Miró hacia adelante, la pantalla holográfica del auto mostrándole una ruta clara hacia su hogar. Podría simplemente decir “vamos” y el vehículo lo llevaría a su destino en minutos. Pero aún no estaba listo. Cerró los ojos por un momento y dejó que el peso de todo lo que había sucedido se asentara.
Las caras de las personas que había conocido a lo largo de los años comenzaron a desfilar por su mente. Rivas, Ortega, Mendelson, Jonathan. Agentes como él, que habían dado todo por la fundación, algunos de sus compañeros no fueron tan afortunados como para haber llegado a esta etapa de retiro. Recordaba las historias de Rivas, uno de los tantos veteranos que habían visto a tantos compañeros perder la vida, consumidos por el trabajo y la presión psicológica. ¿Y Jonathan? Él había sido otro ejemplo, alguien que silenciosamente se había ido apagando poco a poco, hasta que un día simplemente dejó de estar entre estos pasillos.
Quizá era eso lo que más le inquietaba. No era solo la acción, las misiones, o la tensión. Era el hecho de que ahora tendría que enfrentarse a sí mismo. Durante años, había dejado que el trabajo lo definiera, que lo mantuviera ocupado. No había tenido tiempo para pensar en lo que significaba su existencia, en lo que estaba haciendo con su vida. Pero ahora, ese tiempo le sobraba, y el silencio de su futuro le resultaba intimidante.
Había pasado tanto tiempo en las entrañas del laboratorio que la idea de vivir una rutina “normal” le resultaba casi irreal. La jubilación se le había sido impuesta con una frialdad burocrática que aún le molestaba, pero una parte de él sabía que ya no tenía mucho que ofrecer. El sistema había decidido que su tiempo había llegado a su fin. Los nuevos reclutas, esos que alguna vez lo admiraron por su perspicacia y dedicación, ahora lo miraban con una mezcla de lástima y desdén. Era como si el reloj se hubiese detenido para él, mientras que para el resto, el tiempo avanzaba con la misma implacabilidad de siempre.
No podía volver, pero podría dictar la orden y desaparecer. Sería fácil. Podría volver a casa, sentarse en su sillón, abrir una cerveza, y encender la televisión. Podría hacer lo que todos le aconsejaban. “Vuelve a casa, Gómez”, le decían “Es hora de empezar a disfrutar de tu retiro”. Pero la palabra “disfrutar” le sabía a polvo en la boca. Disfrutar, ¿de qué exactamente? ¿De la nada? ¿De la interminable repetición de días que, uno tras otro, parecían condenados a desvanecerse en el olvido?
Abrió los ojos de nuevo y miró el panel de control. El icono seguía allí, esperando que diera la orden para llevarlo de regreso. Debía volver, dejarlo todo atrás y comenzar una nueva vida. Era lo que todos le decían que debía hacer, lo que la lógica dictaba. Pero entonces, ¿por qué sentía ese nudo en el estómago? ¿Por qué había una parte de él que no quería soltarlo del todo?
Sin poder dar la orden final, Gómez se quedó estacionado junto a la puerta del laboratorio, mirando fijamente la placa de metal que colgaba a un costado, con el número de la compuerta grabado en ella. El laboratorio había sido su vida durante décadas. Lo había visto envejecer junto con él, desmoronándose poco a poco, tan desgastado como sus propias esperanzas y aspiraciones. Los años de trabajo y la dedicación incondicional ahora parecían carecer de sentido. No había medallas, no había reconocimiento, no había fanfarria cuando le cerraron las puertas y lo “invitaron” a retirarse de manera anticipada. Las palabras que le dijeron hace unos minutos aún resonaban en su mente: “No se preocupe, no le están echando la culpa de nada, simplemente sus ideas ya no encajan”. Eso le dijeron con frialdad desmedida, sin mirar su pasado en este laboratorio. Su madre murió por esta causa, su padre vivió pensando que era una causa noble, y él había depositado la mayor parte de su vida como pago para luchar por un futuro donde lo paranormal no invadiera su mundo. Y ahora estaba ahí, un hombre desplazado, forzado a aceptar su salida en un mundo que sentía a su causa como una causa perdida, una causa inútil y cobarde.
Sobraban los motivos para querer irse de un lugar que lo había ninguneado de tal forma.
Pero, irónicamente, los tiempos de su jubilación forzada coincidían con el descubrimiento del caso que prometía ser el más emocionante de su vida. Durante toda su carrera había rozado la superficie de los secretos más oscuros de la humanidad, pero nunca lo suficientemente cerca como para meterse en un caso tan importante. Ahora, al final de su carrera como agente, parecía que el destino lo llamaba a ser parte de algo más grande. Nadie sabía qué tan grande era este caso en realidad, pero no había dudas que desenterrar este secreto era la fantasía de cualquier hombre que dedica su vida a resolver misterios.
