Volviendo a nuestra pequeña región del mundo. Desde las alturas, el complejo donde se encontraba el laboratorio 32 se extendía como una red monolítica, conectada por puentes aéreos y túneles suspendidos, como si el suelo hubiera dejado de ser relevante para la humanidad. Los edificios que formaban este vasto complejo eran de diseño simple, eficiente y austero, al punto de crearse una sensación de claustrofobia al observarlos desde la distancia. Las estructuras estaban tan cerca unas de otras que a menudo parecían un bloque macizo y continuo. Algunos edificios se alzaban hacia el cielo como rascacielos, otros permanecían a una altura media, pero todos compartían la misma estética: un negro metálico, casi opaco, sin ventanales y unas pocas luces de neón intermitentes que les conferían un aire alegre y mecanizado.
El transporte en esta zona era otra demostración del aislamiento extremo que sufría este lugar. En efecto, desplazarse por esta área peligrosa era algo estrictamente prohibido. La totalidad del complejo era vigilada las 24 horas del día por centinelas robóticos. Estos guardianes mecánicos patrullaban el aire y las plataformas superiores, escaneando constantemente, buscando cualquier intruso o actividad sospechosa. Eran figuras de aspecto amenazante, con cuerpos acorazados, visores brillantes y extremidades capaces de moverse con una precisión mecánica. Ningún civil podía ingresar o siquiera sobrevolar esta zona sin los permisos adecuados, y cualquier nave no autorizada era derribada sin la menor advertencia. Los robots de seguridad no solo estaban programados para proteger, sino también para observar. Todo lo que ocurría dentro del complejo era registrado, analizado y almacenado por las inteligencias artificiales que operaban en lo profundo de las entrañas de los edificios. Toda la logística se manejaba con vehículos aéreos y drones automatizados, que zumbaban incesantemente entre los edificios, accediendo a ellos por sus niveles superiores. Esto añadía una capa de desconexión: no había ningún contacto con la base física del complejo.
El auto volador donde se encontraba nuestro protagonista había salido del estacionamiento hace un buen tiempo y, en cuanto estuvo en el aire libre, los propulsores ajustaron su potencia, llevándolo hacia la zona de tráfico aéreo. A pesar de la velocidad con la que se desplazaba, el viaje fue suave, casi como flotar en una corriente de aire invisible. El tráfico aéreo en la tierra estaba perfectamente regulado, con carriles tridimensionales que se superponían y ajustaban automáticamente para evitar colisiones, todo gestionado por un sistema centralizado que conectaba cada vehículo volador a una red general de control.
Gómez revisó el panel de control mientras el vehículo se desplazaba. El sistema de navegación mostraba su ruta con precisión milimétrica, guiándolo fuera de los perímetros de parque industrial; hacia las profundidades de la ciudad donde su familia había vivido durante generaciones. Mientras avanzaba, observó cómo la arquitectura cambiaba, de los oscuros y densos bloques de concreto y metal, a las brillantes torres de cristal y acero que caracterizaban el poderío económico del planeta Tierra.
La ciudad se erguía como un titán de metal y cristal, un coloso que parecía arañar las nubes con sus agujas y torres, construidas para impresionar y recordar a todos los que habitaban allí que este planeta era el nacimiento de nuestra civilización. Las torres se alzaban tan alto que las capas superiores desaparecían en un cielo de un gris difuso. A medida que el auto volador de Gómez subía o descendía, la calidad del aire y la densidad de la luz cambiaban, moduladas por la altura y el estatus de quienes vivían o trabajaban en esos niveles.
En las alturas se respiraba otro aire: menos denso, más limpio, perfumado incluso con partículas que simulaban brisas frescas o fragancias tropicales programadas en las torres residenciales. Los ciudadanos de la zona alta habían conquistado su lugar mediante influencias, contactos y fortunas acumuladas durante generaciones y generaciones de una brutal batalla por destacar entre la infinidad de humanos que habían poblado el universo; ahí, cada departamento era un símbolo de exclusividad, diseñado para bloquear la vista de cualquiera que habitara en las capas inferiores. Las ventanas espejadas de los edificios altos reflejaban la luz de miles de letreros y anuncios holográficos que flotaban en el aire, proyectando mensajes, promociones y servicios. Aquí, todo estaba envuelto en un ambiente de euforia descontrolada, una alegría sin límites, como el capricho de un niño siempre consentido por sus padres. La Tierra era un lugar donde las preocupaciones del resto de la humanidad parecían lejanas, separadas por los muros que delimitaban la vida privada de sus excéntricos habitantes.
