Tras mucho andar, finalmente el agente llegó al piso donde se realizaría la reunión. Desde la puerta de las escaleras se podía ver una de las áreas comunes donde el personal administrativo se relajaba. Los colores vibrantes y las luces de neón inundaban cada rincón, haciendo que los laboratorios grises y sin alma parecieran una reliquia olvidada. Era un espacio amplio, amueblado con sillones muy pomposos, todos decorados con una mezcla de texturas y círculos coloridos. Varias personas se encontraban allí, algunas sentadas en sillones ergonómicos, tomando café o té de tazas que flotaban levemente en el aire, sostenidas por pequeños drones personales. Otros se entretenían revisando las redes sociales, proyectadas en el aire mediantes pantallas holográficas que flotaban frente a ellos, manejadas con gestos simples y precisos de parte de sus ojos. El ambiente era relajado, casi casual. Las sonrisas y charlas tranquilas del personal parecían confirmar que aquí no existía la presión sofocante de los pisos inferiores.
Sin embargo, algo en este nivel hacía que Gómez se sintiera incómodo. No era el lujo ni el ambiente de tranquilidad lo que le molestaba, sino la evidente desconexión entre lo que ocurría aquí y lo que sucedía abajo, en los laboratorios. Mientras los científicos y agentes en los pisos inferiores lidiaban con fenómenos paranormales, riesgos mortales y experimentos peligrosos, aquí todo parecía estar diseñado para evitar cualquier recordatorio de ese mundo. Era como si el personal administrativo viviera en una burbuja, lejos de la realidad cruda que marcaba el verdadero trabajo de la fundación.
Gómez avanzó por el pasillo y no pudo evitar notar las diferencias entre las personas que se cruzaban en su camino. En los niveles inferiores, el ambiente estaba marcado por la estricta disciplina y el control absoluto. Los científicos frustrados exhibían sus batas blancas como símbolos de una autoridad que parecía más una carga que un privilegio. Los exploradores, atrapados entre la emoción y el agotamiento, llevaban trajes para el manejo de materiales peligrosos, siempre preparados para el próximo reto. Los prisioneros, humillados y desgastados, vestían uniformes de colores estridentes que parecían más una burla que una señal de advertencia. Los agentes, con rostros tensos, caminaban como si en cualquier momento pudieran derrumbarse bajo el peso de la presión. Vivían en su mundo, siempre pensando en cómo resolver el caso que atemorizaba a la población.
Sin embargo, al llegar a los niveles superiores, todo parecía transformarse en un espectáculo de desinhibición y libertad absoluta. El ambiente era casi festivo, como si la rigurosidad de los pisos inferiores no tuviera cabida aquí. Aquí, la seriedad se había esfumado por completo. El personal administrativo no vestía trajes formales ni seguía ninguna norma establecida de “buen gusto”. La mayoría vestía ropas ajustadas que habrían sido más apropiadas para un desfile de alta costura que para una oficina de alto nivel. Los tatuajes eran comunes, casi una norma, y el diseño de estos era tan elaborado que algunas personas parecían más lienzos vivientes que trabajadores de una corporación. La presencia de modificaciones corporales era algo completamente ordinario, y no se limitaban a los típicos retoques que en otros tiempos habían sido populares. No, era mucho más que simplemente aumentarse las tetas como obeliscos, dejarse el culo como el de un babuino, alargarse el pene hasta dejar en envidia a los caballos, esculpir el cuerpo a base de plástico hasta transformarlo en el de un dios griego, hacerse la nariz de Voldemort o aplicarse una dosis triple de bótox en los labios para comérsela entera. Eso quedaba casi anticuado frente a la realidad actual. Las alteraciones físicas habían ido mucho más allá de lo estético y lo sexual. Había de todo. Sin límites ni reglas claras. Orejas de gato que se movían tiernamente, de perrito que llamaban la atención, de conejita traviesa y juguetona. Colas de zorro voluminosas y pomposas que se agitaban excitando al observador; ojos de dragón que brillaban en tonos imposibles para un humano. Hasta había algunos que eran más elfos que humanos. Uno podía re-transformarse en lo que se le antojara en estos tiempos. Más bien hacerlo era necesario para que la alta sociedad te viera con buen gusto.
Lo más impactante era que estas modificaciones no eran solo visuales. Eran plenamente funcionales. Las orejas de gatitos captaban sonidos más allá del rango normal; las colas de zorrito servían de apoyo y equilibrio. No solo adornaban el cuerpo, sino que lo dotaban de nuevas capacidades. La medicina y la tecnología habían avanzado tanto que las modificaciones corporales ya no estaban confinadas a lo puramente cosmético. Eran parte de la identidad y, en muchos casos, del desempeño personal y profesional.
En los niveles inferiores del laboratorio toda esa extravagancia y libertad que se respiraba en los pisos superiores desaparecía por completo. No se veían trajes coloridos, ni cuerpos repletos de modificaciones corporales que desafiaban las normas de la biología natural. Allí, el minimalismo reinaba. Y esto no era por simple capricho, sino por una razón más profunda: los empleados de la fundación de los pisos inferiores estaban en contacto con fuerzas que iban más allá de la comprensión humana.