“¿Y ahora qué?” Se preguntó una vez más. Las preguntas se amontonaban en su mente, empujándose unas a otras sin obtener respuesta. ¿Debía seguir adelante con la investigación de forma privada? ¿O simplemente aceptar que había fuerzas mucho más grandes de las que él podría controlar? Era un hombre retirado, después de todo. Había cumplido con su parte, había servido a la humanidad. ¿No merecía ahora un poco de paz, un descanso?
Suspiró. Había algo más en su mente, algo que lo mantenía inquieto, y no era solo el hecho de que lo habían echado antes de tiempo. No, era la muerte de Jonathan. Esa maldita muerte que había sucedido tan abruptamente, con tan poco sentido. Un aparente suicidio, decían los informes oficiales. Todo apuntaba a ello: sus últimas palabras, la opinión de sus amigos más cercanos, y la evidente desesperación que lo había consumido en sus últimos días. Pero entonces, ¿por qué seguía rondando esa sensación de que algo no encajaba? ¿Por qué no podía deshacerse de esa punzada en el estómago, esa voz susurrante en el fondo de su mente que le decía que faltaban piezas en el rompecabezas?
El pensamiento de Jonathan lo llevó de vuelta al mensaje secreto. Se suponía que iban a hablar. Jonathan había insistido en ello, en una charla que, según él, cambiaría todo. Pero esa conversación nunca sucedió. Y ahora, el hombre estaba muerto. Las opciones eran pocas y extremas: o alguien lo había asesinado antes de que pudieran hablar, o Jonathan había decidido poner fin a su vida sin darle a Gómez la oportunidad de entender lo que estaba ocurriendo.
Pero, ¿qué podría haber sido tan importante como para hacer que Jonathan acabara de esa manera? Durante la última semana, algo había cambiado. Algo lo había perturbado hasta el punto de perder toda esperanza, o peor, hasta el punto de que otra persona se viera obligado a silenciarlo de manera definitiva. Pero, ¿qué había descubierto? ¿Y cómo se relacionaba todo con el oscuro secreto del “Observador”?
Ese era el núcleo de todo. El secreto del “Observador”, una investigación clandestina dirigida por Oliver Murphy, un hombre que parecía tener una mirada entrometida en todas las conspiraciones de las últimas décadas. Un proyecto envuelto en el más absoluto de los secretos, con una historia que remontaba décadas, y que parecía haber aniquilado a todos los que se acercaban demasiado a la verdad. Las desapariciones de historiadores que se atrevieron a indagar, las muertes sospechosas de quienes intentaron exponer algo más grande que ellos mismos, todo estaba entrelazado.
El nudo en el estómago de Gómez se apretaba con más fuerza. Sabía que debía irse, que debía dejar todo atrás y seguir adelante, tal como le habían aconsejado. Pero la intriga lo consumía. Era una sensación sofocante, como si cada fibra de su ser se negara a aceptar lo que parecía evidente. Tras tanto investigar, había descubierto una verdad: Jonathan había descubierto algo. Algo tan grande que lo había llevado a la muerte. Y ese algo estaba relacionado con “El Observador”.
“El Observador” era una criatura excepcionalmente rara que simulaba ser un individuo, planta o animal perfectamente común, pero también era un símbolo, un concepto que representaba a aquellos que se beneficiaron del caos durante la dictadura, a los que se enriquecieron mientras los demás morían o desaparecían. La dictadura militar había caído, pero el poder y el control de los que se beneficiaron de ella seguían presentes, ocultos entre las sombras de la sociedad.
¿Cómo se relacionaba “El Observador” con la dictadura? Era una pregunta que Gómez se hacía constantemente, pero cada vez que intentaba profundizar en ella, encontraba más incertidumbres que certezas. Sabía que algo oscuro vinculaba a esa entidad con la última oleada de dictaduras militares que habían devastado a la humanidad. Sin embargo, era un terreno lleno de bruma, donde las respuestas claras parecían siempre estar un paso más allá de su alcance.
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Por el momento los caminos posibles para resolver este caso eran pocos. La clave estaría en investigar a los dos grandes bandos involucrados en este caso. Por un lado, aquellos que protegían el secreto del “Observador”, las suposiciones de Gomez indicaban que este era un grupo selecto y poderoso que se había beneficiado enormemente durante la dictadura. Eran los antiguos generales, políticos y empresarios que se habían llenado los bolsillos con los despojos de una civilización rota. Ellos habían creado una fortaleza impenetrable alrededor de la figura del “Observador”, usando todo tipo de medios para ocultar su existencia, proteger su influencia y perpetuar el statu quo. Para ellos, “El Observador” no era solo una leyenda, era la esencia que había permitido la creación de su mundo de poder y privilegios.
