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85 - El pasillo

Fue el paso del tiempo lo que finalmente le devolvió a Abel la suficiente claridad mental para entender que no podía seguir sonriendo como un demente. Esa risa histérica no lo ayudaría a salir de la pesadilla en la que se encontraba. Poco a poco, sus carcajadas forzadas se apagaron, dejando solo el eco en los vacíos y oscuros corredores de la mansión. El lobo feroz, con su sonrisa perenne y mirada vacía, seguía observándolo desde la ventana. Abel lo ignoró, sabiendo que no era prudente seguir alimentando su miedo con esa visión grotesca. Aun así, sentía el peso de esa mirada como si le perforara el alma.

Respirando hondo, Abel se obligó a dar media vuelta y dirigirse de nuevo a la habitación donde yacía el cadáver de Martín. Cada paso hacia la despensa era un esfuerzo de voluntad, una lucha contra el impulso de salir corriendo y no mirar atrás. Al entrar, el hedor a putrefacción golpeó sus sentidos una vez más, pero Abel hizo lo posible por ignorarlo. No miró el cuerpo descompuesto que estaba junto a él; en su lugar, centró su atención en los dos dibujos en el suelo. Ambos dibujos se le habían caído durante su carrera hacia la ventana. Una premonición de lo que estaba por ocurrir en este capítulo. Con manos temblorosas, recogió los papeles. El que no tenía ningún mensaje lo guardó en su bolsillo sin pensarlo, pero el otro lo sostuvo durante varios minutos, incapaz de releer las palabras que sabía estaban escritas en ese maldito papel.

“¿Estoy en otro mundo?” La idea lo golpeaba con la fuerza de una verdad incómoda, pero que no podía negar. Si este lugar era realmente ajeno a todo lo que conocía, entonces, por lógica, su hija debía estar aquí en alguna parte. Sin embargo, una sombra de desesperanza se filtraba en sus pensamientos: “Si estoy en otro mundo, entonces ya no puedo salvarla. Mi hija está muerta. Lo sabías, siempre lo supiste, Abel.”

Las emociones lo invadían, pero trataba de mantener la compostura. No quería ceder ante la desesperación, no otra vez. Había pasado por eso ya, demasiadas veces. “¿Por qué me pides que busque respuestas a preguntas que nunca me hice antes de llegar a este pueblo?” La voz en su cabeza resonaba como un eco angustiado, como si otra versión de él mismo, más joven y más ingenua, estuviera exigiendo explicaciones. Pero no había respuestas, solo ese cadáver que yacía en silencio como un monumento a todas las preguntas sin resolver.

El viudo miró el cuerpo con un sentimiento de profunda tristeza. El hedor de la carne en descomposición ya no le afectaba, pero lo que sí lo golpeaba era la certeza de que ese pobre diablo había sido alguna vez como él. “Un joven buscando respuestas en un sitio de fantasía, tratando de encontrarle una salida a las preguntas que otorga la cruel realidad.” Ahora, sin embargo, ese cuerpo descompuesto solo servía como un recordatorio de cuán amargo podía ser el destino en Golden Valley. “Lo que alguna vez fue un alegre joven, ahora no es más que un recuerdo, una advertencia muda, un reflejo del infierno al que están condenados todos los que buscan su felicidad aquí.”

El peso de la situación lo aplastaba. Abel apretó el papel en sus manos con fuerza, arrugándolo en un gesto casi inconsciente. “Sabías que había preguntas, muchas preguntas, y buscaste desesperadamente esas respuestas” Claro, eso era un sentimiento que nuestro protagonista entendía demasiado bien. Después de todo, había sentido el mismo impulso, la misma necesidad de saber. Pero… ¿De qué le servía conocerlas respuestas ahora? ¿No habría sido más feliz en la ignorancia?

“Las respuestas que buscaste, solo sirven para entender el pasado. Y en el pasado, Abel, no se puede vivir para siempre. No puedes cargarlo contigo. Tienes que dejarlo atrás” Ese pensamiento lo golpeó como un rayo. Era el único camino posible “Entierras el pasado, lo escondes en lo más profundo de tu alma, donde ya no te pueda lastimar, donde no lo puedas encontrar. Solo así puedes comenzar de nuevo. Solo así es posible empezar desde cero.”

Los pensamientos de Abel fluían con una claridad que no había sentido en años, como si por fin estuviera logrando desenterrar una verdad que siempre había estado allí, pero que se había negado a aceptar. Cada idea, cada reflexión se dirigía tanto al cadáver del joven como a sí mismo, como si estuviera conversando con su propio reflejo en un espejo distorsionado por el tiempo y el dolor. “No podría empezar de nuevo mi vida si descubriera que en realidad fui yo quien escribió esas cartas…” Ese pensamiento lo golpeaba con una crudeza que lo dejaba sin aliento, una verdad tan amarga que prefería no enfrentarla.