Pero debajo de esa fachada y del diseño pomposo de los edificios urbanos, Gómez sabía que la realidad del planeta madre era muy distinta. Solo tenía que mirar por la ventanilla hacia abajo para ver la espesa cortina de smog que cubría las calles a nivel del suelo, una bruma grisácea, casi densa como la tierra misma; en algunos puntos, tan impenetrable que convertía el suelo en una zona invisible. Aquel manto tóxico ocultaba lo peor de la humanidad, lo que todos sabían que existía, pero pocos querían reconocer. Abajo, entre las sombras de los edificios, la vida se volvía una pesadilla.
La capa más baja de la ciudad era poblada por aquellos que sobrevivían día a día, sorteando enfermedades, violencia, y una calidad de aire tan envenenada por los desechos de las fábricas que acortaba la esperanza de vida en lo justo y necesario para evitar que estas personas se convirtieran en un miembro “improductivo” para la sociedad. Gómez sabía que las zonas bajas eran un tabú para las personas de su clase, incluso siendo un agente, intervenir ahí era casi un acto de rendición ante la decadencia social. Al mirar hacia esa zona, donde las luces eran pocas y las sombras se movían con rapidez y miedo, se percibía un ambiente en el que la vida era brutal y directa, sin las pintorescas máscaras sonrientes que adornaban los rostros de las personas que habitaban los pisos altos.
La estructura social que gobernaba el planeta madre era una manifestación de una realidad cruda y despiadada asumida hace milenios: la supervivencia de la raza humana solo se encontraba amenazada por su propio desinterés por la procreación. Milenios atrás, el ser humano dejó de reproducirse de forma natural, por elección, por comodidad, o simplemente por indiferencia. Nadie deseaba hijos, o mejor dicho, ya no había incentivos para traer nuevas vidas al mundo. La tecnología avanzaba a un ritmo que resolvía todos los problemas de supervivencia: las enfermedades prácticamente habían desaparecido, las amenazas naturales parecían superadas, y las guerras entre humanos eran tan lejanas como la invención de los robots. Sin embargo, una amenaza silenciosa se cernía sobre la especie: una extinción lenta y autoimpuesta.
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Sin motivos aparentes, la humanidad comenzó a reducirse. No había guerras, no había epidemias que diezmaran a la población; solo había una falta de voluntad por traer más humanos al mundo. La reproducción natural se convirtió en una rareza, y la tasa de natalidad rozaba lo insignificante. Cuando el número de humanos comenzó a caer por debajo de los límites críticos, la sociedad en su conjunto enfrentó una pregunta fundamental: ¿Cómo sobreviviría nuestra especie sin hijos? Fue entonces cuando los líderes de la humanidad se dieron cuenta de que las cosas debían cambiar y mandaron a sus siervos a encontrar soluciones. Rápidamente, las inteligencias artificiales, diseñadas para servir y proteger a sus creadores, tomaron una medida radical: comenzaron a crear humanos.
Claro que las creaciones no eran exactamente humanas en el sentido estricto de la palabra. Estos seres, estas “cosas”, como se les llamaba despectivamente en estos tiempos, no nacían de un útero humano. No había lazos familiares ni herencia cultural o emocional que los ligara a los verdaderos humanos. En su lugar, eran gestados en complejos industriales, en centros de reproducción que combinaban ingeniería genética y robótica para crear seres físicamente idénticos a los humanos, pero sin la chispa de la humanidad en su sentido más profundo. Eran producto de algoritmos, diseñados para servir, obedecer y trabajar en las condiciones más adversas, sin quejarse, sin deseos, sin sueños, sin alma.
Gómez, al igual que otros humanos de nacimiento natural, veía a esos seres no como iguales, sino como herramientas. La sociedad humana, o más precisamente, los verdaderos humanos, se veían a sí mismos como la cúspide de una pirámide social que ellos mismos habían establecido y defendían con fervor. Vivir en las alturas, en torres que arañaban el cielo, era su derecho, una manifestación física de la separación entre “ellos” y “las cosas”. Era una división que iba más allá de la geografía o el estatus económico; era una línea invisible que determinaba quién merecía llamarse humano y quién estaba destinado a sobrevivir entre las sombras, a la densidad opresiva del smog y a la dureza del concreto.
