Tras pronunciar una afirmación que en circunstancias normales jamás hubiera dejado escapar de su boca, Abel quedó mirando fijamente al lobo feroz, como si esperara, o mejor dicho, suplicara, alguna especie de respuesta, una confirmación, un gesto que le dijera que no estaba loco, que lo que había dicho no era tan absurdo como parecía.
Sin embargo, el peligro ya había pasado, y el silencio había vuelto a reinar en la atmósfera de la mansión, un silencio tan profundo y opresivo que ni siquiera el viento lograba interrumpir. Era un silencio mortuorio, un silencio que te separaba de la realidad, que te transportaba a un lugar incierto, a un rincón oscuro del universo donde el tiempo y el espacio perdían todo significado.
Sumido en ese trance, el viudo permaneció inmóvil durante varios segundos, como si hubiera quedado atrapado en un bucle temporal. Fue necesario un gran esfuerzo para que sus ojos finalmente volvieran a enfocarse en el rostro que lo observaba del otro lado de la ventana. Solo entonces, con una mezcla de desesperanza y resignación, murmuró:
—Me están volviendo loco… o tal vez ya lo estoy… Soy un asesino… Dios mío… —La voz de Abel apenas era audible, como si estuviera hablando consigo mismo, incapaz de creer lo que acababa de decir, y aún menos capaz de aceptar que, a unos pasos de él, yacía un cadáver, la prueba viviente de que todo esto estaba realmente sucediendo, de que no era un mal sueño.
El peso de sus acciones lo aplastaba, haciéndolo retroceder un paso, pero luego, con una necesidad casi compulsiva de confrontar su realidad, Abel se acercó al cadáver en el suelo y lo dio vuelta, forzándose a mirar el rostro del hombre al que había asesinado. Sin embargo, al hacerlo, lo que vio fue algo que desafió toda lógica. El asqueroso rostro deformado que tantas molestias le había causado seguía ahí, destruido e irreconocible, pero era más que eso, era peor que eso.
Con repugnancia y horror, Abel intentó arrancar lo que siempre pensó que era una máscara, pero pronto descubrió la terrible verdad: no había máscara alguna. El cadáver realmente no tenía rostro. No tenía ojos, no tenía boca, nada. Solo una masa de carne, granosa y grotescamente deforme. Sin embargo, Abel no podía negar lo que había sentido antes: ese hombre lo había observado, lo había perseguido, y lo más perturbador de todo es que lo había escuchado gritar. Esos gritos infernales, más parecidos a los de una bestia que a los de un ser humano, aún resonaban en su cabeza, y no podía evitar preguntarse cómo era posible que provinieran de una criatura sin boca.
Las dudas comenzaron a multiplicarse en la mente de Abel, superando con creces cualquier respuesta que pudiera encontrar. Al final, desistió de seguir inspeccionando el cadáver y, con una mezcla de incredulidad y terror, dirigió su atención de nuevo a la ventana. El hombre sonriente seguía ahí, en su monótona rutina, como si nada en el mundo pudiera cambiarlo, como si estuviera condenado a permanecer en ese estado para siempre.
—Mira que voy a creer semejante tontería… ¿Cómo puede ser que realmente exista otro mundo?… —Dijo Abel, casi en un susurro, dirigiéndose al hombre detrás de la ventana en un intento desesperado de encontrar alguna compañía en medio del caos, aunque en el fondo sabía que esas palabras ya no sonaban con la misma seguridad que cuando había hablado irónicamente de ello con Martin, la joven víctima que le había salvado la vida durante el primer ataque.
Desesperado por encontrar respuestas, Abel salió de la habitación y, con una lentitud que reflejaba su creciente desesperación, se dirigió hacia la ventana al final del pasillo. Una vez más, se encontró con la misma figura, la misma sonrisa. El lobo feroz seguía allí, idéntico, inmutable, sonriéndole como si la vida dependiera de ello. Abel lo miró con sospecha, tratando de convencerse de que debía haber algún truco, que tal vez se trataba de un gemelo, o algo aún más retorcido. Pero no había diferencias, era el mismo hombre, la misma figura que lo había estado acechando todo este tiempo.
