Esta baja natalidad, no obstante, tenía también un propósito oculto. De alguna manera, la humanidad había aprendido que mantenerse en números reducidos actuaba como una especie de camuflaje ante las fuerzas sobrenaturales que podían cruzar entre mundos. Las investigaciones y los escritos antiguos reflejaban una tendencia histórica en la que, a mayor población con alma, más frecuentes y peligrosas eran las manifestaciones paranormales. La élite de intelectuales y científicos había logrado documentar que estas entidades del otro mundo parecían detectar la presencia de almas en mayor medida cuando había grandes concentraciones de personas. Este fenómeno era una de las causas por las cuales la humanidad, desde tiempos ancestrales, había experimentado una especie de autocontrol poblacional, casi como si existiera una advertencia grabada en su inconsciente colectivo: “demasiada visibilidad atrae el peligro.”
La historia estaba llena de eventos en los que los propios humanos parecían volverse su peor enemigo, saboteando su expansión o inclinándose hacia la extinción con el fin de protegerse de los peligros invisibles. Durante la era preindustrial, ya había rumores de experiencias inexplicables y fenómenos paranormales, señales de que algo se desbordaba en el límite entre ambos mundos. Mientras las ciudades crecían y las primeras grandes concentraciones urbanas surgían, aparecieron los primeros registros de sucesos que la ciencia no podía explicar, indicios de que la humanidad había comenzado a llamar la atención de entidades no humanas.
Este despertar, sin embargo, no fue un accidente. Las élites sabían, instintivamente o por herencia cultural, que existía un límite en cuanto a cuántas almas podía haber en el mundo sin que se produjeran efectos adversos. Por eso, desde la época industrial y hasta el final del destape, se desarrolló una especie de contención natural: la gente simplemente dejaba de tener hijos. A medida que el número de almas disminuía, los eventos paranormales parecían reducirse en frecuencia e intensidad, como si el otro mundo volviera a perder interés en la humanidad. Este mecanismo, aunque aparentemente irracional, se convirtió en una forma de supervivencia para los verdaderos humanos.
En la era de Gómez, la humanidad había superado ese miedo, ya tenía experiencia luchando contra lo paranormal y creía poder defenderse de lo que fuera que esperará del otro lado. La expansión de la humanidad a través del universo jugaba también a su favor. Los exploradores espaciales, en busca de nuevas fronteras, desarrollaron colonias en planetas y satélites lejanos, lo que extendió a los humanos a distancias tan grandes que, incluso si sus almas fueran detectadas, las posibilidades de que llamaran la atención eran mínimas. El universo era tan vasto y los verdaderos humanos tan pocos que las probabilidades de encontrarlos en el inmenso océano cósmico eran casi nulas. Era una estrategia de dispersión que protegía a la humanidad y le daba tiempo para estudiar, entender y, si era posible, controlar las interacciones con el otro mundo sin comprometer su existencia.
Volviendo a la actualidad, pese a que la vida en los pisos inferiores era miserable, lo cierto es que tampoco era tan diferente a como había sobrevivido la humanidad antes de controlar la naturaleza. Al bajar, el diseño de la arquitectura cambiaba drásticamente: ya no había torres de cristal reluciente, ni luces de neón estilizadas. En su lugar, predominaban bloques compactos de concreto desgastado y metal corroído, como si esos edificios hubieran sido construidos solo para sostenerse en pie en medio de las hostilidades de la vida urbana y no para ser vistos ni admirados. Las ventanas, cuando las había, estaban protegidas con rejas oxidadas, y muchas de las calles, desprovistas de vegetación, daban la impresión de ser parte de un laberinto industrial más que de una ciudad habitada.
El tráfico aéreo, denso y rigurosamente controlado por sistemas automatizados, mantenía los automóviles en estratos específicos; solo los humanos auténticos podían volar a ciertas alturas. Al descender la vista de Gómez, el flujo de vehículos se desorganizaba y la densidad del tráfico aumentaba notablemente. Las capas inferiores de la ciudad se cerraban sobre sí mismas, el horizonte se desvanecía en la bruma y el ambiente se tornaba opresivo. Las luces parpadeantes y los carteles rotos dejaban ver apenas sus mensajes publicitarios, componiendo un panorama sombrío. Aquí, la tecnología mostraba su desgaste: vehículos voladores con fallos visibles, drones de vigilancia reparados con parches, y señales de neón titilantes e irregulares. El progreso y el lujo parecían ajenos a estos niveles.
