Mientras caminaba por los pasillos del laboratorio, Gómez no podía dejar de pensar en la copia digital del libro que ahora tenía en su poder. ¿Realmente no había nada extraño en su contenido? Lo dudaba. La forma en que Jonathan había manejado todo esto lo hacía pensar que había algo más oculto, algo que no había sido descubierto por los otros agentes. Este libro debía ser la clave para terminar de armar este rompecabezas.
Llegó al ascensor y se dirigió al piso de recursos humanos. Mientras las puertas del ascensor se cerraban frente a él, sus pensamientos volvían una y otra vez al consejo de Marcus: “Madura, cásate y arma una familia de verdad” Era fácil decirlo, pero difícil imaginarlo después de todo lo que había visto y hecho. Gómez entendía que debía irse del laboratorio, pero como rearmar su vida tras irse le era un misterio.
La frialdad de las paredes metálicas y el leve zumbido del ascensor lo envolvieron mientras comenzaba a ascender hacia los niveles más altos del edificio. Sabía que su futuro en la fundación estaba sellado, pero aún tenía que hacer las cosas correctamente, dar el último paso y formalizar su renuncia. No es que quisiera, pero tampoco veía otra opción realista. No después de todo lo que había pasado el día de hoy.
Gómez salió del ascensor y al abrirse las puertas lo primero que sintió fue el aire ligeramente perfumado de los pisos superiores. La diferencia con los niveles inferiores era abrumadora. Aquí, el ambiente era un oasis de calma y bienestar que contrastaba radicalmente con el caos y tensión que dominaban los verdaderos laboratorios. Los trabajadores caminaban con pasos adormilados, enfocados en sus propios pensamientos, ajenos a cualquier preocupación externa.
Gómez observó a las personas a su alrededor, sintiendo una desconexión brutal. Mientras él cargaba con una serie de dilemas, angustias y una sensación creciente de que todo se venía abajo, estos empleados se movían como si vivieran en otro mundo. Se sentaban en sus escritorios, inmersos en hologramas y pantallas interactivas, hablando de proyectos aparentemente triviales o discutiendo los eventos más recientes de sus vidas personales con una indiferencia aplastante. No había lugar para el peso de su oscura realidad. Una música suave flotaba en el aire como una distracción perpetua, una anestesia emocional que mantenía a todos en un estado de satisfacción continua.
Intentó captar la atención de alguien mientras se dirigía hacia la terminal más cercana. Pero nadie le devolvía la mirada. Nadie parecía dispuesto a romper su pequeña burbuja de seguridad para interactuar con él. Estaba solo, completamente solo en medio de esta multitud que ni siquiera se percataba de su existencia. Aún peor eran los que lo hacían, puesto que estos lo ignoraban deliberadamente; en sus mentes las cosas eran claras: El viejo agente Gómez ya no pertenecía a este laboratorio.
Finalmente, llegó a una de las terminales de información dispersas a lo largo del pasillo. La superficie de cristal emitió un leve resplandor azulado al reconocer su proximidad, activándose con un alegre campanilleo. Entonces, el holograma de la inteligencia artificial del laboratorio se proyectó frente a él, tomando la forma de una figura humanoide con líneas coloridas y brillantes, acompañadas por un rostro que no mostraba ni la más mínima emoción. En principio, esta IA no estaba diseñada para transmitir un aura de eficiencia y neutralidad, más bien solía dar lugar a la empatía y el reconocimiento humano. Sin embargo, el sistema ya lo tenía catalogado como un hombre a reemplazar y la actitud fría de la IA delataba la opinión de los de arriba.
El holograma se terminó de materializar en una forma completamente familiar: Una niña de aspecto juvenil con una mirada ausente congelada en su rostro. Su apariencia recordaba vagamente a los ídolos musicales de moda entre los jóvenes, pero con un toque exagerado, casi caricaturesco. Vestía una falda corta de tonos pastel, de esos que mezclaban el rosa pálido con el celeste, complementada con medias largas que subían hasta el muslo, rematadas con lazos blancos perfectamente alineados. Su blusa, de un blanco inmaculado, tenía detalles de encaje en los puños y en el cuello, pero lo que más llamaba la atención era el enorme moño que llevaba en el pecho, como si estuviera lista para protagonizar algún tipo de espectáculo llamativo, distante de la frialdad que transmitía su actitud.
