Mientras la veía desaparecer entre la multitud, Gómez no pudo evitar notar algo más extraño: los rostros de los demás agentes, los que se encontraban trabajando cerca, parecían compartir una expresión común. La tristeza que había visto al principio ya no parecía estar dirigida hacia él y su suspensión, como había asumido inicialmente. Ahora era evidente que había algo más detrás de esas miradas apesadumbradas. Algo grave que afectaba a todos en esa sala.
El silencio incómodo entre los agentes, los gestos discretos, las miradas rápidas y furtivas… Todo le indicaba que la atmósfera era mucho más tensa de lo que él había pensado. Ya no podía ignorar que algo había ocurrido, algo que iba más allá de su propio castigo. La cuestión era, ¿qué era exactamente lo que había pasado mientras él estaba en tratamiento?
Resignado a que no obtendría respuestas en la sala de control, Gómez se encaminó hacia la oficina del jefe. Mientras caminaba por los pasillos, la tensión en su estómago se intensificaba, y no podía sacudirse la sensación de que lo que estaba a punto de debatir con este viejo amigo no le gustaría para nada.
Caminó con determinación por el pasillo que conducía a la oficina del jefe. Cuando llegó a la puerta de la oficina, tomó una respiración profunda antes de tocar. El leve zumbido de los sistemas de seguridad verificando su identidad hizo eco en el pasillo vacío. Finalmente, la puerta se deslizó hacia un lado, revelando el interior.
La oficina de Arthur Mendelson era un reflejo de su carácter meticuloso y estricto. El espacio era impecable, ordenado hasta el más mínimo detalle, tanto que parecía más una simulación digital que un lugar de trabajo real. Al cruzar el umbral de la puerta, lo primero que captaba la atención era la perfección casi quirúrgica con la que todo estaba dispuesto. Las paredes eran de una madera gris metálica, suaves al tacto, y estaban revestidas con paneles de cristal translúcido que simulaban la luz exterior de una manera que creaba una atmósfera fría pero sofisticada. El techo, a diferencia del resto del laboratorio, estaba compuesto por una matriz de hexágonos de cristal que se ajustaban automáticamente para regular la iluminación artificialmente natural del ambiente.
En el centro de la sala se encontraba el imponente escritorio de Mendelson. Era una pieza de diseño minimalista, hecho de algún tipo de material translúcido con bordes afilados que se iluminaban levemente cada vez que su dueño tocaba alguna de las superficies. No había ni un solo dispositivo a la vista, ni documentos, ni desorden. La interfaz holográfica que sobresalía del escritorio proyectaba datos, gráficos y órdenes que podían ser manipulados con el más leve movimiento de sus ojos.
Detrás del escritorio, en la pared principal, colgaban varios cuadros que parecían más una muestra de vanidad corporativa que una verdadera expresión de arte. Certificados de mérito, premios al liderazgo y distinciones de la fundación decoraban el espacio, con letras doradas y relucientes que proclamaban la eficiencia de Mendelson en diversas áreas. Había una fotografía del jefe junto al director del laboratorio y varios políticos, todos ellos con la misma sonrisa forzada y poses rígidas. Todo era tan formal, tan ensayado, que daba la impresión de que el propio Mendelson había diseñado cuidadosamente su oficina para dejar bien en claro cómo quería ser percibido por los demás.
Además de los cuadros, había un par de estanterías que albergaban pequeños trofeos, maquetas de proyectos en los que había trabajado y objetos decorativos que no servían más que para impresionar a quienes entraban en la oficina. En un rincón, una planta extraña, de hojas azuladas y raíces que flotaban en una burbuja de agua levitante, irradiaba una luz tenue. Era una planta alienígena, traída de algún planeta lejano, otra muestra de poder y conexiones.
Arthur Mendelson, sentado en uno de los dos sillones negros y minimalistas que complementaban el escritorio, encajaba a la perfección en ese entorno tan cuidadosamente diseñado. Era un hombre que rondaba los cincuenta años, pero su cuerpo, como el de la mayoría de los agentes de la fundación, estaba en excelente forma física. Su musculatura, tonificada hasta el punto de parecer casi esculpida, destacaba incluso bajo su atuendo formal. Vestía un traje azul a rayas, cortado a medida, que parecía fundirse con su figura, acentuando la precisión y control que emanaba de cada uno de sus movimientos. El traje estaba adornado con pequeños detalles más modernos como botones holográficos que servían tanto de adorno como de interfaz de comunicación, y un brazalete en la muñeca que brillaba con un tenue resplandor, un dispositivo multifuncional conectado a los sistemas del laboratorio.
