Unas horas habían transcurrido desde que llegó al motel, Abel se encontraba sentado frente a la casa que le habían prestado para pasar la noche. Un silencio pacífico inundaba el campo, solo roto por el susurro del viento entre las hojas y el lejano murmullo de los animales de la granja. La tranquilidad del sitio era contagiosa, y su ubicación privilegiada en el corazón de una arboleda le daba cierto encanto al lugar.
Admirando a las gallinas y sus pollitos que pululaban entre los arbustos, el viudo se encontraba devorando unos sándwiches que había comprado en una estación de servicio mientras recorría la solitaria ruta. Aunque los sándwiches no destacaban por su exquisitez, el sabor se veía realzado por la mezcla de la vestimenta del motociclista que llevaba puesta y el agotamiento acumulado durante el largo viaje en moto. Cada bocado estaba cargado con una pequeña pizca de aventura.
A su lado, reposaba la caja del arma que le había obsequiado el vaquero supersticioso, como un presente envuelto en un aura de misterio y, quizás, un toque de locura. La caja estaba abierta, revelando su contenido. Dentro, yacía una pistola similar a las que portan los agentes de policía, junto con seis cajas de munición cuidadosamente empaquetadas para evitar que se movieran durante el transporte.
Abel no era un experto en armas de fuego, por lo que desconocía el tipo específico de pistola que le habían regalado, así como su modelo. Sin embargo, mediante ensayos y disparando a los árboles circundantes, logró familiarizarse con su funcionamiento, aprendiendo cómo disparar y recargar el arma.
Afortunadamente, Abel vivía en un país donde la cultura de la posesión y el uso de armas era más común que el conocimiento de la medicina o la matemática. En este contexto, la comunidad anónima y bien prestada de internet se convirtió en su aliada, ofreciéndo una amplia gama de tutoriales sobre cómo manipular y operar una pistola. El viudo se sorprendió al descubrir que encontrar información sobre el manejo de un arma en internet era tan sencillo como respirar, en contraposición a la dificultad para hallar recursos sobre temas más relevantes como las complejas ecuaciones matemáticas con la que había sido torturado en su paso por la escuela.
*Piuu*…*Piuu*…*Piuu*… La sensación del gatillo bajo su dedo y el estallido del disparo resonando en el silencio del bosque, despertaban en Abel una mezcla de emoción y temor. La emoción de sentirse un soldado y el temor de que alguien se adentrará en la arboleda para ver quién carajos estaba disparando a unos pocos metros de la ruta.
Sin embargo, nadie parecía acudir a investigar o a cuestionar su presencia en el campo. Esta soledad y autosuficiencia confirmaban las palabras del vaquero, quien le había advertido sobre la importancia de estar preparado para defenderse en un entorno tan alejado de las comodidades de una gran ciudad.
Explorando más a fondo, Abel descubrió que su modelo de pistola venía equipado con una mira láser, lo que simplificaba considerablemente el proceso de apuntar. A pesar de ello, su inexperiencia era evidente en su torpeza al disparar, mostrando una puntería deficiente que delataba su falta de destreza. Cada vez que apuntaba a una ramita de los árboles cercanos, la bala nunca llegaba a su objetivo, inclusive cuando se suponía que la mira láser debería encargarse de ese problema.
De todas formas, para Abel, la habilidad de disparar con precisión no era el objetivo principal. Él no planeaba hacerles un “360 No Scope Headshot” a unos malvados secuestradores, o cosas alocadas por el estilo, más bien, la mera posesión del arma y la amenaza implícita que esta representaba eran suficientes para cumplir sus propósitos. Consciente de sus limitaciones, se conformaba con la capacidad de saber como disparar al techo como gesto intimidatorio, indicando que su arma estaba cargada y no era de juguete.
