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El Umbral del Despertar (3)

Además de la eficiencia económica, existía un elemento psicológico y cultural que justificaba esta dependencia. Para los verdaderos humanos, era intrínseco despreciar aquello que era diferente y, en especial, lo artificial. Aunque estos seres creados en centros de reproducción eran considerados seres inferiores, en el fondo eran, por su apariencia y comportamiento, más “familiares” para los humanos que una máquina metálica o un androide con una apariencia deshumanizada. Estas “cosas” podían expresar emociones, seguir órdenes de forma autónoma y replicar las interacciones humanas. Esto les daba a sus supervisores una sensación de control y familiaridad que las máquinas jamás podrían ofrecer.

Por otro lado, también estaba el factor de la confianza. Las inteligencias artificiales avanzadas y los sistemas de automatización completos planteaban un riesgo inherente: el de ser manipulados o saboteados. Un programa informático podía ser hackeado o reprogramado para servir los intereses de alguien que buscara el caos. Los temores sobre la facilidad con la que una inteligencia artificial podía ser subvertida eran persistentes, especialmente entre la élite, que conocía de primera mano los peligros de la tecnología malintencionada. Los sistemas automatizados, aunque eficientes, también ofrecían una enorme vulnerabilidad si alguien lograba controlar una red de robots. En una sociedad donde los “señores” de la humanidad tenían un poder absoluto, no se podía permitir que ese poder se pusiera en riesgo por una rebelión de máquinas.

En cambio, las “cosas” no podían ser manipuladas con unos pocos códigos malintencionados. Evidentemente, esto también tenía un lado negativo y las revueltas sociales en las zonas pobres de la Tierra eran algo común, pero se mantenían limitadas a los pisos inferiores y raramente afectaban a las élites. Incluso si un grupo de “cosas” lograba organizar una revolución en un planeta o una colonia lejana, el sistema de control de la élite contaba con contramedidas extremas, diseñadas precisamente para evitar que una revuelta se extendiera. En caso de una amenaza considerable, bastaba con activar un protocolo de exterminio masivo: se hacía irrespirable la atmósfera de todo el planeta mediante un sistema de terraformación, o se desataba un pulso electromagnético devastador que eliminaba a cualquier ser orgánico en un área designada.

Las consecuencias éticas de esta estructura social eran apenas discutidas, pues para la élite el mundo estaba dividido de manera clara y objetiva. Las “cosas” existían para servir, y los verdaderos humanos tenían la obligación de perpetuar y proteger esa jerarquía. Sin embargo, en ciertos círculos filosóficos y académicos de las zonas altas se daban lugar a debates sobre la moralidad de este sistema. Aunque oficialmente negado, algunos científicos e intelectuales planteaban la posibilidad de que estas “cosas”, al compartir una genética tan cercana a la humana, podrían tener potencial para desarrollar un sentido de identidad y conciencia individual no muy diferente del de un humano. Este planteamiento resultaba incómodo, pues sugería que, en algún nivel, la explotación de las “cosas” se parecía peligrosamente a la esclavitud que la humanidad había dejado atrás siglos antes.

Aun así, estos debates eran rápidamente silenciados, y aquellos que expresaban tales opiniones eran marginados o ninguneados. La élite tenía demasiado en juego para permitir que se cuestionara la estructura que había sostenido la estabilidad de su civilización durante generaciones. El miedo al caos, al descontrol y a la posibilidad de que las “cosas” tomaran conciencia masiva de su opresión eran factores suficientes para que se tomaran medidas de censura a tales pensamientos “extremistas”.

Gómez no era ajeno a este sistema. Él mismo había aprendido desde niño a no cuestionar la estructura de la sociedad, sino a entenderla y protegerla. Sabía que su opinión, aunque aparentemente insignificante, era vital para el mantenimiento de la jerarquía. Cualquier intento de las “cosas” de ascender o de mejorar sus condiciones de vida era rápidamente controlado, apagado, y en ocasiones, castigado. No se permitían desobediencias ni desviaciones, porque cualquier fisura en el sistema ponía en peligro el equilibrio sobre el que se sustentaba la supervivencia de los verdaderos humanos.