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Para Gómez, la miseria era parte de lo cotidiano. La vida en la Tierra era aburrida y sencilla: todo el mundo entra a su trabajo, hace lo necesario para destacar y sale con una “buena” paga. Sin embargo, los problemas derivados de vivir en un planeta tan sobrepoblado eran evidentes: por un lado, el orden y el control no alcanzaban el nivel de otros mundos más organizados, dando lugar a que incluso los miembros de la élite debieran coexistir con los miserables. Por otro lado, la Tierra se había convertido en una torre de edificaciones superpuestas, donde las zonas más antiguas, situadas en las bases, eran estéticamente poco agradables. Como exagente, Gómez no sentía interés en cambiar esa realidad ni en imaginar la vida de quienes habitaban debajo de él. Su atención estaba en el panel de control, en los sistemas que mantenían su vehículo alineado y en la ruta predeterminada que debía seguir. Sabía que, mientras permaneciera en el auto, estaba seguro, protegido por las capas de seguridad que las autoridades habían impuesto para que nadie de los niveles bajos pudiera interferir con los de arriba.
A medida que el vehículo de Gómez se acercaba al destino, los sensores detectaban las capas de smog y ajustaban automáticamente los filtros de aire en la cabina, protegiéndolo del aire envenenado. Sin embargo, el aire fuera del auto era tan denso que incluso los sistemas de ventilación comenzaban a emitir un leve zumbido, una señal de que la contaminación de esas capas no era nada que pudiera ignorarse. Desde su ventanilla, Gómez observó las sombras de personas moviéndose a través del smog, figuras que parecían fantasmas, moviéndose de un lado a otro con rapidez, como si estuvieran acostumbrados a moverse en la penumbra. Los rostros apenas se distinguían, y en algunas esquinas, los puntos de luz que emergían parecían fuegos improvisados o lámparas de baja intensidad que apenas iluminaban la esquina de un edificio. Nadie miraba hacia arriba, nadie parecía siquiera registrar que en ese momento un auto volador pasaba arriba de ellos. Era un mundo aparte, un mundo que él solo observaba como un observador silencioso.
El tráfico aéreo era constante, pero silencioso, un flujo de aeronaves y automóviles voladores que se movían en líneas precisas, sin interferencias ni choques. Era impresionante cómo la humanidad había evolucionado a lo largo de los años, cómo todo se había automatizado para funcionar de manera eficiente, sin margen para el error. Pero en su mente, el caos del día seguía reverberando, como un eco persistente que no podía dejar de escuchar.
Repasaba los momentos vividos en la agencia, las misiones cumplidas, las charlas con sus compañeros. Había vivido para el trabajo, y ahora, al estar sin él, se encontraba como un náufrago en un mar de horas vacías. Gómez miró el panel de navegación con cierta tristeza. No se dirigía a ningún sitio que realmente pudiera llamar “hogar”; lo esperaba un apartamento vacío, sin nadie de carne y hueso que lo recibiera. Nunca había tenido esposa, ni hijos; había dedicado su vida al trabajo, y ahora sentía el vacío llenando cada rincón de su existencia. La única “familia” que poseía estaba compuesta por un puñado de androides antiguos que había heredado, casi como reliquias, de generaciones pasadas de su familia. Eran androides obsoletos, algunos apenas funcionales, y otros mantenidos únicamente por la nostalgia. Con cada generación, se habían ido acumulando en su hogar, y, por razones de respeto a las tradiciones familiares, jamás había considerado la idea de deshacerse de ellos.
La falta de una familia propia había sido siempre su elección; nunca tuvo tiempo para construir una vida fuera de su profesión. Las largas jornadas, las misiones de alto riesgo y el compromiso absoluto con el deber le habían dejado poco margen para relaciones duraderas. Pero eso nunca le molestó, o al menos eso se decía a sí mismo. No obstante, la realidad le golpeó duro. Sin los compañeros del trabajo, los androides que tenía en casa parecían ser la única “familia” que le quedaba.
El auto en el que viajaba Gómez finalmente disminuyó su velocidad, flotando en descenso controlado hacia el “helipuerto” privado que daba entrada a su departamento. La torre de cristal donde vivía era un rascacielos impresionante, un testamento a la gloria y prestigio de la familia del agente Gómez, la cual si bien nunca fue demasiado rica, aún le había dejado de herencia este bonito departamento en el planeta más importante de la humanidad.
Al llegar, el vehículo se posó suavemente sobre la plataforma de aterrizaje y las puertas se deslizaron hacia los lados con un siseo. Gómez salió, sus zapatos resonando levemente sobre la superficie metálica. El frío viento soplaba desde las alturas, cortante y seco, pero no lo sintió; su mente estaba atrapada en los eventos del día, en la crudeza de su despido y en el eco de las palabras de su superior, cargadas de frialdad y determinación.