Volviendo a la fundación. Los que ocupaban estos puestos representaban algo más que simples engranajes funcionales; representaban el éxito, el privilegio y la perpetuación de un sistema que favorecía a los de su clase. Era inadmisible que una inteligencia artificial, por eficiente que fuera, se quedara con los mejores cargos. ¿Cómo justificar entonces las largas y costosas redes de influencias que habían tejido durante generaciones? La sociedad valoraba el rostro humano, la imperfección humanizada que hacía que cada decisión, aunque a veces fuera absurda, se percibiera como más “auténtica”.
El sistema del mundo de Gomez, en su defecto, no estaba diseñado para ser eficiente, sino para ser estable, para mantener las cosas como estaban. Como siempre ocurrió en la historia de la humanidad. Y eso solo se podía lograr con humanos en el poder, humanos que garantizaran que el pastel se repartiera de manera desigual, pero con un rostro familiar. Alguien con quien se pudiera hablar, negociar o, en el peor de los casos, culpar. Dejar el control total en manos de una inteligencia artificial sería visto como una traición a los principios más profundos del sistema, y eso era algo que ni los mismos “Ellos” estaban dispuestos a permitir.
Como todo buen agente, Gómez no podía evitar preguntarse si todo este despliegue de hedonismo desenfrenado no era más que una distracción, una fachada para encubrir la verdadera naturaleza de la fundación y lo que ocurría a unas pocas cuadras de este complejo. Resultaba difícil no hacerlo. Hace apenas unos minutos, nuestro protagonista había matado a un hombre y a solo unos metros de distancia un grupo de drogados flotaba entre las nubes. Mientras la sangre de Thomas Smith se escurría por el drenaje de la ducha, la salsa de unos deliciosos mejillones chorreaba por el cuerpo de aquel otro glotón. Mientras nuestro agente pensaba en cómo salvar todo el laboratorio de una inminente catástrofe, aquel otro hombre se entretenía con la idea de arrastrar a ese nuevo recluta hacia los baños de la fundación. Y para colmo, lo estaba logrando.
La paciencia de Gómez se estaba quebrando ante el choque cultural de su mundo con este “otro mundo”. Sin embargo, recordó el buen consejo de su amigo Jonathan: sonreír como un idiota, caminar hacia adelante y seguir ideando una excusa convincente. Así lo hacía, con una mueca forzada, manteniendo el paso firme, aunque la furia y el asco ardían bajo su piel.
El “nuevo orden” que se había instaurado en la sociedad no dejaba espacio para la seriedad tradicional. Había muy pocos lugares que aún mantenían ese aire de solemnidad. Entre ellos, las escuelas elitistas como la que alguna vez había estado Thomas Smith, los laboratorios paranormales, centro militares y ciertas instituciones como la policía o algunos hospitales, seguían aferrados a la idea de que el trabajo era algo que debía tomarse con seriedad, con rigidez y disciplina. Pero esa era una tendencia en extinción. La élite se estaba dando cuenta de que no era necesario tener tanta disciplina para tener una vida rodeada de lujos. El hedonismo estaba ganando la batalla y nuevamente el infinito péndulo de la moralidad humana tendía hacia el libertinaje.
Gómez continuó caminando por el pasillo, ya habiendo pasado el área de “placer” se encontró con varias oficinas donde la actividad se volvía más rutinaria. Al fin y al cabo, alguien debía trabajar, ¿o no? Vio a algunos empleados revisando datos de investigaciones, pero la mayoría parecía sumergido en tareas administrativas, sin ninguna urgencia aparente. El ambiente aquí se asemejaba más al de una oficina tradicional con ligeros toques que chocaban con esa idea. Por ejemplo, el aire estaba perfumado con un aroma sutil, una fragancia diseñada químicamente para calmar los nervios del personal que pasaba largas horas frente a sus terminales.
Al pasar por una pequeña cafetería en el centro del piso, Gómez no pudo evitar notar cómo algunas personas lo observaban de reojo. Sabían que él era un agente, no alguien que pertenecía a las áreas administrativas, y había una cierta distancia entre el personal de campo y el administrativo. Algunos lo miraban con una mezcla de curiosidad, pero la mayoría era de precaución. De hecho, más bien era de incomodidad, como si su presencia representara algo embarazoso o fuera de lugar en este entorno tan relajado.
Siguió avanzando, dejando las oficinas atrás y dirigiéndose hacia el extremo del pasillo. Allí, justo al final, se encontraba la sala de reuniones, un cubículo de vidrio opaco de aspecto minimalista que no dejaba entrever mucho desde el exterior. Gómez se detuvo frente a la puerta automática, la cual se abrió con un leve susurro al detectar su presencia. Entró en la sala, esperando encontrarse con Marcus o con alguien más que ya estuviera allí, pero para su sorpresa, estaba completamente vacía.
La sala de reuniones tenía un diseño elegante, con una larga mesa ovalada en el centro y sillas flotantes dispuestas a su alrededor. Las paredes, hechas de un vidrio polarizado, bloqueaban parcialmente la vista desde el exterior, brindando una sensación de privacidad. En el centro de la mesa, había un panel holográfico inactivo que probablemente se encendería una vez que la reunión comenzará. Gómez miró a su alrededor, suspirando ante la soledad de la sala.
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Decidió sentarse en una de las sillas cercanas, dejándose caer pesadamente. Aún sentía los efectos de la caminata por las escaleras, y la idea de quedarse quieto por un momento era más que bienvenida. Miró el reloj holográfico que se proyectaba en el aire frente a él. Sabía que la reunión sería larga y tediosa, pero lo que más le preocupaba era que el posible enfrentamiento con recursos humanos terminará en una investigación más sería de lo que en principio debería ser. Era un gran agente, no era común que se le llamará para este tipo de reuniones, y eso solo aumentaba su nerviosismo.
