Gómez era un agente de la función, un gran observador, y veía todo este circo con una claridad aplastante. Sabía que, al final del día, todo esto era pan y vino. Mientras los idiotas luchaban entre ellos, el verdadero poder permanecía intacto, intocable. Pero cada vez que intentaba advertir a alguien, lo miraban como si fuera un paranoico, un viejo que no entendía los nuevos tiempos. Un dinosaurio. Quizás tenían razón, quizás gente como Gómez no pertenecía a este mundo que se estaba forjando ante sus ojos. Pero aun así, no podía fingir estar ciego. Aunque supiera que el ciclo era inevitable, seguía viendo los hilos moverse, y no podía evitar estremecerse cada vez que alguien, con entusiasmo, hablaba de que los jóvenes en estos días hacían rituales como si se trataran de bromas.
Sí, nuevamente “Ellos” lo habían logrado. Habían vuelto a salirse con la suya. En estos tiempos, los jóvenes hacen rituales con una normalidad espantosa; lo que antes era visto como algo aberrante y peligroso, ahora se ha convertido en una parte más de la adolescencia. Ya no había debates sobre si los rituales debían ser evitados; esa lucha había quedado en el pasado. Lo único que se podía hacer ahora era censurar y purgar aquellos rituales considerados “peligrosos”. Esa era la postura general, compartida por la sociedad, el gobierno y la fundación. Incluso Gómez había terminado aceptando que tal vez era conveniente que los niños se prepararan para enfrentar el otro mundo realizando rituales inofensivos. Quizás, después de todo, los nuevos reclutas estarían mejor preparados, y los exploradores podrían hacer más hallazgos antes de su inevitable muerte.
Sin embargo, la aceptación generalizada del fenómeno no había llegado sin consecuencias. Esa normalización de los rituales dio lugar al inicio de la cuarta fase: la más temida, la que Gómez siempre supo que llegaría, pero que todos los demás habían ignorado. Esta fase, mucho más siniestra que las anteriores, consistía en algo mucho peor que la simple realización de rituales por jóvenes imprudentes. Era la fase en la que las ideas radicales no solo se discutían, sino que comenzaban a legislarse. Los límites se difuminaban y lo que antes era considerado impensable ahora se estaba convirtiendo en ley.
Hace apenas unos meses, una ley fue aprobada. La misma permite enviar niños a los laboratorios como sujetos de experimentación. La noticia fue recibida con indignación por algunos sectores de la sociedad, pero la gran mayoría permaneció indiferente o simplemente lo vio como un paso lógico en la evolución de la ciencia paranormal. Después de todo, si los condenados a muerte ya eran usados para experimentos, ¿por qué no extender esta práctica a los menores que habían cometido crímenes? ¿Acaso no era un castigo justo? ¿No era, en cierto modo, un servicio a la humanidad?
Hasta el día de hoy, ningún niño había sido enviado al laboratorio 32. Pero el hecho de que tal postura fuera legal cambiaba por completo el paradigma. Aquellos que alguna vez habían tratado a Gómez de “dinosaurio” se veían a sí mismos enfrentando una cruel realidad: ahora ellos eran los que no podían creer en lo que estaba sucediendo. Se veían reflejados en Gómez, en su resistencia al cambio, pero ya era demasiado tarde. El ciclo se repetía, como siempre lo hacía, y, tarde o temprano, tendrían que aceptar esta nueva realidad o desaparecer, extinguirse, como lo habían hecho tantos otros antes que ellos.
Como siempre, los debates en los pasillos se encendían, pero el resultado era predecible. Hablar del tema era una forma de aceptar la tragedia. Sabían que luchar contra la marea era inútil, que resistirse al cambio era condenarse a una extinción social y profesional. Porque eso es lo que pasaba con los que se negaban a adaptarse: eran apartados, marginados y, finalmente, desaparecían del sistema. Y aquellos que alguna vez señalaron como anacrónicos a los veteranos, ahora enfrentaban el mismo destino. La aceptación de la experimentación en niños, lo que alguna vez habría sido un punto de no retorno, se estaba convirtiendo en la nueva norma, en algo “necesario” para el avance de la humanidad.
