hay nadie interfiriendo, nadie salvando a los desdichados personajes secundarios. Todos nuestros amigos pueden ser “libres”, sin tener que ver a un viejo idiota criticándoles su “locura”.
Abel observaba en silencio, dándose cuenta de que Martín no solo estaba resentido con Klein, sino que también estaba profundamente perturbado. Había algo en su forma de hablar, en la intensidad de sus gestos, que revelaba una mente al borde del colapso.
—Ahora somos libres… —Prosiguió Martín, deteniéndose abruptamente y fijando sus ojos en Abel— Libres para ser quienes realmente somos, libres de cumplir nuestro propósito y mantener vivas las buenas costumbres que forjaron el imperio de la humanidad. Él pensaba que podía salvar a esas personas, pero solo les estaba atando más fuerte el nudo de la horca. Les daba una última gota de esperanza, la cual es más escasa que el agua en el desierto en este mundo. Una tortura cruel y estúpida. Su muerte fue una liberación tanto para nosotros como para ellos.
Martín se inclinó nuevamente a Abel, su rostro parecía estar muy cerca, tan cerca que Abel podía ver las venas palpitando en sus sienes. Su mirada era la de un loco, alguien que había pasado demasiado tiempo en los oscuros recovecos de su propia mente y se había desentendido completamente de la sociedad civilizada.
—¿Entiendes ahora, amigo? —Susurró Martín, su voz era casi un siseo— Klein no era un héroe, era una maldita piedra en el camino. Y tú, tú fuiste quien la sacó del sendero. Por eso la gente te conoce por aquí. No solo por lo que hiciste, sino por lo que significó para todos nosotros.
—¿Y ahora qué?… —Preguntó Abel, tratando de ganar tiempo, de entender mejor la mente del joven— ¿Qué se supone que hagamos ahora que Klein está muerto? ¿Por qué hay guías que aún están “atados” a su voluntad y siguen acechando a los turistas en esta mansión?
—Ahora vivimos… —Respondió el joven, su voz estaba llena de una extraña mezcla de emoción y locura— Vivimos nuestras vidas. No más salvadores, no más héroes. Solo nosotros y nuestras decisiones.
Martín se tranquilizó un poco, respirando profundamente, como si el monólogo le hubiera dejado exhausto. Abel lo observó con cautela, dándose cuenta de que cualquier intento de razonar con él sería inútil. Estaba claro que Martín había cruzado una línea, una línea de la que no había vuelta atrás.
—Entonces, ya sin esta piedra en el camino, ¿qué vas a hacer ahora?, ¿cómo planeas vivir tu vida, Martin?—Preguntó Abel, intentando mantener la conversación para obtener más información— ¿Cuál es tu papel en esta nueva libertad sin Klein? ¿Cuál es tu trabajo en esta mansión?
—Mi papel es vivir, Abel. Crear mi propia historia, sin miedo a que un tarado arruine todos mis planes. Ahora tú también eres libre, realmente libre. Y esa es la mayor bendición que podrías haber recibido. Es importante que recuerdes que tú eres el responsable de darnos tanta felicidad.
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—Entonces, ¿en tu mente, el asesino serial que arruinó tu vida, la mía y la de todos los “protagonistas”, era una clase de héroe?… Uno falso, claro está, pero un héroe al fin al cabo… No te comprendo, Martin. ¿Qué te hizo Klein para trastornar tu mente hasta tal punto? —Preguntó Abel con completa sinceridad, no logrando seguir la lógica del joven.
—¿Asesino? Ah, sí, sigues sin creerme… Las noticias de hace 90 años lo describieron como un asesino condenado a muerte. Tú lo mataste, no tengo dudas de ello, ¿recuerdas que me dijiste que tenías un plan para hacerlo? Pero nunca me contaste nada sobre el mismo, ¿cómo lograste encontrarlo?, ¿cómo lo identificaste?, ¿cómo lograste incriminarlo, Abel?… ¿Alguien más te ayudó a matarlo?
—¿Hace 90 años? Hace una semana ejecutaron a Klein. Yo mismo lo vi con mis propios ojos —Comentó Abel con algo de pena por lo mal que había quedado este pobre joven. Pese a lo apuesto que era, parecía que el asesino realmente le había cagado la vida más que a él.