Por otro lado, estaban aquellos que, tras el colapso del régimen, habían tomado las riendas del país y lo habían conducido hacia una nueva era. Estos nuevos líderes eran la cara visible de la actual democracia, aunque Gómez sospechaba que, en las sombras, también estaban profundamente involucrados en los mismos juegos de poder que sus predecesores. Habían logrado controlar el mundo tras la caída de la dictadura, pero no estaban exentos de las influencias que rodeaban al “Observador”. La diferencia, quizá, era que en lugar de proteger ciegamente el secreto, este misterioso grupo estaba obsesionado con descubrirlo y usarlo para su propio beneficio.
Si bien la verdad había sido enterrada junto con Jonathan, Gomez deducía que para ambos bandos “El Observador” era una figura central. Lo más sorprendente era que a pesar de su rol central, tras la caída del régimen, “El Observador” había logrado escabullirse, mantenerse oculto y continuar operando desde las sombras, como si el paso del tiempo no tuviera efecto sobre él. Y era aquí donde las cosas se volvían aún más desconcertantes para Gómez.
“El Observador” no era un humano. No, no podía serlo. O al menos, no en el sentido convencional. Todo indicaba que esta criatura del otro mundo, cualquiera que fuese su verdadera naturaleza, había existido durante más tiempo del que cualquier humano podría soportar. Marcus había sido el primero en sugerir que “El Observador” era “inmortal”. Y esa palabra, que normalmente sería descartada como fantasía, resonaba ahora en su mente con una seriedad inquietante.
Gómez nunca había lidiado con algo como esto antes. En su tiempo como agente, había enfrentado amenazas paranormales, entidades inexplicables, y fuerzas que desafiaban las leyes de la ciencia tal como las conocía. Pero siempre había una regla, una constante que mantenía su cordura intacta: esas criaturas, esos seres, de alguna manera u otra, podían ser derrotados. No importaba cuán poderosos fueran, siempre había una forma de detenerlos, de destruirlos o al menos contenerlos. Sin embargo, con “El Observador”, esa regla no se aplicaba.
La inmortalidad era un concepto que no encajaba en su experiencia. Nunca, ni siquiera en sus casos más extraños, había encontrado algo o alguien que pudiera definirse como “inmortal”. Sí, había lidiado con seres que podían sobrevivir a heridas fatales, criaturas que podían regenerarse o escapar de la muerte de formas sorprendentes, pero incluso ellas podían ser destruidas con el método adecuado. No obstante, “El Observador” parecía diferente. Antes de hacer el interrogatorio a Thomas Smith, Marcus se lo había dicho claramente: “El Observador no puede morir. No en el sentido en que tú y yo entendemos la muerte.”
Eso lo había desconcertado profundamente. Gómez era un hombre que creía fácilmente en lo sobrenatural. Había trabajado toda su vida con un pie en la ciencia y otro en lo inexplicable, pero siempre buscando una explicación lógica, un método que pudiera aplicarse para resolver lo imposible. La idea de que existiera una entidad verdaderamente inmortal, algo que no pudiera ser destruido de ninguna manera, era un desafío a todo lo que conocía y entendía.
Lo más inquietante era que Marcus había hablado de la inmortalidad del “Observador” como si fuera un hecho incuestionable. Como si ese ser, esa entidad que supuestamente podía moverse entre las realidades y fingir ser humano, hubiera estado entre ellos todo este tiempo, manipulando eventos, apareciendo y desapareciendo a voluntad, sin que nadie pudiera detenerlo. Pero, ¿qué significaba exactamente ser inmortal? Gómez no lo comprendía del todo. ¿Era el “Observador” una criatura que simplemente no envejecía? ¿O era algo más complejo? ¿Podía regenerarse infinitamente? ¿Tenía alguna clase de control sobre el tiempo mismo? En su momento, Marcus le había respondido sus preguntas con una respuesta que solo planteaba más preguntas: “Muere, pero en realidad no muere”
Las respuestas de Marcus eran esquivas. Lo cierto es que había rumores, susurros en los círculos más profundos de la investigación paranormal, pero nada concreto. Ningún estudio serio, ninguna evidencia que pudiera ser utilizada para demostrar de manera irrefutable como funcionaba su inmortalidad o su naturaleza. Todos los “Observadores” habían escapado de todos los intentos de la humanidad por atraparlos, por estudiarlos, por entenderlos. Y todo apuntaba a que su capacidad para sobrevivir a cualquier intento de captura o destrucción estaba directamente relacionada con su “inmortalidad”.
