Finalmente, llegamos al tercer dogma: “La gente en el poder ha sido, es y será corrupta” - es el dogma que te enseña a predecir el futuro y evitar las casualidades.
El término “nuevo mundo” se había vuelto popular entre los reclutas más jóvenes para referirse al “otro mundo”, sobre todo entre los exploradores. Cada vez que Gómez lo oía, sentía un escalofrío recorrer su cuerpo. Era como si todo se estuviera repitiendo, solo que esta vez no era su padre quien gritaba frustrado frente al televisor por cómo la sociedad estaba cambiando. Ahora, era él quien veía con desesperación lo que el mundo se estaba convirtiendo, solo que, a diferencia de su padre, Gómez no podía alzar la voz. Solo podía quejarse en silencio o tendría que olvidarse de seguir trabajando en la fundación. Si se atrevía a hablar demasiado, lo pondrían en la “lista negra”, como ya había sucedido con tantos de sus antiguos compañeros. Era una caza de brujas en la que los veteranos como él eran constantemente señalados, obligados a recoger sus cosas y abandonar el laboratorio. No podía ser de otra forma; era la única manera en que el “sistema” logrará funcionar. Los dinosaurios eran una amenaza para el nuevo orden, y su extinción no solo era inevitable, sino que cuanto antes sucediera, mejor.
La censura era efectiva, puesto que eran los mismos miembros de la sociedad los que procedían “autocensurarse”. Gomez no advertía a los nuevos reclutas no porque no pudiera hacerlo, sino porque no “podía” hacerlo. Es decir: no quería hacerlo. Las palabras “poder” y “querer” se habían intercambiado peligrosamente en este futuro. Obviamente, esto no era una casualidad.
Una vez más, las manos invisibles se movían con sutileza, y esta vez, Gómez observaba como un observador atento el delicado vaivén de sus hilos. Eran movimientos suaves, casi imperceptibles, pero el patrón era inconfundible. El modus operandi era el mismo que había visto antes. Todo comenzaba con la negación. Esta vez, el fenómeno más peligroso que círculo en las redes sociales hace unos años fue una serie de memes alarmantes que parecían gritar en todas direcciones: “Los rituales son peligrosos”, “Los niños no deberían hacer rituales”, “Los adolescentes no deben bromear con el otro mundo”, “Alejen el otro mundo de nuestros niños”, “Maten a quienes usen niños en rituales”, “Muerte a los enfermos mentales que sacrifican niños”, “Bala al asesino de niños”.
Aquellos mensajes parecían advertencias, pero en realidad estaban pavimentando un camino peligroso. Se establecía un tema de conversación que durante siglos había estado enterrado y marginado, algo que ni siquiera se discutía porque era impensable. Ningún padre con algo de cordura habría permitido que sus hijos se vieran involucrados en rituales oscuros, y mucho menos existía algún político dispuesto a debatir si los niños que cometían crímenes podían ser utilizados como “material” en dichos rituales. Era algo tan aberrante que no formaba parte de nuestra naturaleza humana. Pero, a pesar de eso, los memes y las discusiones virtuales: “gritaban la negación”, “recordaban la negación”, “manifestaban la negación”.
La negación, sin embargo, no tenía un destinatario real. Era una negación hacia el vacío, hacia lo inexistente. No tenía sentido el decir “NO” a lo que implícitamente ya se decía no. Se trataba de una excusa para poner sobre la mesa un tema que antes ni siquiera se consideraba debatible. Era la estrategia perfecta, una que Gómez había visto repetirse una y otra vez a lo largo de la historia. Se recordaba algo que no era necesario recordar, se discutía algo que jamás había sido parte de la discusión, y poco a poco, la gente comenzaba a considerarlo, a darle vueltas en la cabeza.
Así había empezado todo durante el final de la dictadura, con mensajes similares que negaban la existencia del “otro mundo”, como si hubiera necesidad de convencer a alguien de que aquello no era real. Prácticamente, no había eventos paranormales en aquellos días y los que había eran terriblemente censurados. ¿Por qué alguien negaría la existencia de algo que se suponía que “no” debía existir? Pero era precisamente ese el punto: al negarlo tan vehementemente, lograban que la gente empezara a preguntarse por qué era necesario negarlo.
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Entonces se entraba en la segunda fase de este proyecto de ingeniería social: la comedia negra, la mofa, el entretenimiento que trivializa lo inaceptable. A medida que la idea empezaba a cobrar vida en la mente de las personas, se comenzaba a explotar el concepto desde diferentes enfoques humorísticos. Memes sobre jóvenes realizando rituales con inocencia o ignorancia, burlas hacia aquellos que decían haber sacrificado niños en nombre de lo desconocido, insultos disfrazados de chistes hacia quienes aún creían que esas prácticas funcionaban. Lo ridículo se convertía en tema de risa, logrando así que cada vez más personas, a través del humor, se sumergieran poco a poco en ese “nuevo mundo”.
