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El Umbral del Despertar (1)

El laboratorio 32 se encontraba en el corazón de lo que solía ser un complejo de oficinas desmantelado, ahora convertido en un gigantesco parque científico-industrial dedicado exclusivamente al estudio de lo paranormal. El laboratorio no era muy grande y se encontraba perdido entre la maraña de edificios que lo rodeaban, como si se tratase de una pequeña flor en una gigantesca jungla de metal y concreto. Desde el exterior solo se percibía otra pequeña torre de aspecto frío y funcional, desprovista de cualquier ornamentación innecesaria.

Dado el gran interés en lo paranormal el parque científico-industrial de Florida había crecido exponencialmente hasta abarcar varias hectáreas de tierra, aunque describir algo como “tierra” en este distante futuro era inexacto. El planeta Tierra ya no poseía tierra como la conocíamos. Lo que una vez fue una superficie rebosante de vida había sido transformada en una inmensa metrópolis global. Toda la superficie del planeta estaba cubierta por edificios, cables, fábricas y estructuras indefinibles que desafiaban lo comprensible. Los pocos árboles y vegetación que alguna vez existieron fueron desplazados a planetas distantes, protegidos en santuarios biológicos. El costo de este avance tecnológico fue que la biodiversidad de la Tierra estaba prácticamente extinta; salvo algunos remanentes que habían logrado evolucionar para adaptarse al nuevo ecosistema planetario, nada había sobrevivido al avance de la humanidad sobre la naturaleza.

El aire de esta colosal e interminable ciudad era irrespirable. La contaminación derivada de siglos de explotación industrial incontrolada había oscurecido el cielo al punto de hacerlo irreconocible. Las nubes naturales desaparecieron hacía tiempo, sustituidas por una impenetrable capa de toxinas, químicos y polvo radiactivo. Para los habitantes de la ciudad, los ciclos de día y noche era solo una proyección digital. Una ilusión que imitaba los cielos azules que alguna vez adornaron el horizonte, pero incluso esa simulación fallaba a menudo, dejando entrever la negrura contaminada que envolvía el planeta. Cada edificio, coche, y hogar estaba equipado con filtros de purificación del aire, indispensables para la supervivencia. Sin ellos, la muerte por asfixia o enfermedades respiratorias era segura.

En un futuro en el que la Tierra se había transformado en una única y colosal ciudad, Florida no era más que un antiguo barrio, un vestigio entre las titánicas expansiones urbanas. Los Estados Unidos, ahora un distrito indistinguible entre tantos, representaban solo una parte de la vasta urbe planetaria. Las naciones como las conocíamos habían dejado de existir, reemplazadas por áreas con normativas irrelevantes en la nueva estructura de la humanidad.

Por tal motivo, cuando nos referimos al periodo que las personas de estos tiempos conocen como “la dictadura”, no nos estamos refiriendo a un régimen autoritario en el sentido tradicional, como los que la Tierra había conocido en su historia antigua. Esto no era la dictadura de un solo país, era un proceso mucho más profundo, más vasto, que afectaba no solo a la Tierra, sino a los múltiples planetas de la red interplanetaria que la humanidad había tejido a lo largo de los siglos.

La expansión de la humanidad por el cosmos había llevado a la colonización de numerosos mundos, cada uno con su propia estructura de gobierno, su propio modelo de desarrollo, pero todos vinculados, de una u otra manera, a la influencia de la Tierra. Aunque la Tierra era ahora solo uno de los tantos planetas dominados por la humanidad, seguía siendo el núcleo de todo. Era el planeta más industrializado, el más poderoso, el más influyente, no solo en términos políticos, sino también militares, culturales y económicos. La Tierra seguía siendo el punto de referencia, el origen de todo lo que representaba la humanidad en el universo.

Cada ex-país en la Tierra mantenía su representación en forma de un representante político, un senador que supuestamente velaba por los intereses de su “distrito” y, por extensión, del planeta en general y de la humanidad en su conjunto. Sin embargo, esta imagen de poder y representatividad era un espejismo, una proyección de influencia que daba la Tierra dada su historia. No había un senado intergaláctico. Cada planeta tenía su propio “sistema”, con su propia forma de gobierno. No existía un líder de la humanidad. Cada mundo era independiente y tenía sus propias estructuras de poder independientes de la Tierra. A su vez, la Tierra nunca se había unido en una sola nación, más bien el concepto de nación se había esfumado hasta ser una sombra de lo que había sido.

A medida que los viajes interplanetarios se habían vuelto tan comunes como los viajes aéreos en tiempos antiguos, las distancias entre los mundos ya no eran una barrera. La humanidad había alcanzado una era en la que podías dar la vuelta al mundo en unos pocos minutos, tomar un café en Marte por la tarde y regresar a dormir a la Tierra por la noche. En este contexto, las divisiones políticas entre naciones, los antiguos “países”, habían perdido gran parte de su relevancia. Con la tecnología actual, las fronteras no tenían el mismo significado que alguna vez tuvieron, y las diferencias culturales entre los países se habían diluido dentro de los propios mundos. Pese a ello, aún existía una cultura de la Tierra y otra muy diferente en otros planetas como Marte, lo cual había llevado a generar una independencia entre planetas.

