Sumido en la oscuridad del sótano y rodeado por la persistente niebla, Abel sentía cómo la atmósfera se cargaba cada vez más con un aura de impaciencia y opresión. Comenzaba a sentirse atrapado por el mal clima que le había tocado esta mañana, pero en el fondo sabía que no fue el clima, sino sus malas decisiones. A medida que sus ojos recorrían los dibujos, su mente se llenaba de inquietud, preguntándose cuánto más tiempo tendría que esperar para que finalmente la niebla lo dejara escapar del pueblo.
A pesar de la cálida luz que emitía la vela, la sensación de encierro y claustrofobia se intensificaba con cada momento que pasaba. Lo que al principio había sido una experiencia romántica, ahora se volvía cada vez más irritante. ¿Cómo era posible que la niebla siguiera inundando el valle? Ya debía ser mediodía; el sol debería haberla dispersado hacía horas.
Para colmo su celular marcaba las 6:00 de la mañana, lo cual era imposible. La falta de conexión a internet parecía haber afectado la aplicación del reloj, ya que era impensable que el tiempo no hubiera avanzado desde que se despertó. La idea de permanecer allí indefinidamente comenzaba a llenarlo de ansiedad, y la preocupación empezaba a carcomer su mente.
El viudo se sentía atrapado en un ciclo interminable de observar los dibujos, sin poder encontrar otra forma de perder el tiempo. Cada vez que consideraba la posibilidad de buscar una salida, una sensación opresiva lo invadía, como si el mismo entorno le advirtiera sobre los peligros de aventurarse en la naturaleza. La idea de perderse en medio del valle se hacía más fuerte con cada pensamiento, como si fuera una advertencia silenciosa de no cometer semejante tontería. En el fondo comprendía que la paciencia era su única aliada en este momento. Después de todo, ¿acaso la niebla podía durar para siempre?
Parecería que sí…
Con cada minuto que pasaba, la vela se consumía lentamente, marcando el inexorable avance del tiempo y la persistencia de su encierro. Abel luchaba por mantener la calma, pero la sensación de impotencia lo abrumaba, dejándolo cada vez más vulnerable y desamparado. Finalmente, después de horas que parecían eternas, Abel se resignó a su destino. Aceptar la realidad de su situación se convirtió en su única opción, y se dio cuenta de que debía encontrar una manera de sobrevivir al aburrimiento hasta que la niebla finalmente se disipara y le permitiera encontrar una salida.
Con un suspiro resignado, Abel se acomodó en la silla del escritorio, rodeado por las sombras y la humedad. Mientras la vela continuaba ardiendo, iluminando apenas su pequeño rincón del sótano, Abel se dispuso a tomar el último cuadernillo del cajón.
Observó con cierto toque de pensamiento detectivesco que los cuadernillos estaban ordenados de manera inversa, siendo los más recientes los que reposaban en lo más profundo del cajón. Esta peculiaridad contradecía la lógica común de guardar objetos en un cajón, pero evidenciaba la meticulosidad y el orden del guía responsable de crear estos dibujos.
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Abel notó cómo sus acciones se habían vuelto mecánicas. Después de revisar 9 cuadernillos, había desarrollado un ritmo casi automático para hojear las historias de los protagonistas. La primera imagen que encontró representaba a una anciana sentada en el banco de una plaza, alimentando a unos patos con migajas de pan, mientras estos picoteaban a su alrededor con avidez. Intrigado por la posible evolución de esta historia, Abel giró la página y se sumergió en las series de dibujos, como había hecho tantas veces antes.
Las páginas fueron pasando, una tras otra, hasta que llegó el momento inevitable: estaba en la penúltima historia. Aunque había sido un viaje divertido, era consciente de que todo lo bueno tiene un final, y pronto tendría que regresar a enfrentarse al aburrimiento que lo esperaba en la realidad. Sin embargo, aún quedaba algo de diversión. Aún quedaban unas últimas historias por disfrutar, y eso le permitía mantener una actitud optimista. Con una ligera sonrisa en el rostro, dio vuelta a la página, anticipando la siguiente gran narrativa creada por el artista.
Pero su sonrisa desapareció y sus cejas se alzaron en señal de desaprobación cuando se encontró con que la siguiente página estaba completamente en blanco. La diminuta chispa de alegría que iluminaba su mente se desvaneció, reemplazada por un sentimiento de desilusión y tristeza.
—Qué rápido terminó… —Murmuró Abel, alzando la cabeza para observar como la vela aún parpadeaba; ya no quedaba mucho de ella y pronto debería reemplazarla por una nueva.
—Todo lo bueno siempre termina de forma abrupta…—Dijo con melancolía, mientras un ligero suspiro se escapaba de sus labios— Bueno, aún falta ver qué dibujos se encuentran en la misteriosa agenda negra que deje para lo último. Tal vez sea algo interesante.
Cuando se disponía a cerrar el cuaderno para guardarlo nuevamente en su sitio, se detuvo de inmediato. Aunque su visión estaba cansada por la escasa iluminación que proporcionaba la vela, y su mente adormecida por la monotonía de la tarea repetitiva, Abel sintió una anomalía en aquel último cuaderno.
Invadido por la curiosidad, Abel abrió nuevamente el cuaderno y se dirigió a la penúltima página, dándola vuelta rápidamente para encontrarse una vez más con una página en blanco. Todo parecía igual que antes, pero al tocar el espiral que mantenía unidas las hojas, notó algo inusual. Trozos de papel estaban atrapados en su interior, apenas visibles bajo la tenue luz de la vela, pero perceptibles al rozar el espiral con la mano.
Al contar las historias, Abel descubrió que solo había visto 8 de las 10 que supuestamente contenía el cuadernillo. Faltaban dos historias más, pero las páginas restantes no serían suficientes para contenerlas. ¡El artista había arrancado las últimas hojas de este cuadernillo!
Sumido en sus pensamientos, Abel contó las páginas y se dio cuenta de que solo había 81 en el cuaderno. Por lo que 19 hojas habían sido arrancadas, dejando atrás la última.
Sin comprender por qué alguien tan meticuloso como este artista tomaría tal decisión, Abel examinó con detalle la hoja 81. La primera cara estaba vacía, aparentemente sin nada especial. No obstante, al voltearla en busca de algún indicio, quedó completamente petrificado al contemplar la perturbadora imagen que tenía frente a él. En la última carilla de aquel cuaderno encontró el desenlace de una serie, el final de la historia de uno de los tantos protagonistas de aquellas macabras aventuras. Pero para el terror absoluto de Abel, el rostro de la persona que dormía pacíficamente en aquella última hoja era alguien que conocía demasiado bien: ¡Era su propio rostro!