El pasillo exhalaba un aire impregnado de desinfectante químico, un olor incómodo y ácido que parecía volverse más denso con cada paso. Bajo sus pies, el suelo de metal resonaba con ecos apagados, mientras que un zumbido constante reverberaba en el ambiente, generado por las máquinas que trabajaban incansablemente detrás de las gruesas paredes. La fundación nunca dormía, no había pausas ni interrupciones. Cada esquina estaba bajo el escrutinio de cámaras que no se podían ver. El sistema de inteligencia artificial gobernaba en silencio, vigilando cada movimiento dentro de su dominio. Sensores de movimiento, sensores térmicos, láseres de detección y demás tecnologías se empleaban para evitar los riesgos de una investigación que se haya salido de control. La seguridad dentro de las instalaciones no dependía de humanos y estaba estandarizada; unos robots patrullaban los corredores, eran autómatas sin corazón que seguían al pie de la letra sus estrictos protocolos. Se movían en perfecta sincronización, sus pasos mecánicos en una cadencia que parecía cronometrada para no molestar al personal humano.
Sin embargo, la verdadera atención de todo el sistema de seguridad estaba puesta en monitorear los pasos de las “ratas de laboratorio”, aquellos prisioneros condenados a muerte que la fundación utilizaba como sujetos de prueba. Estos sujetos no eran más que cifras a los ojos del personal, imbéciles condenados a enfrentar lo impensable. Aunque la mayoría de los reclusos estaban medio sedados para evitar que intentaran escapar, todavía requerían vigilancia. Su desesperación era real, y ya se habían dado intentos de fuga en el pasado.
No obstante, el sistema de vigilancia no era infranqueable, solo simulaba serlo. Gómez había pasado suficiente tiempo entre las paredes de este laboratorio para comprender cómo operaban las estructuras de seguridad interna. Había aprendido a manipularlas a su favor. Usando esa información privilegiada había logrado ocultar la grabadora en un lugar que escapaba tanto a la inteligencia artificial como a los robots, una grieta en el sistema que solo alguien como él podía detectar. Nadie la encontraría.
A lo largo del pasillo, a su derecha, una pared de vidrio grueso ofrecía una vista sin obstrucciones del verdadero corazón de este piso del laboratorio. Desde su posición elevada, Gómez podía observar la vasta sala principal donde científicos, equipados con trajes protectores, manipulaban con cautela varias cámaras de contención. En general, estas cámaras consistían en cápsulas blindadas y cristales reforzados, los cuales albergaban entidades y objetos que desafiaban cualquier comprensión conocida.
Algunas de esas criaturas flotaban en líquidos viscosos, deformándose y ondulando de maneras imposibles de describir con precisión. Una de ellas, una masa de tentáculos translúcidos que parecían hechos de humo solidificado, se movía con una gracia inquietante. Sus extremidades se retorcían en un patrón irregular, como si estuviera constantemente ajustándose a una geometría que no pertenecía a este plano de existencia. Otras criaturas, apenas visibles por el ojo humano, eran figuras espectrales que proyectaban sombras al revés, dando la sensación de estar desafiando la física. Parecían moverse con el ritmo del aire, aunque el ambiente era completamente estéril y controlado. Su mera presencia hacía que el ambiente alrededor de sus cápsulas vibrara de una manera casi imperceptible, pero que dejaba en el espectador una sensación de incomodidad.
Entre los objetos confinados, un cubo metálico había capturado su atención, el mismo flotaba en una cápsula sellada herméticamente, girando lentamente sobre su propio eje. Emitía un leve brillo azulado, y a su alrededor, el tiempo parecía comportarse de manera anómala. Los relojes de pared cercanos avanzaban y retrocedían a intervalos irregulares, y cualquier cosa que se acercara demasiado al campo distorsionado sufría alteraciones temporales. Las historias decían que ese artefacto tenía el poder de ralentizar o acelerar el tiempo en sus inmediaciones, afectando incluso la percepción del espacio. Algunos de los investigadores de este piso del laboratorio afirmaban que habían visto los relojes desaparecer y reaparecer días después.
En el medio de la habitación, una figura alta y encapuchada se movía lentamente dentro de una cápsula de contención. Su silueta parecía fluir, como si estuviera hecha de pura sombra condensada. A veces, su cuerpo parecía deformarse en ángulos imposibles, como si se rompiera y se recompusiera constantemente. En otro rincón de la sala, un objeto aún más extraño se encontraba suspendido en su contención: una simple puerta, flotando en el aire. No estaba conectada a ninguna pared o estructura, simplemente existía en el espacio. Aunque aparentemente ordinaria, aquellos que la habían abierto contaban historias de haber sido arrastrados a lugares desconocidos.