Las manos invisibles siempre ganaban. “Ellos”, aquellos que movían los hilos desde las sombras, siempre lograban sus objetivos. Era solo cuestión de tiempo antes de que incluso los más escépticos cedieran. Y así, mientras los debates se encendían en las calles, en las redes sociales, y en los pasillos del laboratorio, Gómez observaba el ciclo con una mezcla de resignación y amarga confirmación. Todo lo que había temido desde el principio estaba ocurriendo ante sus ojos. Porque esa era la clave del ciclo: no se trataba de lo que era moralmente correcto o incorrecto, sino de lo que era funcional al sistema. Y el sistema siempre se aseguraba de que lo funcional fuera lo “aceptable”. No importaba cuán grotesca o aberrante fuera la propuesta, siempre que sirviera a los intereses de aquellos que controlaban los hilos se convertiría en norma.
La sociedad, que antes se había escandalizado por la mera sugerencia de que los niños hicieran rituales, ahora había dado el paso siguiente: aceptar que los niños debían ser utilizados como material de esos rituales. Y mientras los líderes de opinión, los periodistas, los políticos y los académicos comenzaban a justificar esta medida como un “progreso”, Gómez veía el mismo patrón repetirse, una y otra vez. Primero, se negaba la realidad. Luego, se ridiculizaba. Después, se discutía. Y finalmente, se aceptaba. Era una fórmula estúpidamente simple, pero devastadora en su efectividad.
Uno podría preguntarse cómo la sociedad podía ser tan estúpida de caer en el mismo truco una y otra vez, pero “la masa es estúpida”, solo los individuos tienen la capacidad de pensar. Una frase prearmada, otra casualidad. ¿“La masa es estúpida”?, o más bien, se buscó que la masa se convirtiera en estúpida al punto de que la frase se volviera de uso común y popular. A estas alturas del análisis, la respuesta a esto es evidente: la gente nunca fue ni será estúpida; se hizo estúpida. Aceptó su estupidez. Los estúpidos eran parte de la tribu urbana, mientras que los pensantes eran meros ermitaños. Una realidad incluso peor que la de los dinosaurios. Los dinosaurios, al menos, formaban parte de la sociedad, mientras que los ermitaños vivían en sus “oscuras” y “frías” cuevas, admirando las sombras proyectadas por su fogata, que eran las únicas que los acompañaban. Otra frase prearmada, otra casualidad.
Gómez ya lo había visto antes, lo había vivido en carne propia. Sabía que no había escapatoria. Y, aunque en su interior sentía una profunda repulsión por lo que estaba sucediendo, ya no tenía la energía para luchar. Sabía que, tarde o temprano, incluso aquellos que ahora estaban horrorizados terminarían aceptando esta nueva realidad. Porque así era el ciclo. Las manos invisibles siempre ganaban, y los dinosaurios, como él, siempre terminaban extinguiéndose.
Mientras las reconfortantes gotas de la ducha seguían escurriendo por su cuerpo, Gómez se preguntaba cuánto tiempo más faltaba para que llegara el primer niño al laboratorio 32. Sabía que no faltaba mucho. Y sabía que cuando eso sucediera, aquellos que alguna vez habían despreciado su resistencia serían los primeros en aceptar el nuevo orden. La nueva orden.
Llegados a este punto, no hacía falta aclarar por qué el agente Gómez nunca le preguntó a Thomas Smith la pregunta más obvia que cualquier agente le habría hecho: ¿Quiénes eran “Ellos”? La respuesta era irrelevante porque Gómez ya la conocía, y, de hecho, sabía que era mejor evitarla. En su mundo, en la fundación, el simple hecho de indagar demasiado en ciertos temas era peligroso. Era un terreno pantanoso donde solo aquellos con un agudo sentido de la supervivencia sabían navegar. Y Gómez lo sabía bien: uno no pregunta lo que ya intuye, porque preguntar es invitar a ser observado, es abrir una puerta a algo que tal vez sea mejor dejar cerrado.