Sus ojos, amplios y brillantes, parecían diseñados para inspirar simpatía y confianza, pero la total falta de vida en su mirada la hacía más perturbadora que amigable. Había algo inherentemente inquietante en esa figura alegre, casi una parodia de lo que se suponía que debía ser cálido y humano. Los mechones de cabello, perfectamente peinados en una cascada de rizos rubios, enmarcaban su rostro en un contraste extraño con la inexpresividad que mantenía.
Gómez le tenía un especial cariño a esta niña, puesto que la misma había sido la “personificación” de la IA durante décadas. Probablemente diseñada por el diseñador de estas instalaciones, el cual pensó que una figura infantil y encantadora facilitaría la interacción con los nuevos reclutas. El diseño, claramente inspirado en una idealización juvenil, no tenía nada de casual. La blusa con bordes de encaje, la falda corta que giraba con cada movimiento de la figura proyectada, y los detalles en la vestimenta buscaban evocar algo familiar, casi inocente. Sin embargo, con el tiempo, Gómez se había dado cuenta de lo contrario: no había nada inocente en esa creación.
—Bienvenido, agente Gómez —Saludó la IA, su tono frío y mecánico, casi irritante en su precisión— Han pasado cuatro horas desde que se le informó de su suspensión. Debe abandonar las instalaciones antes de que transcurran las 24 horas establecidas.
Gómez podría haber hecho todo esto sin necesidad de usar una terminal, con un simple murmullo bastaría para que el sistema entendiera sus intenciones. Sin embargo, este momento requería algo más tradicional. No solo estaba tramitando su renuncia, estaba cerrando un ciclo importante de su vida, y quería hacerlo con un cierto aire de ritual. Era como si al hacerlo de la forma más antigua posible pudiera aferrarse a los últimos retazos de su carrera.
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—Estoy aquí para tramitar mi renuncia —Manifestó el agente, su voz cargada de resignación, pero también de una inquebrantable determinación. Sabía que no había vuelta atrás, pero decirlo en voz alta lo hacía más real, más definitivo.
La IA hizo una pausa. Apenas duró un milisegundo, pero para Gómez fue suficiente para notar ese ínfimo lapso que, en una máquina, casi parecía una vacilación. Claro, no lo era. Solo era el tiempo necesario para que el sistema procesara la información y activara las órdenes correspondientes.
—Su renuncia debe ser formalizada en la sala de reuniones de este piso—Respondió la IA, su tono permaneciendo inalterable— El contrato de indemnización correspondiente a sus logros profesionales ya ha sido generado. Proceda a la sala para firmar los documentos. Gómez dejó escapar un largo suspiro, cerrando los ojos por un instante. Todo era tan frío, tan mecánico. No había espacio para la humanidad, ni siquiera en un acto tan definitivo como su renuncia. Para la fundación era solo otro proceso más, un trámite que debía completarse, una tarea que se tacharía de alguna lista interminable de procedimientos. Sin embargo, para él, aquello significaba el fin de una era. No podía evitar sentir el peso del momento, aunque la IA no mostrara el más mínimo signo de comprensión.
Cuando abrió los ojos, ya dispuesto a continuar con el trámite, notó algo extraño en el holograma. Se detuvo en seco, sin entender del todo lo que veía al principio. El holograma que tenía frente a él no era el habitual. Históricamente, la IA de este laboratorio siempre había adoptado la forma de una niña alegre. Pero lo que tenía frente a él ahora era una figura completamente diferente.
En lugar de la usual niña sonriente, la inteligencia artificial había adoptado la apariencia de un anciano caricaturesco. La figura era surrealista, como si un viejo loco de los primeros cómics hubiera salido directamente de una tira cómica para saludarle. Llevaba un traje blanco exageradamente raro, asimilándose al que usaría un lunático en la antigüedad, y apoyaba todo su peso en un bastón retorcido. Sus gestos eran teatrales, casi exagerados, como si quisiera atraer la atención de cualquiera que lo viera. A pesar de la naturaleza caricaturesca de la figura, había algo inquietante en la elección de esa nueva “personalización”.