—El tiempo es relativo para nosotros los protagonistas, ya que en el otro mundo no existe tal concepto como el “tiempo”. Puedes cruzarte con protagonistas de tiempos futuros y pasados. Sus historias ya fueron contadas, pero en este mundo se reproducen hasta la eternidad —Comentó Martín, notando como la expresión en el rostro de Abel no le ayudaba a disimular su falta de confianza.
—Veo… vienes del futuro… qué interesante… —Murmuró Abel con paciencia—¿Podrías decirme cómo andan las cosas por esas épocas?
—No, no puedo. Quiero decir, acabo de hacerlo y probablemente escuchaste que no podía hacerlo… —Respondió Martín, masajeándose la cabeza, como si supiera que haber sacado este tema de conversación era una pésima idea.
—Veo… qué lástima, me gustaría saber cómo es el futuro. Según tu idea, estás ayudando a un muerto, ya que dudo que viva más de 100 años… —Comentó Abel, sintiendo que se estaban burlando de él—Quiero decir, hace dos minutos mencionaste que la muerte de Klein ya era una noticia histórica. ¿Eso no es contarme el futuro? ¿Cómo puedo creer la tontería que dijiste si tú mismo te contradices?, es obvio que solo me estás tomando el pelo.
—No cambia nada que te diga eso, al igual que no cambia nada que tú me cuentes cosas que yo fácilmente podría encontrar en internet o leyendo un libro de historia. Pero si te cuento cosas que seguramente afectan de alguna forma tu vida, no logro hacerlo. El porqué de eso es probablemente porque arruinaría tu gran historia y quien creó esta maldición no quiere que eso pase —Comentó Martín, mirando a Abel con seriedad, más que pidiendo que le creyera, pidiendo que no hiciera demasiadas preguntas— Por lo demás, no estás muerto y yo no soy alguien del futuro. Los dos estamos en el presente, hablamos con normalidad en este mundo. Pero al salir de Golden Valley, tu historia será cosa de mi pasado y la mía de tu futuro.
—Entonces no podrías haber aprovechado esta paradoja temporal para saber qué me ocurrió a mí, que vivo en tu pasado. Si Klein fue condenado a muerte y conocías la noticia, ¿por qué nadie a quien Klein le jodía los planes buscó arruinar su vida usando esta información? Ya debería ser sabido que solo había que denunciarlo para detenerlo —Preguntó Abel, insistiendo en su idea.
—¿Y cómo se supone que denuncias a un muerto de hace casi 100 años? Además, ¿cómo se supone que yo te contara cómo moriría Klein si ni siquiera puedo decirte quién será el siguiente partido que te gobernará en unos pocos meses? Como verás, no es tan fácil aprovecharse de esta paradoja y mucho menos deshacerte de Klein. Menos aún para mí —Respondió Martín, con algo de irritación.
—No hay que ponernos nerviosos. Entiendo que a ti te sería imposible denunciar a Klein, mientras que a mí me resultaría muy sencillo hacerlo. Pero me resulta complicado entender la idea de que ya tenía planeado denunciar a Klein. Si, como tú dices, yo ya sabía de antemano que este sujeto era el responsable de mis miserias y te lo había contado, entonces no me habría quedado de brazos cruzados una década entera. Por otro lado, está la realidad: no lo sabía. Al no saberlo, fue mera casualidad haber encontrado al culpable de mis males —Dijo Abel, tratando de rescatar algo de la cordura del joven.
—No sé cómo hiciste para matar a Klein; no me lo contaste. Lo complicado de tu plan era saber en qué tiempo vivió Klein en la vida “real”. Al igual que yo no puedo matarte a ti estando ya muerto en la vida real, tú tampoco puedes hacerme nada. Te sería imposible cambiar el futuro. Por más que te pongas a matar gente como un lunático en la vida “real”, nunca lograrás matar a mis antepasados—Respondió Martín.
—No quiero que te sientas molesto por mi ignorancia. Claramente, conoces mejor esta gran paradoja temporal y eres un gran conocedor de este otro “mundo”, pero siguiendo tu lógica, como hombre del pasado, yo sí podría matar a tus antepasados y evitar que nacieras —Comentó Abel, tratando de usar la lógica para hacer entrar en razón a Martin.
