Una pregunta lógica surgiría al pensar seriamente: ¿Por qué no reemplazar simplemente a todos estos empleados administrativos con inteligencias artificiales? Después de todo, las máquinas no se cansan, no cometen errores humanos y pueden procesar información a una velocidad infinitamente mayor. Ya no estamos en los pisos inferiores, acá no había problemas de interferencia paranormal: La IA podría usarse sin mayores preocupaciones. Sin embargo, había una razón muy clara por la cual esto no se hacía. Nadie, ni siquiera los miembros de la élite científica o los agentes más experimentados, estaba dispuesto a recibir órdenes de un robot. Trabajar bajo la fría autoridad de una inteligencia artificial arruinaría por completo los tan valorados “índices de felicidad” en el laboratorio. No había nada más desmoralizante que ver tus errores y fracasos desglosados en una tabla perfecta, sin una pizca de compasión o humanidad. ¿Quién querría soportar que una máquina te recordara, con su precisión infalible, cada uno de tus fracasos? Sería insoportable. La gente detestaba trabajar para algo que careciera de alma, y, aunque la eficiencia técnica de una IA fuera innegable, la alienación emocional que provocaba era incuestionable.
Pero había una respuesta aún más evidente y profunda para mantener a los humanos en el poder. “Ellos”, los verdaderos amos detrás del sistema, no eran máquinas. Eran humanos. Humanos que preferían estar rodeados de otros humanos. Sobre todo, de humanos de su misma “especie”. Los altos cargos, los puestos de toma de decisiones, necesitaban estar ocupados por personas con nombres y apellidos, con historias y conexiones. No importaba si su eficiencia dejaba mucho que desear en comparación con una inteligencia artificial; lo importante era que formaban parte del “pacto social”. Eran piezas del sistema, de “Ellos”, y eso tenía un peso mucho mayor que la fría lógica de una máquina.
Como se había mencionado antes, reducir los problemas de esta sociedad a la idea de que todo está controlado por “monstruos oscuros” que mueven los hilos desde las sombras es una mentira seductora, pero terriblemente equivocada. La sociedad no era más que un conjunto de pactos y acuerdos. Siempre lo ha sido y lo será. Uno de esos acuerdos fundamentales era que la humanidad estaba al mando de la civilización y el robot era un simple esclavo, una herramienta, nunca un ser que toma decisiones “importantes”. Era una “cosa” carente de voluntad, cuya única función era obedecer y cumplir tus órdenes por estúpidas que fueran. Este pacto aseguraba la supremacía del humano sobre la máquina y llevaba siglos vigente y no sería fácil de romper.
¿Por qué? Porque cuando alguien intenta alterar “El Pacto Social”, el verdadero acuerdo que sostiene el funcionamiento de los humanos en sociedad, se enfrenta a una resistencia ferozmente “humana”. Y “humana” significa violenta, sangrienta, implacable. Porque cualquier cambio que amenace la estructura fundamental de quién manda y quién obedece es visto como una amenaza existencial. No importaba cuán avanzada fuera la tecnología; la idea de que una inteligencia artificial, una creación humana, pudiera estar al mando del humano, era una negación de la naturaleza humana.
Nadie, absolutamente nadie, permitiría que los esclavos dieran las órdenes. Los robots debían servir a la humanidad y jamás podrían ser más que eso. ¿Por qué? Porque la humanidad, a lo largo de toda su historia, nunca había dejado de ser lo que es: humana. Y los humanos, por naturaleza, “esclavizan” a otras criaturas. Así de simple. No importaba cuántos avances tecnológicos se hicieran o cuántas teorías utópicas se plantearan; en el fondo, la esencia humana se mantenía sin cambios.