Su rostro era afilado, con pómulos marcados y una mandíbula firme, lo que le daba un aire de autoridad inquebrantable. Tenía el cabello oscuro, perfectamente peinado hacia atrás, con unos pocos cabellos fuera de lugar, y sus ojos, de un azul helado, escrutaban a Gómez con la misma frialdad clínica que aplicaba en todo lo que hacía. Aunque su rostro rara vez mostraba emoción, había una leve tensión en la manera en que sus labios se curvaban, como si incluso su expresión facial fuera algo que controlaba deliberadamente.
Tarjeta del personal
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Nombre Arthur Mendelson Código de Identificación 892384 Ocupación Jefe de Operaciones Especialización Análisis Estratégico Ubicación Piso 3, Oficina del departamento de seguridad Rango Eventos de clase D
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Pero lo que más llamaba la atención de la oficina, aparte de la decoración aséptica y las pantallas flotantes que emitían suaves destellos de información, era una pequeña criatura que se encontraba acurrucada en un rincón, junto a una especie de almohadilla levitante. La mascota de Mendelson era una criatura alienígena llamada Silarus, una especie nativa de algún planeta distante cuya existencia había provocado una revolución tecnológica sin precedentes por parte de la humanidad. Se trataba del primer planeta con vida inteligente descubierto por la raza humana, por tanto, había causado un antes y después en su época. Aunque eso había pasado hace casi un milenio, y en estos tiempos ya se comercializaban las especies de ese planeta distante.
Silarus era similar a un zorro de pelaje suave y brillante, de un tono morado iridiscente que cambiaba según la luz. Sus grandes ojos rojos y brillantes, llenos de una curiosidad infantil, seguían cada movimiento de Gómez con atención. Tenía una pequeña boca que se curvaba en algo parecido a una sonrisa, y cuando se movía, lo hacía flotando a unos pocos centímetros del suelo, emitiendo un leve zumbido. Su cuerpo, redondo y compacto, tenía pequeños tentáculos que se agitaban suavemente, como si estuvieran explorando el aire a su alrededor. A pesar de su apariencia alienígena, la criatura exudaba una calma y ternura inesperadas, y era evidente que Mendelson le tenía un cierto cariño.
La mascota parecía fuera de lugar en la oficina, al menos para aquellos que se fijaban solo en la estética. Pero el verdadero significado iba más allá de lo que podía percibirse a simple vista. Coleccionar animales exóticos era el único lujo que Mendelson se permitía en su vida, un capricho que dejaba entrever algo de su humanidad bajo la rígida fachada de disciplina y perfeccionismo. Llevar una parte de su “hogar” a la oficina no era solo una cuestión de comodidad, sino una tendencia que se estaba imponiendo en los pisos superiores del laboratorio, algo que reflejaba el estilo de vida de las élites de este mundo. Con su mascota presente, Mendelson no solo rompía la frialdad del entorno, sino que también transmitía un mensaje claro: él estaba alineado con la visión del “nuevo orden”. Su decisión de traer a una de sus tantas criaturas al trabajo no era un acto casual, sino una declaración de poder y control, una sutil forma de marcar su territorio en el estricto mundo corporativo que regía los pisos inferiores del laboratorio.
—Siempre fingiendo… —Pensó Gómez mientras recorría la oficina con la mirada, observando el impecable orden de cada objeto. Era casi irritante cómo todo estaba meticulosamente en su lugar, sin un solo detalle fuera de sitio. Le parecía una ironía que Mendelson, un hombre que tanto predicaba sobre el control absoluto y la disciplina, tuviera una criatura tan alegre y despreocupada como Silarus por mascota. El contraste entre la fría perfección del entorno y la energía juguetona del animal resaltaba la dualidad del jefe.
Gómez recordó las palabras de Jonathan: “En este laboratorio todo el mundo tiene unos cuantos muertos en el armario”. Y eso también lo incluía a él. Aunque Gómez siempre había sido muy reservado con sus caprichos, ocultándolos en el rincón más oscuro de su armario, Mendelson parecía hacer lo contrario. A pesar de su fachada calculadora y fría, era alguien que no podía resistir ciertos caprichos infantiles. Su colección de exóticas criaturas no era solo una extravagancia; era una grieta en la armadura de perfección que intentaba proyectar.
