El sonido metálico de la seguridad acercándose aumentaba lentamente. Era un ritmo constante, regular, que llenaba el ambiente con una creciente sensación de inevitabilidad. Shepherd, sin apartar la vista de la puerta, sintió un escalofrío recorrerle la columna. Sabía que en cualquier momento la situación cambiaría. Una vez que el equipo de seguridad entrara, todo saldría de sus manos. Gómez, por su parte, estaba inmerso en sus propios pensamientos, los ecos de la conversación reciente con Marcus resonaban en su cabeza como campanadas lejanas pero persistentes.
Las puertas automáticas de la sala de reuniones emitieron un zumbido suave al abrirse, deslizándose hacia los lados con elegancia. Gómez levantó la vista, sus ojos encontrándose con la sombra proyectada por las figuras que cruzaban el umbral. Entraron sin prisa, como si cada paso estuviera calculado para maximizar su control sobre el “peligro”. No dijeron ni una palabra, pero no hacía falta. La atmósfera cambió de inmediato, volviéndose más densa, casi claustrofóbica. La temperatura de la sala parecía haber descendido unos grados, o tal vez era solo la percepción de Gómez, atrapado en su creciente paranoia.
Los robots que trabajaban como guardias se posicionaron alrededor del agente con una precisión casi coreográfica, rodeándolo desde todos los ángulos. La seguridad no dejaba lugar a errores. Sus movimientos, eficientes y calculados, daban la impresión de ser más que humanos, como si estuvieran controlados por una lógica superior, una fuerza invisible que manejaba cada acción con un propósito claro. Ningún robot hablaba, ni siquiera un murmullo. Solo el ruido de las pisadas y el suave zumbido de los mecanismos que guiaban sus acciones. Uno de los guardias se adelantó y ajustó unas esposas magnéticas alrededor de las muñecas de Gómez. El clic sutil del cierre fue un recordatorio de que no había escapatoria.
Gómez siguió inmóvil. Por fuera, parecía tranquilo como un monje, pero por dentro, su mente giraba en espiral, una vorágine de preguntas sin respuesta. No había dado resistencia cuando lo esposaron, ni siquiera había intentado moverse. La verdadera batalla estaba ocurriendo en su cabeza.
Shepherd dio un paso hacia adelante, como si estuviera a punto de decir algo, pero se detuvo. El peso de la situación la paralizó, y por primera vez, sintió que tal vez esto era lo mejor para todos. La paranoia comenzaba a infiltrarse, y aunque no quería admitirlo, parte de ella se preguntaba si Marcus podría tener razón —Gómez… —Intentó decir, pero las palabras se le atoraron en la garganta.
Gómez levantó la vista, sus ojos encontrándose con los de Shepherd por un breve instante. No había miedo en su mirada, pero tampoco había certeza. Solo un vacío, como si algo en su interior hubiera comenzado a romperse. Los guardias no emitían sonido alguno mientras lo conducían fuera de la sala, a través de pasillos que parecían alargarse interminablemente. Los empleados administrativos se encontraban mirando de reojo, sus murmullos llenaban todo el piso.
Mientras avanzaban por el corredor, Gómez sintió cómo el ritmo de los pasos reverberaba en sus oídos. Cada paso parecía sincronizado con sus pensamientos, con sus dudas. Los guardias lo escoltaban sin una palabra, sus presencias imponentes y deshumanizadas le recordaban que él, el mejor agente de este laboratorio, el hombre que había sido admirado por su capacidad de resolver los casos más complejos, ahora era solo otro prisionero en un juego que no entendía.
Los guardias lo guiaron hasta el ascensor con su marcha regular. Ninguno de ellos giraba la cabeza, ni para mirar a Gómez ni para verificar su entorno. Todo estaba bajo control. Todo el trayecto había sido planeado por las cámaras que acechaban sus movimientos. La inteligencia artificial del laboratorio había tomado el control de la situación.