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Abel se negó a aceptar la idea que comenzaba a formarse en su mente, se aferró a lo poco que quedaba de su cordura. Se dio la vuelta, dejando al hombre atrás, y se acercó a una de las puertas del pasillo. Trató de abrirla, pero estaba cerrada. Fue a otra, pero también estaba cerrada. Una tras otra, probó al menos diez de las catorce puertas en el pasillo antes de que finalmente una cediera. Entró en la habitación, encontrando otro dormitorio, este más prolijo que el anterior. Sin darle mucha importancia al estado de la habitación, Abel se acercó a la ventana y, para su horror y desconcierto, vio lo más temía: el lobo feroz, sonriendo forzadamente como si su vida dependiera de ello.
Abel lo miró, incrédulo, hasta que una sonrisa igualmente forzada e irónica se formó en su propio rostro. Era una parodia de su persecutor. Era una sonrisa desesperada, la sonrisa de alguien que ha sido empujado al borde de la locura, que ha visto lo imposible y que no tiene otra opción más que reírse de su propia desgracia.
Abel mantuvo esa sonrisa tensa, artificial, tan frágil que apenas parecía suya. Sabía que estaba a punto de quebrarse. Unas lágrimas, al principio tímidas, comenzaron a fluir con fuerza de sus ojos, deslizándose por su rostro sin control, perdiéndose en su barba como si estuvieran siendo tragadas por el vacío de su desesperación. Era como si, en esos sollozos silenciosos, Abel estuviera intentando ahogar la realidad, negarla, forzarla a desaparecer.
Se sentía solo. Jodidamente solo. La mansión se había convertido en un escenario surreal, una prisión donde cada esquina lo desafiaba con un terror desconocido. Y allí estaba él, hablando con un desconocido que no decía nada, un ser que lo observaba con una sonrisa que se le había adherido al rostro como una máscara.
—Me estoy volviendo loco, ¿no es así, amigo? —Preguntó Abel. Su voz temblaba, entrecortada, cargada de una mezcla de súplica y sinceridad. Era casi un grito de auxilio, pero también un intento de romper ese muro invisible que lo separaba de su acechador. “Decí algo, maldito, decí algo de una puta vez, no me dejes hablando solo”, pensaba su alma.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Abel cuando vio el primer indicio de movimiento en el rostro del lobo feroz. No fue inmediato, ni repentino. Fue algo lento, casi deliberado, como si cada músculo estuviera obligado a moverse con la precisión de un ritual macabro. Sus piernas temblaban, y una parte de él deseaba dar un paso atrás, pero no podía moverse. Estaba clavado en el suelo, inmóvil, observando, esperando… sabiendo que algo estaba por venir: una respuesta. Finalmente, obtendría su respuesta.
Y entonces, la confirmación llegó. No en palabras, no con una voz que Abel pudiera escuchar, sino en una afirmación lenta, grotesca, inhumana. El lobo asintió con una claridad escalofriante, como si le estuviera diciendo lo inevitable, lo que Abel había temido desde el principio, pero que nunca había querido aceptar:
“Sí, Sí, Sí, te estás volviendo loco, Abel”
Mientras la cabeza del lobo descendía lentamente en señal de respuesta, su sonrisa se ensanchó, pero no de forma humana. Sus labios, o lo que quedaba de ellos, se estiraron grotescamente, expandiéndose más allá de lo que debería ser físicamente posible. Abel sintió cómo la piel de su rostro se erizaba al ver cómo los dientes, afilados y puntiagudos como cuchillas, se hacían cada vez más visibles a medida que esa monstruosa sonrisa se ampliaba.
Al ver esa sonrisa, algo dentro de él se rompió de una manera que no podría repararse jamás. Ya no era solo la mansión, ni el gordo sin rostro, ni la sonrisa deforme. Era él. Se estaba rompiendo, derrumbando. Al ver a esa criatura asintiendo, confirmando su locura con esa sonrisa infernal, supo que ya no había vuelta atrás.
El lobo lo había visto. Lo había comprendido. Y lo había condenado.