Una de las jaulas contenía algo más tangible: una figura humanoide, sin rostro, cuya piel parecía hecha de una textura similar al cartón mojado, pero más resistente. Estaba inmóvil, sus brazos colgando en una postura extrañamente inerte, pero había algo en su quietud que inquietaba a Gómez. Era como si la criatura simplemente estuviera esperando, observando sin ojos. Sabía por rumores que esas criaturas no necesitaban ojos para rastrear a sus presas, moviéndose de manera instintiva, como si estuvieran conectadas a algo más allá de la percepción humana. Sin embargo, Gómez no tenía ni idea de qué eran en realidad estos seres u objetos. Todo lo que veía, desde las entidades deformadas hasta los artefactos incomprensibles, había sido traído del “otro mundo” por los exploradores, un grupo de lunáticos que nunca pisaba el mundo ordinario a menos que fuera estrictamente necesario. Su trabajo consistía en atravesar dimensiones desconocidas, recolectar información y traer de vuelta muestras para ser estudiadas, aunque muchos no regresaban.
Al igual que el resto de los agentes, Gómez tenía la tarea de lidiar con problemas en el mundo real, el mundo de los humanos. Su entrenamiento y sus protocolos estaban diseñados para combatir y comprender amenazas físicas, criminales o sobrenaturales, pero siempre dentro de los límites de la “realidad”. Lo que pasaba en el “otro mundo” era territorio exclusivo de los exploradores y los investigadores que estudiaban desde la seguridad del laboratorio.
El hecho de que aquellos objetos y criaturas estuvieran ahora en el mismo espacio que él solo incrementaba la sensación de inquietud en Gómez. Sin importar cuánto se distanciara de las operaciones de los exploradores, las barreras entre ambas realidades parecían cada vez más delgadas. En su percepción tradicionalista, los recursos de la fundación deberían centrarse en la protección del mundo, traer criaturas de afuera solo complicaba el trabajo de los agentes. Gómez se detuvo un momento, contemplando todo aquello. Sabía que el riesgo de fuga de estas criaturas era nulo, las leyes y protocolos para traer objetos del “otro mundo” a nuestro mundo eran las más estrictas de la humanidad. El proceso era redundantemente lento y meticuloso. No se podía traer ni una mota de polvo del otro mundo si la misma no fue estudiada de antemano, pero aun la sensación de que este no era el camino persistía dentro de él.
A medida que Gómez avanzaba por el pasillo, el sonido rítmico de sus botas contra el suelo de metal resonaba, incrementando la sensación de aislamiento. La atmósfera, que ya de por sí era incómoda por el olor a químicos y el constante zumbido de las máquinas, se volvía más asfixiante mientras se acercaba a la siguiente área de investigación en este piso. Allí, a través de las gruesas paredes de vidrio, observó a un grupo de investigadores enfundados en trajes especiales, ajustando sensores y monitores en lo que parecía ser una sala de energía psíquica.
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En el interior, prisioneros con capacidades telequinéticas eran sometidos a pruebas exhaustivas. La fundación había comenzado a investigar fuerzas paranormales aplicables a criaturas en las últimas décadas, primero con pequeños insectos y animales, tratando de comprender cómo ciertas entidades o energías alteraban el comportamiento y las capacidades de estos seres. Pero en estas alturas ya se estaban probando en seres humanos. La obsesión de la fundación por el control y manipulación de fuerzas paranormales no era casualidad; respondía a una carrera frenética por obtener patentes que prometían redefinir las capacidades humanas. El negocio de las habilidades sobrehumanas, desde la telequinesis hasta la regeneración acelerada, había dejado de ser ciencia ficción para convertirse en una industria emergente y altamente lucrativa. Pero la implementación de estos poderes aún no lograba venderse de forma masiva. El proceso era lento y comenzaba en pequeños experimentos con insectos y animales, criaturas que los científicos manipulaban para estudiar los efectos a pequeña escala. Posteriormente, los resultados exitosos llevaban a pruebas con prisioneros, sujetos perfectos para poner a prueba los límites de los poderes y sus efectos secundarios.
Cuando los experimentos con prisioneros mostraban resultados prometedores, el siguiente paso eran los voluntarios. Todavía la fundación no había llegado a este punto, ni mucho menos el “pequeño” laboratorio 32. No obstante, había otras organizaciones privadas mucho más avanzadas que la fundación en este campo de investigación, estos voluntarios se trataban de personas que se ofrecían libremente a someterse a pruebas. En general gente con alguna enfermedad terminal, los cuales estaban dispuestos a sufrir los riesgos a los que se exponían.
Si bien todavía no se había llegado a la siguiente fase, a medida que las pruebas se volvieran más estables, los experimentos comenzarán a expandirse, escalando en magnitud. Las habilidades que antes solo eran manipuladas en pequeños grupos comenzarían a aplicarse a nivel de comunidades o pequeñas ciudades, con el objetivo de determinar su viabilidad en la sociedad común.
El plan final, o al menos la promesa oficial, era que si las pruebas se desarrollaban sin contratiempos, eventualmente estas capacidades serían accesibles al público general. La fundación y muchas otras organizaciones aseguraban que sus innovaciones mejorarían la vida cotidiana, ofreciendo poderes que antes solo existían en las páginas de cómics y novelas. Sin embargo, Gómez sabía que tras esa promesa de progreso y bienestar se escondía algo mucho más siniestro: el control absoluto.