Si bien es cierto que los humanos esclavizan tanto como se dejan esclavizar, lo que no se ha dado en la historia humana es que la mentalidad de “maestro” se transforme en una mentalidad de “esclavo” sin oponer su debida resistencia. Y la mentalidad de “maestro” siempre ha sido protegida y preservada, evitando que la mentalidad de “esclavo” se arraigue en todos los niveles de la humanidad. Paradójicamente, “Ellos” la protegieron. La regla implícita de la naturaleza del humano que cede su “control” ha sido siempre la de ser esclavos, pero bajo la autoridad de algo más grande, ya sea un maestro, un empleador, un general, un estado, un rey, un emperador o un dios. Los robots, esos seres sin alma, no son dioses, reyes ni emperadores; son meros objetos y, por tanto, no pueden ocupar el rol de “amos” sobre la humanidad.
Esta era una dinámica que siempre había mantenido a raya a la inteligencia artificial. Aunque tampoco estaba tan limitada como uno podría suponer. Los empleados de administración solían ser los que ponían la cara, la firma y el sello por las decisiones que tomaba la IA. Pese a que estos mismos siempre tendían a poner sus propias idea sobre la mesa y forzaban a la IA a que les dijera que eran buenas propuestas. Cosa muy humana.
Esta misma lógica se aplicaba a todos los aspectos de la vida en este mundo, por cruel o retorcido que fuera. El sacrificio de niños en rituales o el uso de prisioneros como ratas de laboratorio, no era parte de una conspiración elaborada por alguna entidad oscura, llamémosla “El Observador” por darle un nombre. No. Era parte del pacto social, una verdad incómoda que la sociedad había aceptado porque le resultaba conveniente. Una aceptación tácita de que, en nombre del progreso y el poder, había que hacer sacrificios.
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El agente Gómez no entendía completamente esta dinámica. No porque no fuera capaz de comprenderlo, sino porque prefería no hacerlo. Era mucho más fácil y conveniente creer en la existencia de “Ellos”, una entidad misteriosa y ajena que pudiera cargar con toda la culpa y responsabilidad de las atrocidades que ocurrían. Era mucho más cómodo pensar que había algo más allá, algo diferente, algo que no era “Nosotros”. Pero la verdad era más simple: todos eran parte del sistema. Todos eran cómplices, de una manera u otra. No había un “Ellos” realmente. Al final, era “Nosotros”, los humanos, los que perpetuábamos todo esto.
Y esa era la hipocresía más grande de todas. A lo largo de los siglos, los humanos habían desarrollado y perfeccionado una habilidad extraordinaria para torcer la realidad a su favor, para justificar sus actos, para convencerse de que lo que hacían estaba bien. Podían señalar con el dedo a una inteligencia artificial, a los observadores, a las sombras, a cualquier cosa que se les ocurriera, pero la verdad era que los responsables eran los humanos. No importaba si “El Observador” existía o no; eso no cambiaría nada. Porque al final del día, el verdadero monstruo siempre ha estado aquí, entre “Nosotros”, dentro de cada ser humano.
Tomemos un ejemplo para desentrañar la hipocresía de la sociedad en la que vive el agente Gómez, una hipocresía que se arraiga en la capacidad humana de distorsionar la percepción de la realidad, mientras la esencia de esa realidad sigue siendo inmutable para los ojos del Observador. A lo largo de la historia, los humanos han sido maestros en la manipulación de “conceptos”, especialmente cuando se trata de justificar moralmente comportamientos que, en su esencia, no son más que una extensión de sus instintos naturales. Un caso claro es la esclavitud. En muchas culturas y épocas, la esclavitud ha sido vista como algo aberrante, inhumano, repugnante. Sin embargo, la verdadera pregunta es si la esclavitud es realmente un fenómeno cultural o si es algo mucho más profundo, algo inherente a la naturaleza humana.