El cuerpo del Mártir frente a él ya no era solo una figura inerte. Para Abel, era un símbolo de todo lo que había estado evitando: las decisiones mal tomadas, las vidas que había perdido, los errores que lo habían llevado hasta ese punto. El joven Martin era su Mártir, el alma sacrificada para abrirle los ojos y enseñarle que le esperaba si no escapaba de Golden Valley. “No podría vivir sabiendo que soy el culpable de terminar con las vidas de las personas que amo…” Esa confesión interna pesaba en su mente como una condena. Era como si, al decirlo en silencio, hubiera admitido una verdad que siempre había tratado de ignorar. La posibilidad de ser responsable de toda esta tragedia lo aterrorizaba más que cualquier monstruo o demonio en este pueblo fantasma.

“Si realmente somos la misma persona…” Esa idea resonaba con fuerza en su interior. “Tú tampoco podrías hacerlo. No podrías vivir sabiendo que fuiste el causante de todo.” Abel se sintió unido al hombre que había escrito el mensaje por una conexión invisible, una especie de lazo trágico que los vinculaba en la misma miseria. Ambos habían buscado respuestas, pero en este momento, Abel comprendía algo que este hombre tal vez nunca había entendido: “Esas respuestas no te salvarían, no te ayudarían a comenzar de nuevo.”

“No me culpes por las decisiones que estoy por tomar…” Esta frase retumbaba en su mente, llena de una resolución sombría. No estaba buscando justificaciones, pero necesitaba explicarse a sí mismo lo que iba a hacer. “Simplemente, no quiero terminar empalado como este pobre chico” La imagen del Mártir empalado lo perseguía, no solo como un destino horrible, sino como un recordatorio de lo que podría ocurrirle si no tomaba una decisión diferente. “Pero lo que más temo…” Abel pensaba con una intensidad que casi lo ahogaba, “Más que mi propia muerte, es descubrir que fui yo el responsable de todos los grandes accidentes de mi vida. Descubrir que Klein solo era un pobre anciano tratando de ayudar a los que amaba y que yo lo había incriminado, asesinado, decapitado. Descubrir que Sofía, Ana y Clara podrían estar vivas si no fuera por qué yo escribí sus nombres en el pasado. Que yo condené sus almas. Eso nunca pudo haber ocurrido, sus desgracias fueron mala suerte, accidentes...”

“Eso es lo que son, Abel, accidentes” Intentaba convencerse a sí mismo, reforzar la idea de que todo lo que había pasado no era más que una serie de trágicas casualidades, de que él no había tenido ningún control sobre el desastre en que se había convertido su vida. “No fueron nuestros actos los que provocaron que el destino nos jodiera la vida una y otra vez…” Pero a pesar de esos pensamientos, el peso de la culpa seguía ahí, adherido a su conciencia como una mancha que no podía limpiar.

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Era como si estuviera debatiendo con su otro yo, ese Abel del pasado que había dejado atrás una serie de pistas para guiarlo. Pero el Abel que estaba aquí, en este momento, ya no estaba dispuesto a seguir los pasos que lo habían llevado hacia la locura, hacia la muerte, hacia este infierno en el que ahora se encontraba.

“Culparte solo te llevó a tener que soportar este infierno nuevamente…”. La voz en su cabeza era clara, implacable. “Y yo no voy a cometer el mismo error que tú cometiste, Abel” Esa certeza lo llenaba, lo fortalecía. No se trataba solo de sobrevivir, sino de no repetir los mismos errores que cometió en el pasado. “Sé que la vida se burló de ti”, pensaba, como si pudiera hablarle directamente a su yo del pasado. “Así como sé que la vida se está burlando de mí en este mismo instante. Pero eso ya no importa. Porque soy consciente de que la vida seguirá riéndose de mí en el futuro, y no por ello voy a dejar que esa burla me destruya”

El peso de esa reflexión le daba una fuerza renovada, aunque en su interior la tristeza seguía siendo un pozo sin fondo. “Tómatelo con gracia, Abel” pensaba, y era como si las palabras fueran una orden directa a sí mismo, una especie de mantra que necesitaba repetir para no sucumbir a la desesperación. “Sé un payaso, no un pobre chico que vive afligido por los problemas del pasado, del presente y del futuro. No permitas que la vida te convierta en el hazmerreír de aquellos que ya nos olvidaron”

El cadáver del Mártir seguía allí, inmóvil, como un reflejo macabro de su propio destino. Abel lo miró por última vez, su mirada cargada con el peso de todas las emociones que había estado reprimiendo: tristeza, ira, frustración, pero también una extraña sensación de liberación. “Gracias por salvarme de los peligros que se esconden en esta mansión, Abel, pero no puedo hacer lo que me pides” Esa frase resonaba en su mente como una despedida definitiva, no solo al joven muerto a sus pies, sino a la versión de sí mismo que había “muerto” en el pasado, la parte de él que había estado atrapada en un ciclo interminable de culpa y sufrimiento hasta ser devorado por los demonios que habitan en esta mansión.

“Lo he decidido: me voy de Golden Valley” Era más que una declaración. Era una promesa. Una promesa que no sabía si podría cumplir, pero que estaba decidido a hacer. “Y pase lo que pase, no voy a permitir que la pena y el odio hacia la vida sean lo que me traigan de regreso a este sitio” La firmeza en sus pensamientos lo sorprendía incluso a él mismo, pero la convicción era real. Ya no se trataba de buscar respuestas, ni de encontrar redención en medio de todo el caos. Se trataba de dejar atrás un pasado que lo había consumido, y que si no lo soltaba, terminaría por devorarlo por completo.