El ascensor que usó el agente Gómez estaba situado al final del pasillo y era el único reservado para el uso exclusivo del personal de los pisos inferiores, consistía de un cilindro de metal pulido que se extendía hasta los niveles más profundos del laboratorio. Su superficie reflectante y carente de imperfecciones proyectaba una imagen distorsionada de los guardias y de Gómez, alineados frente a la puerta. No había botones visibles, ni pantallas. Todo el sistema estaba automatizado, controlado por la IA del laboratorio. Al entrar, Abel notó la frialdad en el aire, un cambio casi imperceptible en la temperatura, como si el ascensor en sí mismo fuera una extensión de los pisos inferiores: frío, mecánico, inhumano. Los guardias entraron en formación, escoltando a Gómez hacia el centro del ascensor, que se selló de inmediato una vez todos estuvieron dentro.
El interior del ascensor era una cápsula espaciosa y funcional, diseñada principalmente para transportar los nuevos equipos hacia los niveles más profundos del complejo. Su amplitud sorprendía, dando una sensación de libertad en lugar de la típica claustrofobia que se experimentaba en estos espacios cerrados. Las paredes estaban hechas de un metal sucio y gastado por el transporte de equipamiento pesado, el cual refleja pobremente la luz suave que emergía de delgadas hendiduras en el techo.
El ascensor carecía de botones o controles visibles. No había necesidad de ellos. Todo estaba gestionado por la inteligencia artificial central del complejo, una entidad omnipresente que monitoreaba cada movimiento del personal, anticipando sus deseos y necesidades. La IA sabía a qué piso cada individuo debía ir en función de su rango, su actividad reciente, o incluso su estado emocional. Las desviaciones del itinerario habitual se gestionaban de manera casi imperceptible; si alguien quería cambiar su destino, bastaba con murmurar el número del piso en un susurro. La IA captaba incluso los sonidos más débiles, procesando rápidamente las peticiones y ajustando el trayecto en milisegundos.
Este sistema no solo coordinaba la logística dentro del laboratorio, sino que también entendía la rutina diaria de cada operario. Sabía cuándo alguien acababa de comer y estaba en camino a los baños, cuándo necesitaba un descanso para relajarse en las áreas de recreación, o cuándo requería dirigirse a su estación de trabajo. Era tan preciso que tras finalizar la capacitación de los nuevos reclutas, la IA podía prever con asombrosa exactitud los movimientos del personal, solo observando la postura corporal y considerando la hora del día. Esto era fabuloso para obtener datos y poder tomar decisiones, cambiando el horario del personal para evitar que un sector del laboratorio quedará desatendido.
El ascensor descendía suavemente, casi sin sensación de movimiento. Un leve zumbido era lo único que indicaba que estaban en marcha. Mientras descendían, las luces del interior se oscurecieron levemente, lo suficiente para notar el cambio de ambiente a medida que se acercaban a los pisos más influenciados por eventos paranormales. Antiguamente, en el subsuelo del laboratorio 32, se realizaban los experimentos más peligrosos y secretos. Pero en los últimos tiempos se había convertido en un lugar reservado para aquellos que habían cruzado hacia “el otro mundo” y regresado. El reingreso a la sociedad de los exploradores no podía realizarse de forma brusca, ni ocasional. Primero debían hacerse una serie de estudios hasta que se asegurara que no portaban ninguna amenaza, física o mental.
El ascensor continuó su descenso durante varios segundos. A medida que se aproximaban a los niveles más bajos, las vibraciones sutiles en las paredes metálicas parecían sugerir que algo más estaba ocurriendo en los pisos inferiores. Finalmente, el ascensor se detuvo con un ligero temblor y las puertas se abrieron, revelando un largo pasillo que se extendía hacia la oscuridad.
—Subsuelo, piso 4, destino final —Se anunció en una voz automatizada, fría y sin emoción, apenas audible sobre el suave zumbido de la maquinaria.
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El piso del subsuelo era de un metal oscuro, recubierto por una fina capa de algún material resistente que parecía absorber el sonido de las pisadas. Las paredes estaban recubiertas por paneles de vidrio que dejaban ver las instalaciones al otro lado. En el interior de estas habitaciones se encontraban diversas cámaras de contención con criaturas de distintas formas y tamaños. Un rugido grave y sordo resonaba desde una de las celdas, mientras una sombra enorme se movía detrás del vidrio. No había detalles visibles de lo que habitaba en esa celda, pero era evidente que lo que fuera, requería un confinamiento extremo.