Pasaron varios minutos. La sala seguía vacía. El silencio de la habitación comenzó a hacerse más evidente, acompañado únicamente por el zumbido casi imperceptible de los sistemas de ventilación. Gómez tamborileó con los dedos sobre la mesa, impaciente, mientras su mirada se perdía en las luces tenues del techo. ¿Cuánto más tendría que esperar?
El silencio en la sala de reuniones se rompió abruptamente cuando Gómez escuchó risas y una conversación animada acercándose. Abrió la puerta para ver al científico malhumorado que lo había encarado en la salida del vestuario, pero ahora su actitud era completamente diferente. Con una expresión forzosamente jubilosa, el hombrecillo hablaba en tono jocoso con una mujer que podría ser cualquier cosa menos una monja. Parecía como si la rabia de Marcus hubiera sido reemplazada por una súbita amabilidad, una actuación casi teatral.
La mujer que acompañaba al pequeño y muy malhumorado científico encarnaba un contraste radical con los estándares tradicionales que seguía el agente Gómez. Su ropa era exageradamente colorida y provocativa, con un diseño que dejaban al descubierto la gran mayoría de su cuerpo. Era una mezcla de seda y algodón, diseñado para ser muy ajustado y resaltar su figura de manera explícita. La parte superior se enrollaba en torno a su abultado pecho y se ataba a la cintura con tirantes finos. La parte inferior era igualmente reveladora, con una falda corta de un material futurista que variaba su translucencia periódicamente, mostrando una piel que había sido sutilmente tonificada y modificada para acentuar cada contorno.
A pesar de su atrevido atuendo, la mujer proyectaba una presencia de dominio absoluto. Su cabello era una explosión de colores vibrantes, con tonos que se mezclan en un degradado de azules, rosas y púrpuras, cayendo en mechones sueltos que enmarcan su rostro. Los colores se veían casi líquidos, como si el cabello estuviera en constante cambio. Sus ojos habían sido modificados para adquirir un rojo intenso, casi fluorescente, que destaca con fuerza contra su piel, haciendo que su mirada sea penetrante y dominante. Siguiendo la tendencia, el cuerpo de la mujer había sido modificado y estilizado de manera que resaltara una sexualización extrema, al punto de dejar bien en claro que ese era el objetivo final de todas sus modificaciones corporales. Su piel era extraña, parecía tener biochips que le otorgaban un brillo sutil que acentúa los detalles de sus tatuajes corporales, los cuales parecían moverse a su antojo seduciendo al observador. Los tatuajes no eran meramente decorativos, más bien eran provocativos. Cada dibujo y diseño parecía un tributo a la estética de una prostituta callejera de nuestros tiempos, donde se remarcaba que en este extraño futuro la ostentación, la sexualización y la provocación eran símbolos de estatus, poder y autoridad.
Parecía inaudito. Casi rozando lo absurdo. Pero a pesar de lo sexualizada que estaba la apariencia de esta señorita. Gómez y Marcus la observan con una actitud de respeto y distanciamiento profesional. Para ellos, esta mujer era uno de los tantos jefes de este laboratorio y los dinosaurios respetaban la jerarquía como si fuera mandato divino.
Tras la dictadura, la libertad de expresión personal y la modificación corporal no solo son aceptadas, sino celebradas como indicadores de poder. No bastaba con ser libre, había que mostrar esa libertad, había que lucirla, exponerla, gritarla en todo lo alto: ¡Vivirla! En esta sociedad futurista, donde las normas tradicionales han sido reemplazadas por un sistema donde cuanto más audaz y desinhibido te muestres, más respeto y autoridad obtienes, esta señorita era la manifestación viva de esa nueva filosofía. Y era necesario que así fuera. No había otra forma, puesto que este asunto no era una cuestión menor. No era simple libertinaje, ni una cuestión de sexualizar por sexualizar. No había morbo, ni un capricho social. Esto era un asunto serio. Puesto que “Ellos” veían sus intereses puestos en juego. Dado que “Ellos” estaban manipulando el mundo mediante, cultura, religión, propaganda, tradición, leyes y…”protocolos”. Protocolos que en su mayoría eran cambiados desde el área de recursos humanos, gran responsable del “trato”, “contratación” y “manejo” del personal.
¿Por qué este era el atuendo de la señorita? Para enviar un mensaje claro. ¿Quiénes eran los verdaderos provocadores en esta escena? Gómez y Marcus. Su formalidad, sus trajes serios y tristes, su apariencia de “dinosaurios” atrapados en una era pasada, eran los que desentonaban. Sin querer queriendo, estaban haciendo una declaración de resistencia al nuevo orden. ¿Luchaban por esa resistencia? No, claro que no. Era una lucha sutil, casi invisible para los que no sabían leer entre líneas, pero para los agentes y científicos veteranos como Marcus, la incomodidad en los pisos superiores era notoria. Era una batalla que nadie mencionaba, pero que se sentía en el aire: la vieja guardia tratando de mantener su identidad en un mundo que ya los había desechado. ¿Valía la pena esa resistencia? No, y ellos lo sabían. No eran jefes, ni líderes en sus respectivos campos. Eran grandes en lo que hacían, pero al final del día, solo trabajadores de campo. Los que realmente tomaban las decisiones, los que dictaban el rumbo, eran personas como esta señorita, con su atuendo revelador y su porte desinhibido.