Abel sentía que su decisión era la única opción sensata. No podía seguir buscando respuestas a preguntas que jamás se había hecho, ni podía seguir atormentándose con la posibilidad de que su destino ya estuviera escrito. No importaba si este lugar contenía las respuestas a todos los enigmas de su vida; ya no le importaba. Porque lo que más temía, más que cualquier demonio o criatura, era continuar arrastrando una carga que no le permitiría vivir, incluso si lograba escapar.

“No puedo seguir cargando con esta culpa, no puedo continuar atado a los errores de un pasado que ya no puedo cambiar” Debía dejarlo todo atrás, incluso si eso significaba abandonar cualquier esperanza, incluso si eso significaba renunciar a lo que una vez creyó que era su destino.

Abel sabía que lo que estaba a punto de hacer era un punto de no retorno. Las palabras que había dicho momentos antes no solo eran pensamientos arrojados al viento; representaban una verdad que le pesaba en el alma. Era una liberación amarga, como arrancarse una parte de sí mismo para poder seguir adelante, aunque sabía que no podría ser el mismo después de aquello.

Con esa certeza palpitando en su mente, Abel finalmente abrió el mensaje que había estado sosteniendo con tanto recelo. Las manos que alguna vez temblaron ahora estaban firmes, como si ya no tuvieran dudas sobre lo que debía hacer. Sus ojos recorrieron el mensaje escrito en el papel con la misma seriedad con la que un juez sentencia a un condenado. No había espacio para las dudas, no había margen para la indecisión. Era el momento de actuar.

Después de leer la carta, Abel la mantuvo en sus manos durante unos segundos, como si aún pudiera reflexionar sobre lo que estaba a punto de hacer. Pero en lo profundo de su corazón sabía que ya no había vuelta atrás. Rompió un trozo del papel con un gesto rápido, y con las manos igual de firmes, lo introdujo en la boca del cadáver del Mártir. El trozo de papel se empapó con la sangre fresca que aún manchaba el interior del muerto.

Ese acto habría horrorizado a cualquier persona en su sano juicio, pero a Abel le pareció una simple formalidad, una especie de ritual que debía cumplirse para seguir adelante. Tomó el papel empapado en sangre y lo utilizó para completar la carta. La sangre, seca y densa, dejaba una marca oscura y áspera sobre el papel, pero eso no importaba. Lo que importaba era el contenido del mensaje:

> "Querido Abel Neumann:

>

> Ha pasado mucho tiempo y sin lugar a duda deben ser muchas las preguntas que debes querer realizarme y más aún son las preguntas que deben surgirte luego de leer esta carta. Lo cierto es que no tengo las respuestas de dichas preguntas, pero conozco el sitio a donde puedes encontrarlas.

>

> Ven a buscarme en Golden Valley, en la mansión de los Fischer.

>

> Sarah Fischer"

El nombre resonaba en su mente como un eco distante, algo que pertenecía a un pasado nebuloso, pero que de alguna manera estaba profundamente conectado con su presente. “Sarah Fischer” ¿Quién era? ¿Por qué ese nombre? Esa persona no existía. No era nadie. No había escrito ningún nombre conocido en la carta, ningún nombre familiar. No quería repetir la tragedia. Su mayor consuelo era pensar que había logrado eso. Si todo resultaba ser una ilusión, una macabra broma, entonces tal vez, solo tal vez, nadie tendría que pagar el precio de su desesperación.

Abel leyó la carta para sí mismo, su voz apenas un murmullo en la habitación. Cada sílaba parecía cargar con el peso de su resignación, un reflejo de la confusión y el miedo que lo habían consumido. “Hace tiempo que perdí la cordura como para andar siguiendo las instrucciones de un supuesto «yo» del pasado, del cual no tengo ni el más mísero recuerdo” La ironía no se le escapaba. Esta carta era un vínculo con un pasado que había intentado olvidar, una trampa que lo arrastraba a un ciclo interminable.

“Pero si hacer esto me salva… solo le pido a Dios que nadie en el mundo tenga este nombre, que esta historia tenga un final feliz, que nadie sufra mi condena” Era una súplica, una oración sincera.

Mientras esas palabras se formaban en su mente, la idea de Sarah Fischer, la destinataria de esta carta maldita, tomaba forma como un fantasma de posibilidades. Era un nombre, solo eso, pero en este mundo retorcido hasta escribir un nombre podría ser una sentencia de muerte. “Que no haya una sola alma condenada por mi desesperado deseo de tener otra oportunidad de vivir”

“Así que aquí estoy…” pensó mientras guardaba la carta con cuidado, preparándose para enfrentar lo que vendría. “Siguiendo las reglas de un juego que no entiendo del todo, pero que debo jugar para sobrevivir…” En su mente, la decisión estaba tomada. Ahora el mensaje estaba escrito, y con él, el primer paso hacia lo que fuera que le deparaba el destino.