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El temor de Gómez no era irracional. Durante años había sentido cómo la sombra de “Ellos” se cernía sobre todo lo que el mundo hacía, como un ente invisible que tiraba de los hilos, moviendo a las personas, sus decisiones, sus vidas. Y aunque esa presencia se hacía más patente con el tiempo, el agente prefería mantener la cabeza baja, evitar atraer la atención, porque sabía que una vez que “Ellos” entraban en tu vida, ya no había vuelta atrás. Ser observado por “Ellos” no solo era una sentencia para uno mismo, sino también para los que te rodeaban. Era un peligro que pocos comprenden en su totalidad, pero los hombres inteligentes como Gómez aprendieron a convivir con ese peligró.
Gómez no tenía hijos y el amor de una esposa era un concepto ajeno para él. Sus padres habían fallecido hace años y ni siquiera recordaba el rostro de sus abuelos. Los lazos de sangre no significaban nada para él. Sin embargo, en el trabajo de la fundación, había encontrado algo que se le asemejaba a una familia: sus compañeros de trabajo, aquellos con los que compartía sus días en el laboratorio 32. Algunos eran amigos, otros enemigos, pero todos formaban parte de esta extraña comunidad que había llegado a considerar como su única familia. Una hermandad involuntaria forjada en la necesidad de sobrevivir en un mundo donde la muerte y lo incomprensible acechaban a la vuelta de cada esquina. Si algo amenazaba la integridad de esa familia, Gómez no dudaría en hacer lo necesario para protegerlos. Porque, para él, proteger al laboratorio 32 era proteger lo último que le quedaba, su única ancla en una realidad cada vez más distorsionada.
Gómez haría lo que fuera necesario para protegerla. Aunque eso significara tomar decisiones difíciles, incluso inmorales. El peligro que Thomas Smith representaba no era solo para él, sino para todo el laboratorio. Thomas tenía información. Sabía demasiado, tal vez más, de lo que Gómez estaba dispuesto a admitir, incluso para sí mismo. El comportamiento errático de Smith, sus palabras susurradas sobre “Ellos”, su historia sobre la dualidad entre la dictadura y la democracia lo convertían en una bomba de tiempo. Smith sabía demasiado, había visto demasiado, y lo peor de todo es que había comenzado a hablar. Si las palabras de Smith llegaban a oídos de alguien que no comprendiera las reglas del “juego”, podrían desencadenar consecuencias inimaginables. Gómez no podía permitir eso. Thomas Smith era un peligro, y como tal, debía ser neutralizado. Las directrices de los dinosaurios eran claras: el peligro no debe entrar en nuestro mundo. Y Smith era la encarnación del peligro.
Pese a todo esto y volviendo al inicio de la discusión. El encuentro entre Thomas Smith y el agente Gómez era una gran casualidad, una muy desafortunada. Y el Agente Gómez no creía en las casualidades. Alguien o algo podría haber buscado ese encuentro. La fundación siempre ha sido su vida, su propósito. Desde joven, Gómez había admirado a su madre y aspirado a ser como ella, protegiendo a la humanidad de lo desconocido. No solo eso, sino que la fundación era más que una institución para él; era una extensión de su familia, una causa por la que valía la pena morir. Sin embargo, ahora parecía que la misma fundación estaba en su contra. Thomas le había insinuado que los superiores estaban manipulándolos, y Gómez no podía evitar pensar que había algo de verdad en eso. Tal encuentro no podía ser casualidad, él era el mejor agente de este laboratorio y era un dinosaurio. Dos verdades que a los oídos de “Ellos” no debían estar juntas. Sabía que desafiar a los altos mandos podría significar el final de su carrera, incluso de su vida. Pero en el fondo no quería creer que sus compañeros lo hubieran traicionado tirándole esta bomba llamada Thomas Smith.
Gómez sabía que enfrentar a una conspiración gubernamental no era solo peligroso; era un suicidio profesional y personal. El laboratorio 32 estaba en Florida y sus preocupaciones solo abarcaban este estado. Enfrentar a todo un país desde este “pequeño” laboratorio era una tontería. Gómez había leído los informes, conocía la peligrosidad de los secretos que Thomas estaba escondiendo. Sabía que el caso era delicado y que la verdad podía ser mucho más compleja de lo que parecía.