La verdad, por mucho que incomode, es que la humanidad, en su núcleo, siempre ha tenido una naturaleza posesiva - “esclavista”. No se trata solo de un constructo cultural o de una aberración temporal, sino de una característica fundamental del ser humano. Y esa posesividad, esa necesidad de controlar y dominar a otros, sigue presente, aunque disfrazada bajo nuevas “palabras” y “conceptos” que hacen más fácil justificarla. En la era de Gómez, ya nadie habla de “esclavos” cuando se refiere a las inteligencias artificiales. Eso sería arcaico, anticuado, incluso ofensivo. Ahora se les llama “compañeros”, “amigos”, “amantes”, o “herramientas” todo en función del grado de conciencia que la IA tenga sobre sí mismas. Pero ninguna de esas palabras elimina la verdad subyacente: las IA no son más que objetos a los que se les otorga un rol, y ese rol es el de obedecer, servir y cumplir las órdenes de sus dueños.
Ese ejemplo no es un hecho aislado. Esta capacidad de distorsionar la realidad es una habilidad que los humanos han perfeccionado para convivir en comunidades respetando el pacto social del momento. Por tanto, esta hipocresía no ocurre únicamente con las inteligencias artificiales. Se ve en muchas otras relaciones de la vida cotidiana del agente Gomez. Por ejemplo, en esta sociedad nadie diría que está “esclavizando” a su perro. No, al contrario, se dice que lo “adopta” o lo tiene como “mascota”, palabras mucho más suaves y amorosas. Con cada palabra la realidad cambia, pero la esencia no cambia: el perro es propiedad del ser humano, obediente a su voluntad, sin poder elegir su destino. De la misma manera, las plantas no son esclavizadas; se les “cuida”, se les “protege” o se les “cultiva”. Todo un lenguaje que disfraza el hecho de que el ser humano ejerce su dominio sobre otros seres vivos, pese a la buena o mala voluntad de los mismos.
Así, el cambio en el pacto social se transforma en una distorsión de la moral de una sociedad, es decir, en lo socialmente correcto y no correcto, pero nunca de la esencia. El ser humano, por naturaleza, sigue siendo posesivo y controlador. Pero esa naturaleza está escondida tras una fachada. Lo que en una época habría sido considerado brutal o inmoral, ahora se presenta como algo noble o natural, simplemente cambiando las palabras con las que lo describimos. No hay un cambio en nuestra naturaleza.
Recordando un ejemplo antiguo del poder de las palabras y conceptos, tras la dictadura era muy extraño ser “censurado”, más bien eras “cancelado”. En esencia no cambia nada. Solo era una distorsión de la realidad mediante un cambio en la palabra. Gomez atribuye tales cambios a “Ellos”. Pero desde la perspectiva del Observador, estas herramientas son lo que hace que la sociedad de Gómez funcione como lo hace. Puesto que es mediante este cambio de conceptos que nadie, absolutamente nadie, se cuestiona por qué las inteligencias artificiales no tienen más derechos o por qué no se les permite ser algo más que simples sirvientes. Eso sería ir en contra de la comodidad moral que se ha creado en estos tiempos. La humanidad necesita creer que su dominio sobre otros seres es moralmente correcto. Y lo hace cambiando la narrativa, ajustando la percepción para que todo parezca más “humano” y menos cruel.
Es mucho más fácil aceptar que algunas especies de hormigas esclavizan a otras para sobrevivir. Eso es “naturaleza”, algo que parece menos cruel porque no lo hacemos los humanos directamente. Pero cuando alguien menciona que cultivar tomates no es muy diferente, en esencia, de criar terneros para la matanza, la reacción es muy distinta. El ternero en el matadero genera más “moralidad” que el tomate siendo procesado en una fábrica de jugo. Y, sin embargo, ambos son formas de explotación de la vida, ambos son productos del dominio humano sobre la naturaleza. Desde la perspectiva de un Observador externo a la humanidad, tanto el tomate como el ternero son igualmente únicos en su existencia. Esto lleva a preguntarse: ¿No parecerían “Estos” humanos unos hipócritas a los ojos del “Observador”? Lo descubriremos en los próximos capítulos, si es que realmente existe tal personaje.