La táctica era astuta. Al principio, no había defensores del fenómeno, solo una “masa” que, unida por la mofa, sentía que pertenecía a un grupo. Era una tribu urbana con una identidad clara: el ridículo hacia aquellos que creían en los rituales. Era un proceso lento pero calculado, que comenzaba con memes y seguía con pequeños “Easter eggs” en películas y series, al unísono avanzaba a videojuegos o libros, comics, revistas. Finalmente, llegaba al entretenimiento donde se agrupaba el público más tradicionalista. Así, lo que antes era impensable se normalizaba y se convertía en una tendencia social.
Con el tiempo, se llegaba a la tercera etapa. Ahora, la masa se subdividía en dos grandes grupos: aquellos que seguían burlándose y ridiculizando el fenómeno, y aquellos que comenzaban a defenderlo, aunque al principio fueran una minoría. Estos defensores empezaban tímidamente, cuestionando con ideas que, en otro momento, habrían sido descartadas inmediatamente. «¿Por qué los niños no pueden hacer rituales? ¿Acaso no sería beneficioso prepararlos para enfrentar lo desconocido? ¿No deberían explorar el otro mundo si es parte de nuestra realidad?». Así, se lanzaban las primeras semillas de la defensa. Las ideas más radicales eran filtradas, pero algunas comenzaban a echar raíces en la mente de las personas. «¿Por qué no usar a los condenados a muerte en rituales? Si ya es legal que se les pueda sacrificar, ¿por qué no sumar a los niños que cometen crímenes graves? Después de todo, también han hecho algo terrible, ¿no? Todo es por el bien común, estos rituales nos benefician a todos»
Aunque al principio solo unos pocos adoptaban estas ideas, la masa defensora crecía naturalmente a medida que sus argumentos se perfeccionaban y sus propuestas se volvían más elaboradas. Los más extremistas, en lugar de ser rechazados, esperaban pacientemente el momento en que su radicalismo fuera más aceptado, confiando en que, con el tiempo, la sociedad normalizaría estas ideas. Los defensores más moderados eran aquellos que jugaban el papel más importante en este punto. Presentaban sus argumentos con mayor cuidado, sabiendo que el verdadero extremismo debía esperar hasta que la sociedad estuviera lista.
Al mismo tiempo, el otro grupo continuaba con su burla y rechazo, pero ahora, paradójicamente, ese rechazo servía para darle más fuerza a los defensores del fenómeno. Al criticar y atacar constantemente, creaban un enemigo común para la nueva tribu defensora. Estos últimos se unían más, sus ideales se hacían cada vez más firmes y se alimentaban del conflicto. Cada ataque reforzaba su postura y los hacía más feroces en su defensa, transformando lo que antes era solo una idea marginal en una causa con seguidores apasionados.
Era una estrategia brillante. Al crear este falso debate, se le daba forma y estructura a algo que en sus inicios nunca debió ser tema de discusión. Así se creaba la ilusión de un debate real, cuando en realidad todo era parte de un juego mucho más grande. Los defensores, aunque convencidos de luchar por una causa noble, no eran más que piezas en un tablero controlado por aquellos que movían los hilos desde las sombras. Idiotas funcionales al poder de turno, que mientras debatían con fervor, no se daban cuenta de que el fin último siempre había estado claro: “Poder y Dinero”. Y el dinero, como bien sabía Gómez, siempre terminaba bailando al compás de quien lanzaba las monedas al aire. Por lo que “Poder y Dinero” no eran palabras diferenciables en este concepto.
El ciclo se repetía una y otra vez, con las mismas manos invisibles manipulando los hilos, manteniendo a todos distraídos mientras ellos cosechaban los frutos. No importaba el tema, lo esencial era mantener a la sociedad en un estado de constante división, donde cada grupo tenía algo que defender o atacar. Así, mientras los exploradores del “nuevo mundo” discutían apasionadamente sobre los derechos de los niños en los rituales, o sobre si los condenados a muerte merecían ser usados en experimentos paranormales, el verdadero poder permanecía oculto, controlando el rumbo de la conversación sin que nadie se diera cuenta. Nunca se estaba debatiendo, porque no era un debate: era una imposición. El tema era que esta imposición tuviera la menor defensa posible y que sea aceptada “naturalmente”.