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La caja que acompañaba el arma guardaba varios objetos adicionales, entre ellos un estuche diseñado para llevar la pistola con comodidad en la cintura, un silenciador que añadía un toque de clandestinidad a sus acciones, y un manual de instrucciones detallado que le guiaba en el cuidado y mantenimiento adecuado del arma y sus accesorios.
Dominar el arte de disparar se convirtió más en un pasatiempo para llenar el vacío de la espera del anochecer que en una habilidad necesaria. En el corazón de Abel, la desgarradora certeza de la muerte de su hija a manos del asesino, pesaba como una piedra, eclipsando cualquier fantasía de enfrentarse a un grupo de secuestradores como un héroe de acción estilo Rambo. Abel era simplemente Abel, un hombre común y corriente cuya destreza física apenas le permitía correr diez kilómetros sin tener un paro cardiaco.
Además, el implacable paso del tiempo no jugaba a su favor. Con cada día que pasaba, Abel se acercaba un poco más a los cuarenta años, una realidad que no colaboraba en la construcción del físico imponente que esos protagonistas de películas de acción solían ostentar. No era un musculoso soldado, ni un héroe de guerra endurecido por el combate; era simplemente un hombre que salía a correr de vez en cuando, con todas sus debilidades y limitaciones a cuestas. Si bien es cierto que comparado con la mayoría de personas de su edad, Abel tenía buen estado físico. La verdad era que Abel nunca tuvo la necesidad real de tener un trabajo, por lo que podía darse el gusto de hacer ejercicio. Cosa que por desgracia era un lujo en estos tiempos modernos.
Consciente de que no se convertiría en un soldado de la noche a la mañana, el viudo dejó de practicar con la pistola y comenzó a limpiar la casa donde pasaría la noche, mientras se sumergía en el mar de los pensamientos. Recordaba las palabras del vaquero, las advertencias sobre la maldición que parecía cernirse sobre el pueblo. Aunque la racionalidad le decía que eran solo palabras vacías, una parte de él no podía evitar preguntarse si había algo más en juego, algo que escapaba al entendimiento humano.
Sin embargo, las cartas recibidas y la lógica fría de la policía apuntaban a un patrón claro: el asesino había atraído a sus víctimas mediante el poder de la persuasión, aprovechando sus debilidades y temores. En Golden Valley no había fantasmas, hombres lobos, vampiros o alienígenas. Se encontraba un hombre que había priorizado sus caprichos a la felicidad ajena, un monstruo desalmado, pero que no un idiota. Abel sabía que el asesino no era un simple lunático; era un depredador astuto y calculador que había eludido a la justicia durante años. Atribuir sus desalmadas acciones a eventos sobrenaturales solo era una manera de librarlo de su culpa, cosa que el viudo no quería ni pensar.
A pesar de las sombras que acechaban en su mente, Abel se aferraba a la única certeza que tenía: debía llegar a Golem Valley y buscar lo que nadie había encontrado.
Con un suspiro cansado, se preparó para pasar la noche en la casa destartalada, repleta de arañas y excrementos de gallinas. Abel había limpiado lo que había podido, pero se había emocionado mucho con la práctica de tiro y la noche le había caído de sorpresa. Con gestos mecánicos, desenrolló su bolsa de dormir sobre la antigua cama, iluminando el espacio con la tenue luz de la linterna de su celular.
El cansancio pesaba en cada músculo de su cuerpo, Abel ya estaba viejo para semejante viaje en motocicleta, ya estaba viejo para dormir en una bolsa de dormir en una casa abandonada, pero no estaba lo suficientemente viejo para resignarse a morir con el dolor que su alma cargaba en estos momentos. Con determinación forzada, se acomodó en la bolsa de dormir, cerrando los ojos en un intento de encontrar algo parecido a la paz en medio del caos que lo rodeaba. Sabía que el viaje que le esperaba la próxima mañana sería largo y arduo, lleno de baches y sin descanso. Pero por ahora, solo ansiaba un breve respiro, un momento de calma antes de enfrentarse a las sombras del pasado y del presente que acechaban en Golden Valley.