De este modo, la existencia de las “cosas” no era solo aceptada, sino necesaria para preservar la pureza de los verdaderos humanos. Su servidumbre perpetua era vista como el tributo que debían pagar para que la humanidad continuara existiendo, aunque fueran ellos, en gran medida, los que llevaban la carga de sostener a la sociedad. No había lugar para la compasión ni para el cambio, porque el sistema, tal como estaba, funcionaba. Gómez lo entendía perfectamente: en un mundo en el que los verdaderos humanos escaseaban, cualquier acto de disidencia por parte de los niveles bajos era una amenaza directa a la estabilidad de todo el sistema que sustentaba la comodidad de su estado de vida.

En lo alto, protegido por las barreras de la tecnología y el status, Gómez miraba hacia abajo sin remordimientos, sin dudas. Porque para él, la separación era no solo necesaria, sino justa: en las profundidades del smog y la penumbra, las “cosas” cumplían su función, y él, desde las alturas, cumplía la suya.

Aunque gran parte del sistema se sustentaba en la falta de empatía del humano y su eterna capacidad para autojustificarse. La existencia de las “cosas” era una paradoja más profunda de lo que el concepto de estratos sociales aparentaba a simple vista. En apariencia, estas réplicas de humanos eran idénticas: tenían la misma estructura biológica, los mismos órganos, e incluso manifestaban emociones y pensamientos complejos como lo hacía cualquier humano. Y sin embargo, algo fundamental las diferenciaba de los verdaderos humanos. Este algo, en una sociedad altamente tecnológica y supuestamente racional, se refería a un concepto que muchos hubieran considerado superstición: el alma. Un vestigio de épocas antiguas, un concepto que parecía un anacronismo, pero que, en realidad, contenía una verdad profunda y verificable que no podía ser ignorada.

En una era donde la ciencia había revelado todos los secretos del universo material, el alma permanecía como una de las pocas realidades que escapaban a toda explicación lógica. Los científicos del pasado no habían prestado mucha atención a este fenómeno, descartándolo como una fantasía religiosa. Pero en los últimos siglos, la situación cambió drásticamente cuando algunos de los principales intelectuales lograron pruebas indiscutibles de su existencia. Las evidencias se filtraron al público de manera controlada, y en cuestión de años, la humanidad descubrió que el alma no era solo un símbolo filosófico, sino una entidad real, hereditaria y fundamental para una habilidad vital en estos tiempos: la exploración del “otro mundo”.

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Aunque las revelaciones acerca de su existencia eran recientes, la humanidad había empezado a atisbar sus posibilidades desde tiempos ancestrales a través de experiencias cercanas a la muerte, sueños lúcidos, o visiones. Sin embargo, con la llegada de pruebas científicas y tecnología avanzada, quedó claro que el otro mundo no era una simple construcción mental; era un dominio al que solo podían acceder aquellos dotados de un alma genuina, esa esencia intangible que, según los estudiosos, se gestaba de manera exclusiva en el proceso de reproducción natural y no había forma de falsificar.

El alma, entonces, se convirtió en el último y más valioso recurso de la humanidad. Solo los humanos auténticos podían portarla, ya que solo se generaba mediante la concepción natural. Ningún proceso de ingeniería genética, ninguna intervención robótica, ni los más avanzados centros de reproducción habían logrado replicar este fenómeno. Las “cosas” creadas en fábricas y criaderos tecnológicos no poseían esta chispa. Eran perfectamente funcionales para las tareas físicas y mentales, pero carecían de la capacidad esencial que permitía a un ser humano conectar con el otro mundo.

Más allá de las múltiples preguntas que generó el descubrimiento racional y científico del alma, gran parte de la élite de la humanidad, los descendientes de aquellos que aún contaban con un alma y un linaje puro, consideraban al otro mundo como un territorio sagrado, un lugar que les pertenecía por derecho. Su acceso restringido a aquellos con alma significaba que solo los verdaderos humanos podían participar en esta exploración, y esto reafirmaba su posición en la cúspide de la pirámide social.

En este contexto, las “cosas” eran simples herramientas, creadas para sostener el mundo material y garantizar la supervivencia de las élites, mientras estas dedicaban su tiempo y recursos a la investigación del otro mundo. La proliferación de las “cosas” en los estratos bajos de la sociedad, hacinadas en los bloques industriales, trabajando en fábricas y sirviendo a sus amos humanos, no era más que un mecanismo para mantener en funcionamiento la infraestructura de los mundos conquistados. Mientras las “cosas” se ocupaban de las labores cotidianas, los verdaderos humanos podían concentrarse en lo verdaderamente importante: la trascendencia de su especie en esta nueva dimensión.