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No obstante, la Tierra seguía siendo la primera entre iguales, el lugar donde todo comenzaba. Y las políticas dictadas por el senado de la Tierra rápidamente se replicaban en otros planetas. Cualquier cambio social que tuviera lugar en el planeta madre, inevitablemente repercutía en el resto del imperio humano. Así se había dado lugar al periodo hoy conocido como “La dictadura”.

“La dictadura” no fue un fenómeno impuesto por la fuerza en un primer momento, más bien fue producto de un acuerdo social. Fue el resultado de años acumulados de desencanto generalizado con la “casta” política, aquellas personas que se habían “apoderado” de la humanidad mediante la democracia. Durante años, la corrupción, la incompetencia y la avaricia de los políticos habían erosionado la fe del pueblo en el sistema. El colapso de las instituciones democráticas había sido un evento reclamado por las masas. La gente, harta de promesas vacías y de una clase dirigente que solo buscaba enriquecerse con el trabajo ajeno, había comenzado a ver a los militares como los únicos capaces de restaurar el orden y progreso de la humanidad.

Y así, en un acto de desesperación colectiva, los ciudadanos de la Tierra comenzaron a tocar las puertas de los cuarteles militares. Les pidieron a gritos que tomaran el control, que pusieran fin al caos, que eliminaran a los corruptos y restauraran el equilibrio social. Los militares, siempre alertas al reclamo popular y con la disciplina que los caracterizaba, respondieron al llamado de las masas. Al principio, fue en un distrito, luego en otro, y luego en otro. La dictadura se extendió como un virus que prometía liberar a un pueblo oprimido por unos pocos que se pasaron de listos.

Lo que en un principio iba a ser un gobierno de transición se convirtió rápidamente en un régimen prolongado. Como suele ocurrir, aquellos que tomaron el poder no estaban dispuestos a soltarlo tan fácilmente. La transición prometida nunca llegó. En cambio, los militares consolidaron su control, estableciendo regímenes autoritarios en todo el imperio de la humanidad. Las dictaduras militares, que en su origen habían sido vistas como un mal necesario, pronto se revelaron como un mal mucho mayor del que se esperaba erradicar.

La dictadura ofrecía orden, sí, pero se pagaba con represión. La gente ya no sufría por la corrupción de los políticos, pero había pagado el precio perdiendo su libertad. Se había establecido un control férreo sobre la vida cotidiana. La vigilancia era constante. Cualquier disidencia era sofocada de inmediato. Las instituciones democráticas fueron desmanteladas y sustituidas por una estructura de poder basada en la fuerza, el control militar y la supresión de cualquier tipo de oposición.

En este contexto, nuestro protagonista oculto, “El Observador”, era una figura enigmática, pero crucial. Si bien la dictadura había sido un fenómeno político y social en la superficie, detrás de ella, moviéndose en las sombras, estaba esta entidad misteriosa. Como ya sabemos, con el tiempo, la dictadura fue desmoronándose, como todos los regímenes autoritarios lo hacen. No había sido derrocada por una revolución, ni por un movimiento popular. Más bien, había caído por su propio peso, por la ineficiencia que acompaña a todo sistema basado en el miedo y la represión. Los militares comenzaron a perder el control y, eventualmente, el poder se diluyó. Lo que una vez fue un dominio férreo sobre la humanidad se fue fragmentando hasta convertirse en una especie de sombra de lo que había sido.

Tras la caída del régimen autoritario, las “naciones privadas”, como se les llamaba a las megacorporaciones controladas por una sola familia, fueron las que tomaron el protagonismo. Ya sin una autoridad centralizada que exigiera coimas o favores, o un régimen autoritario que mirara a todas las negociaciones privadas con paranoia, el mercado se movía con una libertad que no había visto en milenios, y aquellos que habían sobrevivido a los cambios políticos prosperaron como nunca lo habían hecho antes. Estos poderes tenían toda la libertad que requerían para explorar este maravilloso universo que se les había presentado con la caída de la dictadura: “El otro mundo”.

El Observador, entonces, no solo había sido el arquitecto de la dictadura, sino también el responsable de su caída. Había logrado que el poder se fragmentara, que se diluyera hasta el punto de no ser más que una ilusión. Para la mayoría de la humanidad, la dictadura era solo un capítulo oscuro del pasado. Pero los que realmente entendían el juego del poder sabían que en este nuevo escenario nadie los controlaba. La humanidad nunca había sido tan libre, y eso era exactamente lo que el Observador había planeado. Solo en esa libertad sin precedentes, la humanidad podría explorar “el otro mundo” con una intensidad sin igual. Pero había un precio. En ese proceso, la humanidad perdió el respeto por lo desconocido, desafiando lo que antes temía. La barrera entre “nuestro mundo” y “el otro mundo” se volvía más delgada, más frágil, marcando un futuro incierto y peligroso.