—¿Qué demonios es esto? —Murmuró Gómez, incrédulo. No recordaba haber visto jamás esa versión de la IA en todo el tiempo que había trabajado en este lugar.
De repente, un recuerdo lo golpeó. El director seguía de vacaciones, lo que significaba que alguien más estaba jugando con las configuraciones de la IA, quizá como una broma de mal gusto. No había otra explicación. Sin embargo, lo más perturbador no era la figura en sí, sino lo que representaba. Esa imagen del anciano lunático, tan ridícula y fuera de lugar, parecía un reflejo perfecto de lo que él mismo estaba viviendo. Era como si el sistema le estuviera enviando un mensaje subliminal: “Es hora de jubilarse, viejo. Se está volviendo loco de tanto trabajar.”
Gómez frunció el ceño, irritado. Sabía que su tiempo en la fundación estaba llegando a su fin, pero que la inteligencia artificial le proyectara esa figura era casi insultante.
—Qué idiotas… —Largó en voz baja, más para sí mismo que para la IA— ¿Quién de todos los que me odia habrá sido?
El holograma le devolvió un gesto de burla y repitió su mensaje con un tono anciano:
—Proceda a la sala asignada para completar el trámite, mi estimado Alfonso.
A pesar de las risitas del personal administrativo que acompañaron la burla, Gómez no pudo sentir más que cansancio. No había lugar para el enojo en su estado de ánimo actual. Estaba agotado, tanto física como mentalmente. Todo en este lugar le recordaba lo mucho que había envejecido, lo lejos que había quedado de aquella versión joven y entusiasta de sí mismo que alguna vez había caminado por estos pasillos con un propósito claro en mente.
Los empleados más jóvenes, apenas unas caras sin nombre para él, lo miraban con una mezcla de lástima y desdén. Era un dinosaurio en extinción, un testimonio vivo de una era que había pasado, y su inminente retiro no era más que un motivo de celebración para ellos. Su presencia allí ya no tenía ningún peso, solo una despedida burlona para un hombre que había servido por más años de los que prefería contar.
“Bien que trabajan cuando se trata de burlarse de los veteranos, pero no mueven un dedo para mejorar el prestigio de esta fundación”, pensó el agente con amargura, mientras se dirigía lentamente hacia la sala de reuniones. El eco de sus pasos resonaba en los pasillos, un sonido hueco y distante que se mezclaba con las risitas y murmullos de los empleados. A medida que avanzaba, el andar de la IA, proyectada en una figura anciana y encorvada, lo seguía a su lado, como un padre que acompañaba a su hijo hacia el final de los días. La figura holográfica caminaba con lentitud, apoyándose en un bastón que hacía un leve clic con cada paso, imitando el andar de un anciano debilucho y cansado. A pesar de su apariencia desgastada, el holograma proyectaba una sonrisa alegre, como si buscara transmitir algo de su calma a Gómez.
Gómez no era un anciano, pero este trabajo lo había destrozado. A cada paso que daba, sentía el peso de los años acumulándose más y más. No solo en su cuerpo, que ya no respondía como antes, sino también en su mente, llena de recuerdos que se sentían tan antiguos como el edificio en donde había trabajado toda su vida. Recordaba rostros de compañeros que hacía tiempo se habían retirado o, peor aún, se habían perdido en el camino. Algunos habían sucumbido a la presión de trabajar en este entorno. Otros simplemente habían desaparecido en la marea del tiempo, olvidados por todos menos por él.
El anciano holográfico a su lado era un reflejo dolorosamente certero de lo que él mismo sentía. Había pasado demasiado tiempo en este lugar, había visto demasiadas cosas que ya no podía borrar. A pesar de que una parte de él se aferraba aún a la idea de quedarse, sabía que su tiempo había llegado a su fin.
Al avanzar, Gómez sintió que el eco de sus propios pasos se desvanecía, como si ya no perteneciera a ese lugar. Los empleados más jóvenes seguían pasando a su alrededor, algunos lo miraban de reojo, pero ninguno se detenía para despedirse. Sabían quién era, por supuesto, pero su tiempo ya no les concernía. Su trabajo había terminado. Era una sombra que se desvanecería al salir el sol del siguiente día.