A medida que avanzaban por el pasillo, Gómez notó que las celdas se multiplicaban a ambos lados, como si el lugar estuviera dedicado más al almacenamiento de esas criaturas que a su estudio. Este piso no era un centro de investigaciones en el sentido tradicional, sino más bien un depósito improvisado, un lugar en el que se había acumulado lo que nadie estaba dispuesto a estudiar, ya sea por qué eran criaturas demasiado comunes o su valor aparente era muy bajo. Aunque alguna vez el complejo había tenido un propósito más definido, en los últimos tiempos este piso había sido adaptado de manera apresurada para contener lo que fuera que traían los exploradores. Las cámaras de contención, distribuidas sin mucho orden, eran una solución temporal a un problema creciente: La falta de científicos suficientes para analizar a las nuevas y no tan nuevas criaturas.
El cuello de botella era evidente. Los exploradores traían más entidades de las que los equipos de investigación podían manejar. Como resultado, muchas de esas criaturas permanecían encerradas durante largos periodos de tiempo, sin ser examinadas, como piezas olvidadas en este almacén polvoriento. Las celdas eran muy seguras, pero daban una sensación de descuido y suciedad, como si el laboratorio hubiera perdido el control sobre su propio propósito. Incluso alguna de ellas contenían especímenes muertos que nadie se molestaba en retirar.
Gómez observaba con desprecio a las criaturas atrapadas tras las paredes de las celdas transparentes, cada una más grotesca que la anterior. Ninguna representaba un peligro real, pero las jaulas seguían llenándose de especímenes insignificantes que los novatos traían sin criterio alguno. El sistema estaba armado para que a la larga los novatos fueran aprendiendo que era bueno y que era malo, el problema era que era más barato dejarlas encerradas que devolverlas al otro mundo, por lo que una vez que un novato cometía un error de juicio no había otra que almacenarlas hasta su muerte. Era evidente que aquellos que recién se aventuraban en las incursiones se emocionaban con cualquier cosa que pareciera mínimamente anómala, ignorando que la mayoría de esas porquerías ya habían sido estudiadas hasta el hartazgo. Hace mucho tiempo, los científicos habían aprendido a ignorar esos especímenes. ¿Qué sentido tenía dedicar tiempo a criaturas que no revelaban ningún secreto nuevo tras repetidas investigaciones?
Sin embargo, todo cambiaba cuando aparecía algo realmente valioso. Los científicos, que antes parecían desinteresados, se transformaban en verdaderos depredadores, peleando entre ellos por la oportunidad de estudiar un espécimen exótico y desconocido. Era en esos momentos cuando el laboratorio cobraba vida, cuando el verdadero propósito de este lugar emergía: descubrir lo que aún no se había revelado. Pero mientras tanto, el resto de las criaturas quedaban relegadas a morir en sus confinamientos o ser usadas como sujetos de prueba improvisados.
Para Gómez, la constante llegada de esos entes mediocres solo demostraba la ineficacia del nuevo sistema. Sería mejor darle el control a la inteligencia artificial y sacar a los inútiles, pero eso está prohibido. Había un cupo humano y si no se respetaba la sociedad no compraba tus productos y eso era muy malo para el negocio. A nadie le gustaba una compañía hecha por y para robots, la gente se emocionaba con los descubrimientos de un científico loco y eso era muy importante para los inversores que pagaban toda esta fiesta. Además, en el campo paranormal darle el control a una IA en las investigaciones no estandarizadas era sinónimo de tragedia, la tecnología no era confiable y podía terminar volviéndose tu enemiga muy rápidamente. Eso frenó todo, en estos tiempos los humanos eran hipermegadependientes de la tecnología, la gran mayoría de la población no sabía manejar un lápiz, ni mucho menos hacer una cuenta sin dispositivos. En cuanto lograr hablar idiomas extranjeros, eso era algo reservado para académicos, el 99% de la población usaba dispositivos de traducción automática que frenaron cualquier sueño antiguo de establecer un idioma común a la humanidad. Por eso lo paranormal era tan exótico para las masas, hace tiempo la humanidad había dominado y entendió los secretos del universo. Pero el “otro mundo” traía nuevos descubrimientos y nuevos desafíos en donde la humanidad debía reinventarse para superarlos. “Descubre lo desconocido con la valentía de nuestros ancestros.” - Esa idea era una máquina de imprimir dinero.
