Sintiendo la calma antes de la tormenta, Abel observó cómo su verdugo se quedaba acechando en silencio. Ambos cruzaron miradas penetrantes durante unos largos segundos, como si entendieran perfectamente los papeles que debían desempeñar para continuar esta macabra historia. Inmóviles y expectantes a ver quién de los dos haría el primer movimiento.
*Cruik*…
El verdugo dio el primer paso, rompiendo el incómodo silencio. Abel reaccionó y salió corriendo como un demente por el pasillo, tratando de alejarse lo máximo posible de aquel enfermo mental, negándose a aceptar el papel de víctima que el destino le había asignado.
Pero había un problema, y Abel no tardó en darse cuenta. El extremo derecho del pasillo lo dirigía a un callejón sin salida. No había una puerta al final, solo las sólidas e imponentes paredes de la mansión, que antes parecían fácilmente rompibles en la mente del viudo, pero ahora aparentaban ser impenetrables. Estaba acorralado y si retrocedía sería fácilmente atrapado por el guía, ya que el mismo era tan gordo que esquivarlo en este estrecho pasillo resultaba una tarea digna de un acróbata olímpico.
Pero no todo estaba perdido, en este juego del gato y el ratón la esperanza de la víctima nunca moría hasta su muerte. Resultaba ser el caso que en los costados del callejón sin salida había puertas. Si bien por su disposición y tamaño no había duda que las mismas llevaban a habitaciones sin salida, pero aún era posible encontrar una ventana en dichas habitaciones. Y una ventana era todo lo que Abel requería para poder escapar. Con esa esperanza, Abel corrió hacia la primera puerta que encontró y desesperadamente trató de abrirla.
*Cluk, Cluk*…
Otra mala pasada del destino: la puerta estaba cerrada y no cedía ante su fuerza.
—¡Mierda!—Maldijo Abel, mientras se daba la vuelta y veía a su verdugo parado en la esquina junto a la ventana tapiada, mirándolo en silencio, como si se riera de lo estúpido que se veía intentando escapar.
Abel no esperó a que el guía se moviera para reaccionar. Corrió hacia la siguiente puerta en el pasillo y giró su pomo tratando de abrirla.
*Cluk, Cluk, Cluk*…
La puerta estaba cerrada. Al darse vuelta, Abel notó que el guía se había quedado parado junto a la puerta que había intentado abrir anteriormente en vano, como si estuviera jugando con la presa que estaba a punto de cazar. Un escalofrío recorrió su espalda al sentir la espeluznante calma del malvado guía. Tal paciencia era una mala señal, parecía que su persecutor tenía todo bajo control, como si supiera que todas las puertas de este pasillo habían sido cerradas deliberadamente para evitar que el ratón escapara.
Abel no pudo sacar su temblorosa mano en el picaporte, el frío metal parecía burlarse de su desesperación, negándole cualquier sensación de seguridad o control. Su respiración era una mezcla de jadeos y sollozos ahogados, mientras sus ojos se clavaban en la grotesca figura del guía a unos pocos metros de él. La sombra descomunal del hombre cubría la mayor parte del pasillo, deformando aún más su ya monstruosa silueta.
El guía permanecía inmóvil, como una estatua maldita. A pesar de tener los ojos ocultos bajo su grotesca máscara, Abel podía sentir la mirada del hombre violando su alma, explorando sus miedos más profundos y alimentándose de ellos. El silencio que compartían era más aterrador que cualquier grito desprevenido; era el silencio de un depredador disfrutando el pánico de su presa antes del golpe final.
Acorralado, su espalda se encontraba chocando contra la fría madera de la puerta cerrada detrás de él. El sudor empapaba su frente y sus manos temblaban incontrolablemente. Su mente trabajaba a una velocidad vertiginosa, evaluando todas las posibles rutas de escape, cada una más desesperada que la anterior. Finalmente, los ojos del viudo se posaron en la última puerta del callejón sin salida.
Abel se atrevió a dar el primer paso hacia su última esperanza. El sonido de su zapato contra la alfombra resonó en el pasillo como una explosión, rompiendo el hechizo de inmovilidad que los había atrapado. El guía no se inmutó. Sus labios, ocultos bajo la máscara de carne, no emitieron palabra alguna. Solo su respiración, un jadeo profundo y pausado, parecía indicar que estaba vivo y consciente de cada movimiento de Abel. La calma del hombre gordo contrastaba de manera macabra con el frenesí de Abel, quien intentaba reunir el coraje necesario para reanudar su fallido intento de escape. Esa calma era aterradora.