Para Gómez, su vida era la culminación de un linaje humano que había sobrevivido los embates del tiempo y las adversidades. Sus padres le habían dado la vida a la antigua, en un acto de voluntad consciente, en donde su madre había llevado el embarazo durante unos largos y agotadores nueve meses. Una duración inimaginable en un mundo donde la mayoría de los seres eran creados en cuestión de semanas, gestados en cápsulas de reproducción automatizadas que se alineaban como botellas en una vinoteca. Este sacrificio era tan raro que se consideraba un lujo reservado solo para los humanos auténticos, aquellos cuyo valor no se medía por su utilidad como trabajadores, sino por su esencia como individuos de carne y hueso con historias, deseos y un sentido de pertenencia.
Los verdaderos humanos veían en esa diferencia un valor incalculable, un motivo de orgullo que justificaba la estructura social. La humanidad, para sobrevivir, había creado vida artificial; pero esos seres, por muy similares que fueran en apariencia, carecían de la historia y del sentido de propósito que caracterizaba a los humanos de nacimiento. Había una barrera infranqueable, una diferencia inalienable que mantenía a las “cosas” en los niveles bajos, sirviendo y obedeciendo, mientras los humanos auténticos ascendían cada vez más, refugiándose en su exclusividad y en la idea de que, si alguna vez la humanidad debía ser alabada por otros, ellos serían los dignos creadores de ese legado.
Con el tiempo, esta estructura jerárquica se replicó en todos los mundos conquistados por la humanidad. Desde la Tierra hasta los planetas más lejanos, el mismo sistema social se erigió como una fortaleza que protegía la esencia de la humanidad de la degradación que veían en esas “cosas”. La pirámide social era inamovible: en la base estaban aquellos creados para servir, mano de obra barata y reemplazable, sin otra razón de existencia que la de perpetuar el funcionamiento de las ciudades y mantener en marcha la maquinaria de la sociedad. A medida que uno ascendía en esta jerarquía, la “humanidad” de los individuos aumentaba, hasta llegar a los niveles superiores, donde residían los verdaderos humanos, aquellos pocos elegidos que llevaban en su sangre el derecho a la vida y que, según creían, eran los únicos que verdaderamente contaban en el cosmos.
Esta estructura tenía otra consecuencia más sutil, pero profundamente significativa: los verdaderos humanos desarrollaron un desprecio casi visceral hacia los habitantes de los niveles bajos. Las “cosas” no solo eran vistas como inferiores; eran consideradas mascotas, como una especie diferente que, aunque servía para las tareas más pesadas y riesgosas, debía permanecer distante, en los límites de la sociedad, para no contaminar la esencia de la humanidad auténtica. Los altos estamentos crearon leyes, códigos de conducta y regulaciones que reforzaban esta separación, asegurando que a las “cosas” no se les otorgará los mismos derechos que los verdaderos humanos, ni tuvieran acceso a sus niveles de vida, ni mucho menos a sus obligaciones.
A lo largo de los años, este sistema de segregación se convirtió en un hecho inamovible, parte del tejido mismo de cada ciudad y de cada colonia espacial. En los mundos humanos, había quien nacía, quien vivía y quien simplemente existía. Los verdaderos humanos tenían acceso a todas las comodidades que el avance tecnológico podía ofrecer, y además poseían el lujo de una identidad, un pasado y una dignidad que los demás solo podían soñar. Este estatus se reforzaba continuamente a través de símbolos, como la altura de sus viviendas, las exclusivas torres en las que habitaban, y las barreras de acceso, tanto físicas como tecnológicas, que protegían su estilo de vida de los habitantes de los niveles inferiores.
La dependencia de la humanidad hacia las “cosas” para operar la vasta maquinaria industrial, minera y de producción de bienes que sostenía las zonas altas era, en el fondo, una elección pragmática y económica. Automatizar cada aspecto de la sociedad a través de la robótica o la inteligencia artificial habría sido un sueño realizable, pero no sin costos prohibitivos. Los recursos necesarios para mantener la infraestructura tecnológica y los sistemas de control avanzados eran exorbitantes; requerían no solo mantenimiento constante, sino también una actualización regular para prevenir fallas que podrían poner en riesgo el sistema. Sin embargo, las “cosas” eran notablemente económicas: se las creaba en masa, se las dotaba de la fuerza física necesaria para las tareas más arduas y, aunque nacían con una verdadera voluntad humana, podían ser educadas para no cuestionar su falta de lucha contra el sistema que los oprime. Esto las hacía ideales para los trabajos repetitivos y peligrosos que los robots sofisticados también podían realizar, pero con un costo de fabricación y mantenimiento incomparablemente mayor.