Martín lo miró con una mezcla de paciencia y un ligero toque de lástima. Su voz era firme, pero tranquila cuando respondió:
—No, no puedes. Tu historia ya fue escrita y, por tanto, la mía también fue escrita y terminada, almacenada y guardada. Es como un libro que ya ha sido publicado. Ahora mi historia está siendo escuchada o leída, y no puedes borrar lo que ya fue escrito porque no eres el autor. En este mundo, eres un protagonista, pero eso solo te convierte en el personaje más importante de tu historia.
—Según tú concepción del mundo estamos atrapados en un guión del cual no podemos cambiar. ¿Todo lo que hacemos ya está predeterminado? —Preguntó el viudo, con una mezcla de frustración y curiosidad.
Martín asintió lentamente, su mirada fija en Abel.
—Exactamente. Todo lo que hacemos ya está predeterminado. No importa lo que intentemos cambiar, la historia sigue su curso. Es como si estuviéramos leyendo un libro desde dentro, sin poder alterar ni una sola palabra. Tú puedes intentar matar a mis antepasados, pero no cambiarás nada porque mi existencia ya está escrita en este libro. Igual que la tuya. Por lo tanto, yo ya he nacido y he vivido hasta encontrarte, ¿cómo se supone que cambiarías ese evento? No puedes, ya que no eres el autor de mi historia.
Abel suspiró, sintiendo el peso de la demencia aplastando su espíritu:
—Entonces, ¿qué sentido tiene todo esto? Si no podemos cambiar nada, ¿por qué seguimos adelante? Si estamos atrapados en una especie de bucle temporal donde no importa lo que hagamos, nuestros destinos ya están sellados. No podemos alterar lo que ya ha sido escrito. Pero si es así, ¿cómo es posible que tú y yo estemos hablando ahora? ¿Cómo podemos tener esta conversación si nuestras historias ya están terminadas?
—No es un bucle temporal exactamente. Piensa en nuestras vidas como en capítulos de un libro. Cada capítulo ya está escrito, y no podemos cambiar lo que sucede en ellos. Sin embargo, cuando esos capítulos se cruzan, como ahora, tenemos la ilusión de estar tomando decisiones y haciendo cambios. Pero en realidad, todo esto ya está predeterminado. Es como si estuviéramos leyendo el libro en voz alta, repitiendo los mismos diálogos y acciones una y otra vez —Explicó Martín, su voz volviéndose más suave y reflexiva.
—¿Pero comprendes que si lo que dices es cierto, estamos condenados a repetir nuestras historias sin fin, sin posibilidad de cambiar nada o siquiera escapar de esta tortura? Es una existencia bastante deprimente, ¿no crees? —Respondió Abel
—Es lo que es. Puedes verlo como una maldición o como una forma de inmortalidad. Estamos viviendo nuestras vidas una y otra vez, y en ese sentido, nunca realmente morimos. Pero, claro, eso también significa que nuestras tragedias se repiten sin cesar. La clave está en cómo lo aceptas y cómo decides enfrentarlo. Algunos se vuelven locos tratando de cambiar lo inmutable; otros encuentran consuelo en la repetición —Concluyó Martín, sus ojos fijos en Abel, como si buscara una chispa de comprensión en el viudo.
—Quizás tengas razón. Tal vez haya algo que aprender de todo esto, algo que pueda dar sentido a tanta repetición y sufrimiento. Pero por ahora, lo único que puedo hacer es seguir adelante y ver qué me depara el siguiente capítulo. De hecho creo que en mi siguiente capítulo inicia justo cuando logró escapar por esta ventana, mientras tú te quedas callado sin decirle nada a nadie de mi escape—Dijo Abel sin sentir la menor vergüenza de aprovecharse de este pobre diablo.
—Exactamente. Sigue adelante, Abel, termina tu historia… —Respondió Martín, con una sonrisa enigmática en su rostro.