Pensar que el acceso a estas capacidades sobrenaturales llegará al común de las personas era una tontería. Ya existían cirugías e implantes tecnológicos para ser un “superhumano”, y la realidad es que solo una minoría de la población podían costear esas tecnologías. No había motivos para pensar que con lo paranormal ocurriría lo contrario. Para Gómez no había duda que el acceso a estos poderes no sería gratuito ni democrático. Aquellos que quisieran obtener poderes que desafiaban la naturaleza humana tendrían que pagar una suma considerable, creando una sociedad donde los poderosos no serían solo los ricos, sino también “dioses”. Y si el poder ya de por sí corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente.
Gómez no era el único empleado que compartía esas sospechas en el laboratorio 32; de hecho, los científicos que trabajaban en esta área eran los primeros en dar cátedra sobre la realidad tras la fachada de progreso. Sin embargo, había un factor crucial que mantenía a todos en silencio: en una sociedad donde los superhumanos ocupaban las posiciones más altas, aquellos que trabajaban con lo paranormal siempre tendrían una ventaja sobre el resto. Ese estatus privilegiado era suficiente para sobornar a todos para que aceptaran el “progreso” sin cuestionarlo.
Aunque no era tan simple. Nada real es simple. Siempre hay un acuerdo social. Una sociedad que debate y concuerda ciertos ideales y límites. Nada es tan sencillo como reducir que todo lo malo de este mundo es producto de un malvado monstruo manipulado a todos desde la sombra. Eso no existía. No puede ser real. Acá todos son parte del problema, del “sistema”. De “Ellos”. Al final, como todos los que trabajaban en el laboratorio, Gómez pertenecía a una especie de élite social. No eran los auténticos “Ellos”, pero desde la perspectiva de la mayoría de la humanidad, lo parecían. Eran los afortunados que ya habían cruzado esa barrera que separaba a los privilegiados de los demás. Eran parte de ese selecto grupo que ya tenía acceso a tecnología de punta y sueldos desmesuradamente altos, un mundo de privilegios que los alejaba del ciudadano promedio. Una burbuja. Y una muy exclusiva. Al final, todo se reducía a una cuestión de perspectiva, aderezada con una buena dosis de hipocresía. Nadie en este laboratorio era un pobre diablo condenado a trabajar toda la vida como un esclavo para llegar a fin de mes. Todos, de alguna manera, formaban parte del sistema, aunque fueran los peones más débiles en la jerarquía de poder.
Había quejas, claro, siempre las había. Algunos se atrevían a susurrarlas en los pasillos, mientras que otros, como Gómez, preferían tragárselas y seguir adelante con su rutina. Sin embargo, si algo era incuestionable, era que cuando llegaran esos nuevos poderes que tanto se murmuraban en las charlas de ascensor, los trabajadores del laboratorio se asegurarían su porción de la torta, por pequeña que fuera. No compartirían ni una miga con los de “abajo”.
Los de “arriba” siempre sabían mantener su distancia, alimentando esa fantasía de superioridad que tanto los distinguía. Porque, al fin y al cabo, aunque fueran la clase más baja de los poderosos, jamás serían parte de los que miraban desde abajo.
Ni “observadores”, ni “sombras”, ni “Ellos”, eran humanos, siendo humanos.
Aunque tampoco todo era una tragedia. El progreso siempre fue algo bueno. Los superhumanos estarían más capacitados para explorar y enfrentarse a los peligros del “otro mundo”. No todo era oscuridad; había beneficios innegables que hacían que incluso los más escépticos dudaran de criticar abiertamente este campo de investigación.
Pero desde la perspectiva de los trabajadores de la fundación, esto era una carrera contra el tiempo. No se podía patentar lo ya patentado. Desde el “destape”, cuando los secretos del mundo paranormal comenzaron a filtrarse al público, una guerra silenciosa había estallado entre las grandes organizaciones que controlaban este conocimiento prohibido. Cada una competía por monopolizar los poderes superhumanos, por ser los primeros en lanzarlos al mercado y controlar su distribución. Las pruebas que Gómez observaba en este pasillo no eran meros experimentos científicos; eran parte de una carrera global por la supremacía, una Guerra Fría en la que la fundación estaba dispuesta a sacrificar buena parte de su presupuesto para salir victoriosa.
Gómez observó en silencio mientras los investigadores ajustaban los sensores en torno a los prisioneros. Sabía que no importaba cuántos avances lograran, siempre habría riesgos impredecibles. El “otro mundo” del que provenían estas habilidades era demasiado vasto, demasiado incontrolable. Cada experimento, cada avance, podía traer consigo consecuencias imprevistas, y quienes estaban atrapados en el centro de esa tormenta no siempre comprendían el precio de su participación. Para la fundación, el éxito significaba un poder sin precedentes, pero para estos prisioneros era una apuesta mortal y con pocas chances de ganar. Los mercados negros también se llenaron de versiones incompletas y peligrosas de estos poderes, vendidas al mejor postor. Por el momento no había beneficios, solo problemas con los que tenía que lidiar el pobre agente Gómez.