Cuando trabajas con entidades y energías del otro mundo, cualquier cosa que no sea completamente “humana” podría convertirse en un riesgo. Los descubrimientos requerían ser reproducibles, por tanto, se necesitaba a los trabajadores humanos libres de alteraciones. Aquí es donde el protocolo se volvía rígido: las modificaciones corporales, tan comunes y deseadas en el resto de la sociedad, estaban estrictamente prohibidas para aquellos que trabajaban en estas áreas críticas. No importaba si la moda exigía que te implantaras una nariz de cerdo o te añadieras implantes musculares potenciados para verte como un fisicoculturista sin haber tocado una mancuerna en tu vida. Si querías seguir trabajando aquí, tenías que mantener tu cuerpo lo más cercano a lo que se consideraba “natural”.
El motivo no era meramente estético o ideológico, sino profundamente funcional. Muchas de las modificaciones que las personas se hacían, desde implantes estéticos hasta mejoras físicas, dependían de biochips, pequeños dispositivos tecnológicos insertados en el cuerpo que controlaban las nuevas capacidades adquiridas. Sin embargo, estos biochips tenían un problema: cuando se entraba en contacto con el otro mundo, la tecnología perdía su fiabilidad. Las fuerzas que regían en ese espacio alterno parecían interferir con los sistemas tecnológicos, generando desde simples fallos hasta catástrofes.
Imaginemos por un momento este escenario: Como es sabido, si las luces parpadeaban y los monitores fallaban durante una misión, esto era una señal de advertencia clara de que algo del otro mundo estaba interfiriendo. Ahora, imaginemos lo que podría terminar ocurriendo cuando estas fuerzas afectan directamente a los biochips implantados en las personas. Evidentemente, los chips también comenzaban a fallar, enviando impulsos eléctricos descontrolados al cerebro, corrompiendo funciones esenciales y, en el peor de los casos, provocando efectos letales. Pero lo que más temían los exploradores de la fundación era lo que sucedía en los casos donde la muerte no llegaba de inmediato. Los relatos de aquellos que habían sobrevivido a un mal funcionamiento de los biochips en el otro mundo eran espantosos. Los cuerpos comenzaban a mutar de maneras inexplicables, retorciéndose en formas inhumanas, sus mentes se corrompían al punto de no reconocer la realidad. Estos “sobrevivientes” se convertían en algo mucho peor que una simple víctima: se transformaban en entidades monstruosas, abominaciones que parecían fusionar lo peor de todos los mundos, atrapadas en una existencia entre lo humano, lo robótico y lo sobrenatural.
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Hoy en día los chips venían con una función para autodestruirse si eso ocurría, evitando así incrementar las bajas civiles por efectos paranormales. Pero incluso con esas nuevas normas de seguridad, la fundación no se podía dar el lujo de perder personal y mandar al demonio investigaciones solo por seguir una moda. Por eso, el protocolo era claro y estricto. Los exploradores, los reclusos, los científicos, los agentes y demás trabajadores del piso inferior debían mantenerse tan “puros” como fuera posible. La única excepción a esta norma eran las modificaciones vitales, pero incluso esas eran implementadas con extrema cautela y supervisión. Antiguamente, en aquellos tiempos donde los protocolos no inundaban los retretes del laboratorio 32, los veteranos solían contar historias de reclutas que habían ignorado las advertencias o que, por presión social, habían decidido incorporar modificaciones menores a sus cuerpos. En todos esos relatos, el final era el mismo: cuerpos deformados y mentes rotas.
A medida que avanzaba hacia la sala de reuniones, Gómez no pudo evitar sentir que todo en este lugar conspiraba para hacer que se sintiera fuera de lugar. Y ese, quizás, era el propósito de estos pisos: hacer que aquellos que no encajaban en el “sistema” se sintieran incómodos, relegados, y finalmente, obsoletos.
La “norma” en estos pisos había dejado de ser una cuestión meramente de vestimenta, trascendiendo hacia una actitud generalizada de conformidad con la extravagancia, la cual se camuflaba bajo un aire de felicidad forzada. Las sonrisas perfectas que adornaban los rostros del personal parecían programadas, casi robóticas, nunca desvaneciéndose, como si la simulación de satisfacción con el caos que los rodeaba fuera parte del código de conducta. La diferencia cultural entre estos niveles y los laboratorios inferiores era como el choque entre dos mundos completamente opuestos: el de los laboratorios, que aún abrazaba una noción rígida de seriedad y profesionalismo, y el de los pisos superiores, que se asemejaba más a una especie de parque de atracciones.