Este término, inmortalidad, era en sí mismo problemático. En esencia, parecía que el “Observador” podía morir, o al menos simular la muerte de alguna manera. Pero de alguna forma, esa muerte no era permanente. Regresaba, se movía, cambiaba de forma o se escondía en las sombras hasta que era seguro volver a actuar. Era un ciclo eterno, una especie de juego del gato y el ratón, donde la humanidad siempre era el ratón y el “Observador”, el gato que nunca se cansa. Para alguien como Gómez, que había pasado su carrera enfrentando amenazas tangibles, la noción de que existiera algo que no podía ser destruido, algo que siempre podía regresar infinitamente, era profundamente perturbadora.
El laboratorio 32, ese pequeño y olvidado rincón del mundo en el que Gómez y Jonathan habían trabajado juntos, no era más que una mota en el vasto mapa de intereses y poderes que se movían en las sombras. Como dos hormigas observando desde lejos una guerra que los sobrepasaba, ellos no eran más que espectadores impotentes. Incluso si lograban descubrir algo, ¿qué podían hacer al respecto? Nada. Jonathan había sido la prueba viviente de esa impotencia. Y ahora, Gómez estaba a punto de enfrentarse a la misma realidad.
Había dos pistas concretas para continuar investigando este caso. Solo dos. Y ambas parecían prometer la nada misma. Primero estaba el pendrive que Jonathan le había dejado. Sin embargo, Gómez no esperaba mucho de él. Jonathan ya había revelado lo que creía importante en su último mensaje. ¿Qué más podría haber allí? Algo trivial, probablemente. Quizás una pista más, pero no una respuesta definitiva.
Y luego estaba el libro. El libro de Thomas Smith. Un libro que había sido revisado por innumerables expertos, sin que nadie encontrara nada inusual en él. Entonces, ¿por qué sentía que había algo más, algo escondido a simple vista en ese libro? Era por qué Jonathan cambió su forma de actuar luego de encontrarlo, en esa misma misión. Para Jonathan, había algo oculto en él. Algo que todos los demás habían pasado por alto. ¿Qué podría haber visto Jonathan que los demás no? ¿Una frase oculta entre líneas? ¿Un código escondido en las palabras? Parecía improbable. Y, sin embargo, Gómez no podía ignorar la intuición de su difunto amigo.
El auto seguía zumbando, paciente. Los iconos brillaban, indicando la espera de órdenes. Gómez los miró de nuevo, como si de alguna manera el simple acto de presionarlos pudiera resolver sus dilemas. La realidad era que, incluso si quisiera continuar investigando, estaba solo. Sin Jonathan, sin apoyo oficial, sin acceso a recursos, solo él contra un sistema que no quería que descubriese la verdad. Y tal vez Jonathan había comprendido eso. Tal vez por eso había decidido rendirse.
Gómez se llevó una mano al mentón, reflexionando en silencio. Podría dejarlo todo atrás, regresar a una vida sencilla, sin complicaciones. Nadie lo culparía por ello. Después de todo, ¿qué podía lograr él solo? Pero también sabía que, si volvía a casa, si simplemente dejaba que la verdad se desvaneciera, algo dentro de él moriría junto con Jonathan. Una parte de sí mismo que aún creía en la lucha por la humanidad, en descubrir la verdad, en hacer algo más que ser un simple observador.
La luz del botón parpadeó una vez más. Gómez tragó saliva. Cerró los ojos y respiró hondo, intentando calmar el caos que bullía dentro de su cabeza. Y entonces, sin pronunciar palabra, su mano se movió lentamente hacia el panel de control. El zumbido del motor se intensificó. Era el momento de tomar una decisión.
Por un instante, dudó. El auto se elevó ligeramente, como si el simple movimiento del vehículo fuera el reflejo de su propio estado mental. Pero entonces, tomó aire profundamente, aferrándose a lo que quedaba de su resolución.
—Iniciar ruta de regreso a casa —Dijo finalmente, con voz firme.
El auto respondió de inmediato. El zumbido se convirtió en un rugido suave mientras el vehículo tomaba altura del suelo y se dirigía a cruzar la salida del laboratorio. Gómez miró por la ventana, viendo cómo las instalaciones quedaban atrás, cada vez más pequeñas a medida que el auto ganaba altura.
No buscaría respuestas. No seguiría desenterrando los fantasmas de Jonathan ni los secretos oscuros que lo rodeaban. Al final, tal vez lo más valiente era aceptar que no todo tiene solución. Que, a veces, dejar ir era la única opción.
Mientras el laboratorio desaparecía en el horizonte, Gómez se permitió un último vistazo a lo que alguna vez había sido su vida. Un nudo en el estómago persistía, pero algo más dentro de él comenzaba a soltarse. Tal vez, solo tal vez, aún había tiempo para recomenzar, para rearmar su vida como una persona normal.