Respirando con dificultad, Abel comenzó a correr hacia la última puerta del pasillo. Sus pasos eran torpes, impulsados por el miedo más visceral. Sentía que cada centímetro del suelo bajo sus pies era una trampa mortal. A cada paso, su cabeza volteaba para mirar al guía, esperando algún movimiento brusco, una señal de que el monstruo estaba a punto de lanzarse sobre él. Pero el verdugo solamente se mantenía allí, inmóvil, como si disfrutara prolongando la angustia de Abel.
Cuando Abel finalmente llegó a la última puerta, su corazón latía con una fuerza que amenazaba con romper su pecho. Giró el picaporte con desesperación, solo para encontrar resistencia. La puerta estaba cerrada. Una ola de desesperación pura lo golpeó, casi derribándolo. Sus manos sudorosas resbalaron del picaporte mientras no paraba de intentar forzar un milagro, una triste excusa para evitar darse la vuelta y mirar la satisfacción del hombre que prometía convertirse en su asesino.
*Cluk, Cluk, Cluk, Cluk*…
—¡No, no, no, por Dios! ¡No!—Gritó Abel desesperadamente al darse cuenta de que su última vía de escapatoria había desaparecido, junto a ella su última posibilidad de huir de aquel demente se había extinguido.
*Cruik*…*Cruik*…
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El ruido de los tablones crujiendo volvió a escucharse a sus espaldas, haciendo que Abel se diera la vuelta de inmediato y mirara con desesperación cómo el gordo había avanzado hasta la última puerta que había tratado de abrir.
—¿Por qué mierda me haces esto? ¡Ni siquiera te conozco! ¿Acaso crees que es gracioso asustar y perseguir así a un pobre turista?—Gritó Abel en un patético intento de súplica, tratando de transmitir el terrible terror que sentía en su corazón en este momento.
Abel solo recibió la peor respuesta posible: el mortuorio silencio de un asesino serial a punto de satisfacer sus más oscuros deseos. La quietud en el aire era densa, cargada de una tensión que hacía que con cada respiración la mente de Abel quedara más atrofiada.
*Cruik*…
El sonido seco y perturbador del suelo bajo los pies del guía rompió el silencio como la declaración de una sentencia de muerte. El hombre gordo finalmente había dado su primer paso hacia la puerta donde se encontraba Abel. La espera había terminado. El cazador había decidido atrapar a su pieza.
*Pluff*, *Pluff*…
Inmediatamente, Abel intentó derribar la puerta con patadas, pero los tablones parecían más duros que el acero, solo temblaban de la risa ante la desesperación del viudo. Cada golpe resonaba con un eco hueco, un cruel recordatorio de su fuerza mortal.
—¡Ayuda! ¡Alguien ayúdeme, hay un loco tratando de matarme! ¡Por favor, ayuda!— Gritó Abel, viendo cómo el demente se acercaba más y más. Sus palabras se perdían en el aire, absorbidas por la indiferente arquitectura de la mansión. El pánico se apoderó de él con una fuerza abrumadora, sus músculos temblaban y sus manos sudaban tanto que apenas podían agarrarse al picaporte.
La figura del guía, deformada y monstruosa, avanzaba con una lentitud deliberada, como si disfrutara de cada segundo de sufrimiento que causaba. Su respiración pesada y arrítmica se mezclaba con los jadeos desesperados de Abel, creando una sinfonía de terror que resonaba por toda la mansión de los Fischer.
Cada vez que Abel miraba hacia su verdugo, sus ojos llenos de terror encontraban esa máscara de carne que lo observaba sin piedad. El pánico hacía que sus pensamientos se volvieran caóticos y confusos. ¿Cómo había llegado a este punto? ¿Cómo escaparía de una pesadilla viviente que parecía disfrutar con su sufrimiento? ¿Por qué no escapó cuando tuvo la oportunidad?
*Pluff*, *Pluff*…
El sonido de las patadas de Abel continuaba, cada vez más desesperadas y menos efectivas. La puerta seguía firme, burlándose de sus intentos de escapar. Abel sentía sus piernas doloridas, los músculos tensos y agotados por el esfuerzo inútil. La realidad de su situación comenzaba a hundirse en su mente con una claridad aterradora: no había salida alguna, no había nadie dispuesto a rescatarlo.