Antiguamente, la sola idea de ver a un empleado fumando o consumiendo sustancias recreativas en pleno horario laboral habría sido inconcebible. Hoy en día, era tan común como servirse una taza de café. Las drogas recreativas, ahora ultra-personalizadas y diseñadas para ajustarse a la bioquímica única de cada individuo, se consumían sin la menor vergüenza. Gómez pasaba junto a empleados que se relajaban fumando pipas de vapor sintético, exhalando olores que cambiaban de acuerdo con sus estados de ánimo, reflejados en colores iridiscentes. Ya no era un tabú; era una extensión de su libertad en un mundo donde cada aspecto de la vida estaba hiperindividualizado, modificado para maximizar la comodidad, la libertad y la percepción de “control” sobre uno mismo.
La decoración de los espacios de trabajo reflejaba esa misma filosofía: hologramas de figuras infantiles giraban sobre los escritorios, proyecciones en 3D llenaban el aire con escenas animadas de mundos de fantasía, y muñecos con inteligencia artificial interactuaban con los empleados como compañeros de oficina. Este era un mundo donde la individualidad era venerada hasta el exceso. Tras el fin de la dictadura. La era del “destape” cultural había transformado la sociedad de una manera radical. La noción de que cada individuo debía ser libre de expresarse, sin restricciones y sin vergüenza, se había impregnado profundamente en todos los aspectos de la vida, y la fundación no podía ser la excepción. La desnudez, lejos de ser percibida como vulgar o inapropiada, era vista como el ápice de la confianza personal. Los que osaban llevar su cuerpo en toda su “naturalidad mejorada” eran admirados, casi idolatrados. Cuanto más extremo o “liberado” fuera el estilo de un individuo, mayor respeto parecían otorgarle.
Todo el entorno estaba diseñado para ofrecer una experiencia laboral que idolatraba lo hedonista. Las máquinas recreativas y los simuladores de realidad virtual competían por la atención de los empleados durante sus descansos, mientras que un comedor de lujo ofrecía menús que cambiaban cada hora, servidos por androides con inteligencia artificial que se ajustaban a las preferencias personales de cada comensal. Todo pensado para maximizar los índices de felicidad aparente, para hacer que el trabajo pareciera un segundo plano frente a la gratificación personal.
Sin embargo, esto no era mero capricho. Ni mucho menos una casualidad. Este entorno no era solo necesario, sino fundamental. Las personas que trabajaban en este laboratorio no pertenecían a los estratos bajos de la sociedad. Aquí no se admitía a cualquiera. Nadie fuera de la “burbuja” podía siquiera aspirar a un empleo tan bien remunerado. Para ser parte de este selecto grupo, se necesitaban conexiones, un apellido conocido, dinero y por supuesto: “sangre adecuada”. Todos estos requisitos garantizaban que solo personas “civilizadas”, completamente integradas en el “sistema”, pudieran formar parte de esta élite. Era un filtro que separaba a los que “merecían” estar en el círculo exclusivo de “Ellos” de los que no. Pero estos empleados, paradójicamente, no necesitaban realmente trabajar: ya habían nacido siendo bendecidos por la fortuna.
En los pisos inferiores, las motivaciones para trabajar no faltaban. Los científicos eran recompensados con el prestigio y el reconocimiento de sus descubrimientos. Los exploradores se nutrían de la emoción de desentrañar lo desconocido, de caminar sobre territorios inexplorados para la humanidad. Los agentes recibían como compensación el orgullo de sacrificarse por el “bien mayor”, de proteger a la humanidad de las amenazas sobrenaturales. En cuanto a los reclusos, ellos no tenían opción: eran esclavos del sistema. Pero el personal administrativo enfrentaba un problema diferente. Sus tareas eran mundanas, monótonas y carentes de cualquier satisfacción intrínseca. Para ellos, no había descubrimientos asombrosos, aventuras riesgosas ni causas nobles. Su única motivación debía crearse artificialmente.
Es por eso que se había instaurado una “experiencia de trabajo” que fomenta el hedonismo intrínseco de la humanidad. Aquí, el trabajo no consistía solo en realizar tareas, sino en disfrutar del lujo, socializar y vivir una vida despreocupada. En estos espacios, “trabajar” significaba más bien interactuar con otros miembros de la élite, compartiendo copas y risas, alimentando un sentido de comunidad. Se promovía una atmósfera de placer constante, que permitiera a los empleados sentirse más como parte de una fiesta exclusiva que como trabajadores en un lugar de alta responsabilidad. Esta ilusión de felicidad y despreocupación no era un capricho, sino una necesidad crítica. Mientras en los pisos inferiores se burlaban del famoso “índice de felicidad laboral”, aquí, en la cima, era un asunto serio. El menor indicio de insatisfacción podía ser catastrófico, pues estos empleados administrativos huirían de sus trabajos como si se tratara de una plaga mortal.
Los niveles superiores estaban diseñados no solo para cumplir con su función administrativa, sino para garantizar que ninguno de estos miembros de la élite sintiera la carga del trabajo. Si la rutina comenzaba a pesar sobre sus hombros, si las sonrisas se desdibujaban de sus rostros, el sistema entero podría tambalearse. Aquí, la clave era preservar la ilusión de una vida alegre y llena.