Había demasiadas advertencias que el agente Gómez había ignorado, señales que, en su momento, parecían insignificantes, pero que ahora se le revelaban con una claridad perturbadora. La primera de ellas: Thomas Smith era el único sobreviviente entre los profesores que estuvieron presentes durante la masacre en la escuela St. Patrick. No solo había escapado de la muerte, sino que lo había hecho encontrando “refugio” como sujeto de experimentación en el laboratorio 32. Eso ya de por sí debía haber levantado sospechas. ¿Qué tipo de hombre sobrevive a una masacre que acaba con todos los demás adultos, especialmente en un lugar donde las probabilidades estaban completamente en su contra? Thomas no era simplemente un hombre afortunado; había algo más oscuro en su historia.
En segundo lugar, si bien el caso no le había tocado a él, tras leer el informe sobre la masacre, el agente Gómez concluyó en la existencia de algo más grande operando detrás de las sombras. Algo o alguien había estado manipulando los eventos, y el objetivo final no eran los estudiantes, sino los profesores. Sin embargo, no podían simplemente matar a los profesores sin más; debía crearse un ambiente donde las muertes parecieran accidentales o producto de circunstancias externas, algo que pasara desapercibido en el caos general. La masacre escolar sirvió para ese propósito perfectamente. Una tragedia desgarradora que desvió la atención de los verdaderos responsables y permitió que todo pasara bajo el radar.
El tercer punto, y probablemente el más inquietante, era la manera en que Thomas Smith había logrado prolongar su ejecución. No había sido solo un intento desesperado de ganar tiempo; Thomas había tratado de liberarse usando información altamente sensible, detalles que no deberían estar al alcance de un simple profesor de secundaria. No solo había intentado chantajear con datos delicados, sino que esa información había resultado ser algo que hasta el propio personal del laboratorio desconocía, o al menos así lo mostraban en público. La clave aquí estaba en lo que Thomas mencionó la criatura conocida como el “Observador”. Tras mencionar a su científico a cargo esa palabra, el interrogatorio fue el siguiente paso de esta historia.
Gómez nunca había oído hablar de esa entidad antes de este caso, pero el simple hecho de que un hombre como Thomas conociera una criatura que él no conocía era una señal alarmante. Algo no cuadraba. Y aún más inquietante fue el hecho de que el científico al que fue asignado Thomas durante sus pruebas mostraba un interés inusualmente entusiasta por obtener más información sobre esa criatura. ¿Qué hacía que un profesor acusado de asesinato tuviera acceso a secretos tan oscuros y ocultos que incluso uno de los científicos más prestigiosos del laboratorio 32 estuviera ansioso por descubrirlos?
Todo esto había pasado inadvertido en su momento, pero ahora esas señales explotaban en la mente de Gómez, conectando cada punto con frustración creciente. Thomas Smith estaba muerto, y con él, la única fuente directa de información peligrosa. Pero había algo más. La grabadora. La había escondido, y si el mejor agente del laboratorio decía que era inencontrable, entonces lo era. Por otro lado, no había cámara en la sala de interrogatorio; la habitación era más antigua que el propio laboratorio y había sido utilizada como centro de tortura durante la última dictadura militar. Evidentemente, no era el lugar adecuado para dejar pistas sobre lo que sucedía dentro. La grabadora era un dispositivo que el interrogador podía usar o no, pero su propósito era para uso personal, no para mantener registros, ya que se asumía que lo que ocurriera en la sala de interrogación no sería precisamente algo legal. El problema, sin embargo, radicaba en la percepción externa: si nadie sospechaba nada inusual sobre el caso de Smith, no habría motivo para buscar la grabadora.
El relato oficial debía permanecer incuestionable: Thomas Smith era un don nadie, un profesor cualquiera que había muerto debido a un abuso de autoridad de parte de un interrogador. Un hombre que fue víctima de la “incompetencia” de los trabajadores del laboratorio 32. Esa era la versión que debía sostenerse, porque lo que realmente había ocurrido no podía ver la luz del día. Smith había muerto por saber demasiado, y eso debía ser enterrado junto con él.