Gómez observaba los contenedores con una mezcla de asco y agotamiento. El aire estaba cargado de un hedor insoportable: cadáveres en descomposición, excremento y algo más, una esencia indescriptible que impregnaba todo el piso. Los ruidos de las criaturas llenaban el ambiente, ensordeciendo a quienes pasaban cerca. Algunas de ellas tenían formas vagamente humanoides, pero sus extremidades largas y deformes, junto con proporciones absurdas, hacían que cada uno de sus movimientos provocara un rechazo visceral, casi imposible de ignorar. Eran parodias grotescas de lo que alguna vez fue la figura humana, como si algo o alguien hubiera intentado recrear la humanidad, pero hubiera fallado de manera desastrosa. Estas deformidades eran el resultado de lo que les sucedía a los exploradores que se perdían en el “otro mundo”, una advertencia siniestra y deliberada que el jefe de los exploradores dejaba para asustar a los nuevos novatos.
Algunas de las entidades eran aún más difíciles de clasificar; adoptaban formas amorfas, como masas que se retorcían en un movimiento perpetuo, mientras otras tenían cuerpos insectoides con exoesqueletos que relucían bajo la fría luz artificial del laboratorio. Muchas de ellas se limitaban a moverse lentamente dentro de sus jaulas, pero había otras que luchaban con desesperación cada vez que alguien pasaba por el pasillo infernal. Sin embargo, la mayoría había cedido a la resignación, aceptando su trágico destino. Miraban a cada persona que cruzaba con una expresión vacía y deprimida, como si el arrepentimiento de haberse dejado atrapar estuviera grabado en sus ojos. Gómez no podía evitar preguntarse cuánto tiempo llevaban allí, encerradas, sin propósito, sin que nadie se molestara en comprenderlas. Este nivel del laboratorio se había convertido en un limbo para esas criaturas, un lugar de espera interminable hasta que los científicos decidieran, por capricho o curiosidad, examinarlas, estudiarlas y, finalmente, ejecutarlas.
A lo largo del techo, pequeños drones flotaban silenciosamente, observando cada rincón del lugar. Estos dispositivos esféricos no solo eran cámaras especializadas para ver a las criaturas confinadas, sino que también estaban equipados con mecanismos de contención y neutralización en caso de emergencia. Nada escapaba de su vigilancia.
Más adelante, el agente y sus escoltas llegaron a una intersección en el pasillo. Un cartel digital indicaba las áreas del laboratorio: “Nivel C - Investigación Biológica y Análisis de enfermedades” A la izquierda, las palabras “Centro de Exploradores” parpadeaban en rojo.
Gómez fue guiado hacia la derecha, por un corredor que se estrechaba ligeramente, mientras las luces en el techo brillaban con un tono más frío. Las celdas de contención de las criaturas quedaron atrás, pero el ambiente no se tornaba menos tenso. El pasillo estaba lleno de puertas pequeñas, pero mucho más reforzadas que las puertas de los pisos superiores. Los sonidos que surgían de algunas de esas salas eran confusos, como susurros mezclados con el crujido del metal. No había cristales en esta sección, nada que permitiera ver lo que ocurría dentro de esos cuartos. Todo estaba completamente sellado.
Finalmente, llegaron a una puerta más grande que las demás, adornada solo por un panel de seguridad que emitía un leve brillo azulado bajo el lema de: “Exámenes Parasitarios”. Los guardias se detuvieron frente a la puerta y, de nuevo, esperaron a que la inteligencia artificial la abriera. Esta vez la inteligencia artificial demoró unos minutos, mostrando que el tiempo dé respuesta en los pisos inferiores tenía un leve retraso con respecto a los pisos superiores.
Tras la espera, las puertas se deslizaron hacia los lados, revelando una sala de aspecto clínico. Era amplia, con paredes de losas blancas, lisas y sin adornos. En el centro de la habitación se encontraba un sillón, el cual era muy antiguo y lucía como aquellos que se veían en las consultas de psicólogos. Su color era un tono pastel deslavado, una elección anacrónica que contrastaba con el ambiente tecnológicamente avanzado del laboratorio.