—¡Ayuda! ¡Por favor, no quiero morir!— Sus gritos se volvían cada vez más desesperados, más desgarradores, mientras la figura del guía se acercaba inexorablemente. A medida que el verdugo se aproximaba, la sensación de claustrofobia aumentaba, como si el espacio a su alrededor se redujera, comprimiendo su esperanza junto con el aire que respiraba.
El guía se detuvo a pocos pasos, al punto que el viudo pudo sentir el calor repugnante que emanaba de su cuerpo, mezclado con el hedor agrio de su propia orina. Abel golpeó la puerta con todas sus fuerzas, una última vez, con la esperanza desesperada de que algo, cualquier cosa, ocurriera. Pero el resultado fue el mismo: la puerta permaneció inamovible, sólida y cruel. Sintió una oleada de impotencia y terror puro, que se manifestó en lágrimas ardientes que rodaron por sus mejillas.
*Cruik*…
El guía dio otro paso, y Abel pudo ver los detalles grotescos de su cara más claramente. Los tumores palpitantes, la piel enferma y descompuesta, las manchas de sangre seca y pus que decoraban su existencia.
—¡No, por favor! ¡Déjame ir!— Suplicó Abel, sus palabras entrecortadas por los sollozos y el miedo a la muerte. Pero el guía no respondió, solo continuó avanzando con una calma aterradora, como si disfrutara del poder absoluto que tenía sobre su presa.
*Cruik*…
Otro paso más, y el guía estaba ahora tan cerca que Abel podía ver la humedad de su piel, el brillo repugnante de la carne podrida. La sensación de estar atrapado se apoderó de él completamente.
*Pluff*, *Pluff*…
Los intentos de Abel de derribar la puerta se volvieron frenéticos, sus patadas más erráticas y desesperadas. El dolor en sus piernas se intensificaba, pero el miedo lo impulsaba a seguir intentándolo.
El verdugo extendió una mano gorda y cubierta de llagas amarillentas hacia Abel, el movimiento lento y deliberado, como si saboreara el terror que estaba causando. Abel gritó y golpeó la puerta con más fuerza, su mente consumida por el pánico. Sentía como si el tiempo se hubiera ralentizado, cada segundo era la tortura de un dios griego. Si quisiera, el guía podría extender sus gordos brazos y envolverlo en un abrazo mortal, pero cada movimiento que hacía en esos momentos era lento y perezoso, como si buscara romper completamente la mente de Abel con la posibilidad de que un milagro ocurriera antes de terminar esta macabra historia.
—¡Por favor, no! ¡No me mates!— Suplicó Abel, sus palabras llenas de una desesperación que solo alguien al borde de la muerte podía entender. En un inútil intento de alejarse retrocedió hasta que su espalda golpeó la puerta, su cuerpo entero temblando como un adolescente virgen en su primer encuentro. El guía no mostró misericordia, sus ojos ocultos parecían deleitarse con el pánico de Abel.
*Cruik*…
El último paso del guía lo llevó justo frente a Abel, tan cerca que el viudo podía sentir su respiración pestilente. Abel cerró los ojos, su espalda temblando contra la puerta, su mente aferrándose a la última chispa de esperanza que le quedaba. La débil respiración y los gruñidos que emitía el nauseabundo gordo desde abajo de su máscara se volvían cada vez más fuertes, como si el miedo del viudo lo estuviera excitando, hasta que finalmente se detuvo de golpe, como si el gran momento hubiera llegado.
Abel notó inmediatamente la anomalía y en un acto de desesperación total, lanzó todo su peso contra la puerta una vez más. Esta vez, no con la esperanza de abrirla, sino con la intención de usarla de apoyo para rebotar y escapar de un salto de la muerte, enfrentando su destino con la poca cordura que le quedaba. Entonces ocurrió el milagro: antes de que el viudo siquiera tocara la puerta, esta se abrió por sí sola. Inmediatamente, el hombre gordo saltó desesperadamente hacia Abel, tratando de evitar que entrara por la puerta. No obstante, Abel se encontraba tratando de chocar su cuerpo contra una puerta que ya no estaba cerrada, por lo que en vez de rebotar contra los sólidos tablones de madera, su cuerpo siguió de largo y cayó de espaldas dentro de la habitación, esquivando por inercia el ataque del hombre gordo.
*Pluff*...
El viudo rodó por el suelo, rápidamente se reincorporó y se preparó para esquivar el siguiente ataque. Pero para su sorpresa, la puerta, que tanto le había amargado la vida, se había cerrado de golpe tras su paso, impidiendo la entrada de su verdugo.