Pocos conocían al verdadero Arthur Mendelson, solo aquellos veteranos que habían trabajado codo a codo con él durante años. Para la mayoría, el jefe era un modelo de perfección corporativa, alguien que no se dejaba afectar por nada. Pero Gómez conocía la otra cara de Mendelson, la que se refugiaba en esos pequeños lujos para aliviar el peso de tanta responsabilidad y presión. A pesar de todo, Mendelson también era humano, solo que lo disfrazaba mejor que la mayoría.
Mientras observaba la criatura alienígena, Gómez no pudo evitar sentirse incómodo. No por la presencia del ser, sino por lo que significaba estar en esa oficina, frente a Mendelson, después de todo lo que había pasado. La suspensión aún le dolía, y aunque trataba de mantenerse calmado, no podía evitar sentir una punzada de traición. Si bien Mendelson no lo había obligado a realizar el interrogatorio de Thomas Smith, desde la perspectiva de Gómez era su “deber” como jefe hacer la vista gorda ante los problemas que podrían surgir por ignorar las tonterías protocolares. Sin embargo, eso no ocurrió y Gómez terminó pagando el precio.
—Siéntate, Gómez— Dijo Mendelson, su voz tan firme y controlada como siempre.
Gómez obedeció, pero no pudo evitar sentir que el aire en la oficina se volvía más denso con cada segundo que pasaba. Mendelson lo miró por un momento, y aunque su rostro no lo mostraba, Gómez pudo percibir una leve incomodidad en sus ojos. Como si incluso él, con todo su autocontrol y profesionalismo, estuviera lidiando con algo que lo superaba.
Mendelson apoyó los brazos sobre el escritorio y entrelazó las manos, dejando que el silencio llenara el espacio durante unos segundos más antes de hablar. Gómez lo observaba, tratando de descifrar lo que estaba por venir. Sabía que esta no era una simple reunión para informarle sobre su suspensión; había algo más, algo que Mendelson aún no había revelado.
“Silarus siempre ha sido un buen oyente” Pensó Gómez con una pizca de sarcasmo, mirando de reojo a la pequeña criatura que ahora lo observaba con curiosidad. Por un momento, deseó poder intercambiar lugares con el alienígena, flotando sin preocupaciones, lejos de la burocracia de la fundación. Pero esa no era una opción, y Gómez lo sabía bien.
Mendelson exhaló suavemente, dejando que el silencio entre ambos se asentara, como una cortina que separaba la profesionalidad del vínculo personal que había entre ellos. Gómez se mantuvo inmóvil en el sillón, observando la postura rígida de su jefe. Podía sentir que lo que estaba a punto de escuchar no iba a ser sencillo. Mendelson, por su parte, parecía medir cada palabra antes de dejarla salir, consciente de las implicaciones de lo que estaba a punto de decir.
—Gómez… —Empezó, su voz más suave de lo habitual— No es que no confíe en ti, ni que no aprecie tu servicio. Llevas años trabajando para este laboratorio, y tus resultados han sido incuestionables en muchos sentidos—Hizo una pausa, como si luchara por encontrar la forma adecuada de decir lo que seguía— Pero los tiempos han cambiado, y con ellos, las prioridades de la fundación.
Gómez sintió un nudo formarse en su estómago. Ya había escuchado variaciones de ese discurso antes, pero el hecho de que viniera de Mendelson, alguien que siempre había respaldado sus métodos, lo hacía más difícil de digerir. Se inclinó un poco hacia adelante, tratando de mostrarse calmado, aunque por dentro bullía de frustración.
—¿Prioridades? —Repitió, casi con incredulidad— ¿Qué prioridades son esas que hacen que suspendan a un agente por hacer su trabajo?
Mendelson dejó escapar un suspiro y se inclinó hacia atrás en su sillón, frotándose el puente de la nariz. Silarus emitió un suave zumbido, como si sintiera la tensión en la sala.
—No me malinterpretes —Respondió Mendelson— Sé que lo que hiciste en ese interrogatorio fue, desde tu perspectiva, necesario. Y créeme, entiendo la presión. Thomas Smith prometía tener información que valía el presupuesto de una década de trabajo del laboratorio 32, es comprensible tratar de extraer esa información con un interrogatorio y lo que ocurrió no es algo que cualquiera pueda manejar. Pero… —Hizo una pausa, levantando una mano para detener la inminente respuesta de Gómez— Ya no estamos en la época en la que esos métodos son aceptables.