Abel se acercó a la ventana, esperando que Martín lo atacara repentinamente, pero curiosamente eso no ocurrió, lo cual le dio algo de confianza para continuar la charla. Apoyado en el borde de la ventana, con medio cuerpo afuera y medio adentro, comentó lo siguiente:
—Así que desde la perspectiva de este gran escritor, nuestras dos historias son cosas del pasado… qué interesante. ¿Y quién sería este escritor? ¿Por qué su propia historia lo convirtió en el hombre que arma nuestras vidas a su antojo?
Martín dejó escapar una risa amarga, sus ojos brillando con una mezcla de ironía y resignación:
—Podría ser Dios, el Diablo, los extraterrestres, el último ser humano en la Tierra o simplemente la imaginación de un niño. La verdad es que saber quién escribe la historia no cambia en nada nuestras vidas. Para nosotros, los protagonistas, esta historia es la vida misma y, por tanto, estamos deseosos de vivir las aventuras que nos toquen y maldecir las tragedias que suframos. A fin de cuentas, poco importa el autor cuando nosotros somos los que sufrimos las consecuencias de su imaginación.
—En lo personal, me gustaría creer que soy quien toma las decisiones de mi propia vida— Respondió Abel
Martín sonrió y dijo:
—Puedes creer en ti mismo si quieres. En mis tiempos, pocos creen en Dios y, siguiendo la tendencia, yo estaba entre la mayoría agnóstica. No obstante, este mundo cambió muchas cosas acerca de mi manera de pensar y ciertamente creo que no me equivoco al decir que si existe el demonio, entonces también debe haber un Dios allá arriba. Es irónico, ¿no? Este lugar te obliga a replantearte todas tus creencias.
—Claro, debe existir alguien que nos cuide, eso no lo dudo. Pero me surgió una ligera pregunta: si este Klein era tan molesto y todo el mundo lo quería muerto, ¿por qué nadie lo mataba en este mundo? ¿Por qué nadie se oponía a él? ¿Acaso no podemos morir aquí? — Preguntó Abel
—Si mueres en la historia, la misma se acaba. Claro que puedes morir en este mundo. El problema es que es complicado que dos protagonistas se maten entre sí, y por algún motivo, matar a Klein era casi imposible a pesar de que no era un protagonista. El viejo sabía mucho, muchísimo de este mundo. No es que nadie lo hubiera intentado antes, es que todos fallaron. Salvo tú, Abel. La única forma de que dos protagonistas se maten es que sus historias se crucen en algún punto, lo cual es muy complicado, y en general, la gente no es tan idiota como para no escapar ante el peligro. Como notarás, tú nunca te alejaste de esa ventana y yo nunca me alejé de esta puerta. Es difícil matarnos entre protagonistas a menos que sean idiotas, o sus cabezas estén demasiado quemadas, como es tu caso…
—¿Y por qué yo soy presa fácil y tú no? ¿Por tu cuchillo?… Si es así, supongo que tienes razón… ¿Klein no era una presa fácil? —Respondió Abel, arrepintiéndose de la pregunta a mitad de la conversación. No era buena idea ponerse en la posición de una presa fácil.
—Es porque eres inocente, demasiado inocente. En cuanto a Klein, nadie sabía cómo encontrarlo en este mundo, pero él sabía cómo encontrarnos a todos. Por ejemplo, nuestras historias únicamente se reúnen en este punto, para ser exactos, en este cuarto. Cada vez que uno de nosotros entre a este cuarto, el otro naturalmente entrará también. Ya que nuestra historia se mezcla en este cuarto y solo en este cuarto, al salir de aquí, nunca podrás verme y tú nunca podrás encontrarme, lo mismo debería ocurrir con Klein. Pero no era el caso, puede ser por qué él no era un protagonista, era un simple guía, un hombre que nunca debió haber entrado acá… —Respondió Martín con calma.
—Eso explicaría por qué el hombre gordo no podía atacarme en este cuarto, ya que yo no estaría en mi propia “historia”, sino en esta especie de punto de contacto entre nuestras dos historias. Pero según recuerdo, yo no podía entrar a este cuarto. El mismo estaba cerrado y tú me abriste la puerta. Además, me dijiste que Klein solía joderle la vida al resto de protagonistas, salvando a los pobres personajes secundarios. Entonces, ¿cómo es que Klein se metía libremente en las historias de los demás? ¿De verdad nadie lo sabe?—Contestó Abel.