Con el descubrimiento de la existencia del alma y la revelación de su vínculo exclusivo con el otro mundo, surgió también una corriente de teorías conspirativas, rumores y especulaciones entre aquellos pocos que tenían conocimiento del tema. Se decía que los intelectuales que habían logrado estos descubrimientos habían mantenido en secreto gran parte de la información durante milenios, reservándola solo para la parte más importante de la élite y manipulando el conocimiento general del público. Estos conspiranoicos no estaban equivocados y Gomez podía atestiguar sus palabras.

Esta realidad añadía una capa de ironía y de tensión al sistema social. Mientras las “cosas” continuaban con su existencia mecánica, sin acceso al otro mundo, las élites se entregaban a prácticas cada vez más esotéricas, en un esfuerzo por conectar con esa dimensión desconocida. Los verdaderos humanos, conscientes de su privilegio y de la exclusividad de su herencia, se aferraban a esta estructura con una mezcla de reverencia y paranoia, temerosos de que algún día alguien pudiera despojarles del alma que los diferenciaba de las “cosas”. En un universo donde la tecnología resolvía todos los problemas prácticos, la conexión con el otro mundo se había convertido en el último campo de batalla de la humanidad, el único en el que se podían ganar o perder posiciones. Era también la última línea de patriotismo que los vinculaba con sus ancestros, un recurso que no podía ser reproducido ni manipulado.

A pesar de esto, algunos humanos auténticos vivían con la inquietante duda de que la humanidad se había vuelto tan dependiente de las “cosas” que, en algún punto, las propias élites comenzaran a verlas como necesarias para su propia supervivencia. Sabían que sin la labor incesante y sumisa de las “cosas”, las ciudades no funcionarían, la tecnología no se mantendría, y la economía se desmoronaría. La paradoja era brutal: dependían de seres que despreciaban, que consideraban inferiores, pero que resultaban indispensables para la vida material, mientras que ellos, los verdaderos humanos, buscaban algo que trascendía ese plano material.

Gómez, aunque distante de este concepto que resonaba en la cabeza de los exploradores del otro mundo, comprendía que no faltaban motivos para querer dominar este misterioso poder, pero la necesidad de un alma era un freno importante para lograr esta meta. Al descubrirse que el alma era la clave de acceso a ese otro plano de existencia y que su posesión estaba restringida a los humanos nacidos de manera natural, la élite comprendió su propia importancia en un sentido casi cósmico. Esta conciencia de sí mismos incentivó a las clases superiores a buscar y preservar su linaje. Sin embargo, el proceso de reproducción se convirtió en un problema, y la baja natalidad de las élites se volvió una de las principales amenazas para la continuidad de la exploración.

La solución, aunque nunca oficial, fue el hedonismo. Para los que poseían un alma, la sociedad fomentaba una cultura de disfrute y estímulo sensorial que iba más allá de la mera supervivencia. La indulgencia en placeres físicos y mentales, así como la búsqueda de la belleza y el amor, se volvieron no solo aceptables sino incentivados. Mientras el resto de la sociedad, las “cosas”, estaba relegada a una existencia utilitaria, sin acceso a estos privilegios, los verdaderos humanos gozaban de una vida de comodidades y experiencias sensoriales que mantenían su deseo de vivir y reproducirse. Las instituciones sociales, las modas, los eventos y las artes giraban en torno a estos placeres, con el objetivo último de estimular a los miembros de la élite a procrear. Era una estrategia silenciosa y sutil, pero tremendamente efectiva: en vez de presionarlos a tener hijos, se les rodeaba de una atmósfera en la que procrear fuera “el siguiente gran paso”.

Sin embargo, esta estructura hedonista no fue suficiente para garantizar una alta tasa de natalidad. En consecuencia, comenzaron a crearse rituales y ceremonias que enaltecían la concepción natural como un acto espiritual y sagrado. Tener un hijo era, en cierto sentido, contribuir a la salvación de la humanidad. Cada nuevo nacimiento de un niño con alma representaba un potencial defensor del “nivel humano”, y su mera existencia aumentaba la capacidad de la humanidad para conectar y entender el otro plano sin atraer demasiado la atención de las entidades que residían en él.