La voz de Gómez resonó en la habitación, amplificada por las paredes de cemento que no dejaban escapar ningún sonido. El prisionero, Thomas Smith, profesor de historia en otra vida, bajó la mirada, nervioso. Se humedeció los labios antes de hablar en un susurro quebradizo.
—Quiero firmar un contrato antes de hablar… No confío en ustedes —Sus palabras apenas rompieron el silencio que había caído tras el grito del agente.
El agente Gómez rió, pero no era una risa genuina. Era una risa cruel, vacía, que resonaba como una sentencia:
—¿Contrato? ¿Un contrato dices?… Estás condenado a muerte, Thomas. No hay contratos que te salven de eso. Pero si la información que nos das es útil, bueno… podríamos liberarte de manera extraoficial. No habrá nada por escrito. Y si te atrapan de nuevo, te “suicidarán” por haberte escapado del centro de investigaciones. Ese es el trato. Lo tomas o lo dejas.
El prisionero temblaba. Sus dedos tamborileaban sobre la mesa con nerviosismo. Sus ojos se movían frenéticamente, buscando una salida, una rendija en la armadura del agente Gómez. Finalmente, soltó un suspiro desesperado:
—¿No es posible realizar este intercambio como un asunto oficial? Mi esposa… mis hijos… no puedo desaparecer y abandonarlos de esa forma. No puedo escapar solo para que me vuelvan a atrapar ¡Necesito rearmar mi vida! ¡Necesito que me liberen de mi condena! Esta información podría valer millones de dólares para la fundación. ¡Piensa en el bono que te darán!
Gómez lo observaba en silencio. Sus ojos volvieron a los informes arriba de la mesa. Había varios, pero el más importante era una pequeña tarjeta de plástico con suficiente peso como para sentenciar a alguien. El documento detallaba la vida pasada del prisionero resumida en unas cuantas líneas:
Tarjeta del prisionero
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Nombre Thomas Smith
Código de Identificación 420300 Ocupación Profesor de historia latinoamericana, Escuela Secundaria St. Patrick, Florida, EE. UU. Condena | Causa Pena de muerte | Asesinato múltiple: (6 estudiantes) Conducta Muy buena
Era increíble pensar que un simple profesor de secundaria pudiera tener información tan valiosa. El agente Gómez lo sabía, pero también sabía que la realidad solía ser mucho más retorcida de lo que aparentaba. Especialmente en su línea de trabajo.
—Si no fueras un desgraciado mutilador de niños, quizás habría otra salida —Dijo Gómez con frialdad— Pero eres peligroso para la sociedad, Thomas. No es tan fácil dejarte salir. Deberías aceptar el trato: me das la información, buscas a tu esposa, a tus hijos, y te escapas del país.
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Las palabras del agente cayeron como un martillo sobre la cabeza de Thomas. Por un momento, su mente viajó de regreso a aquel día maldito en la escuela, cuando todo se desmoronó. Recordaba los gritos, las miradas vacías de sus estudiantes, el olor a sangre en los pasillos. Ese día fue un viaje de no retorno al infierno.
—¡Mis estudiantes enloquecieron! ¡Intentaron matarme! —Gritó Thomas, con un destello de furia en su mirada.
Gómez no pestañeó. No había empatía en él:
—Eso no cambia el hecho de que mataste a seis estudiantes. Podrías haber escapado. Sin embargo, decidiste quedarte y luchar. ¿Por qué? ¿No te pareció una idiotez hacerte el héroe en un momento así?—Preguntó, acercándose lentamente, con una sonrisa burlona en los labios.
Thomas apretó los puños. Las cadenas que lo sujetaban a la silla resonaron en el silencio de la habitación. Sabía que no podía perder la calma, pero era más fácil pensarlo que hacerlo. Respiró hondo, intentando calmarse, y luego suplicó:
—¡Mi información vale más que una libertad temporal! ¡No quiero pasar mi vida huyendo! Quiero ver crecer a mis hijos… por favor, agente… si me ayudas, te ayudaré a ser rico.
Gómez entrecerró los ojos, pensativo. Sabía que Thomas estaba desesperado. Pero también sabía que algo más estaba ocurriendo, algo que aún no comprendía por completo. Se pasó una mano por el rostro, masajeándose la frente. Recordó que este hombre era profesor de secundaria, con ese pasado podría negociar con sus superiores un mejor acuerdo.
—Podríamos darte una nueva identidad como investigador… —Murmuró el agente, dejando caer la oferta como un cebo.
Los ojos de Thomas se iluminaron, pero detrás de esa chispa de esperanza, Gómez vio algo más: miedo. El tipo de miedo que solo siente alguien que ha visto algo más allá de lo comprensible.
—Necesito saber qué clase de información tienes —Continuó Gómez, su tono más suave— Yo no soy quién para decidir si tu información vale millones. Pero puedo garantizar que si es valiosa, te sacaré de aquí. Y si me estás mintiendo… bueno, ya sabes lo que te espera.
El silencio volvió a caer sobre la habitación, interrumpido solo por el zumbido de la lámpara. Thomas tragó saliva, su mirada oscura. Finalmente, sus labios se entreabrieron, y comenzó a hablar en un susurro apenas audible, como si temiera que alguien más estuviera escuchando:
—Soy un buen hombre, agente. Debes creerme. “Ellos”… no eran mis estudiantes. Eran algo más. Estaban… poseído. No sé qué les pasó, pero sé que la Fundación A.P.D. tiene las respuestas. Yo los investigaba… y “ellos”… vinieron por mí. Sí, “ellos” vinieron por mí. La investigación era demasiado peligrosa para “ellos”.
Gómez sintió un escalofrío recorrer su espalda. No había rastro de mentira en los ojos de Thomas. Pero lo que estaba diciendo era aterrador. Había trabajado muchos años en la Fundación A.P.D. y sabía que la curiosidad de un hombre inteligente investigando algo que era mejor dejar oculto en el olvido podría provocar tragedias inimaginables. La atmósfera se había vuelto más densa, como si el aire mismo de la habitación intentara aplastarlos. La lámpara oxidada seguía parpadeando, emitiendo esa luz blanca enferma que apenas lograba iluminar los contornos de los objetos. Gómez apoyó las manos en la mesa, inclinándose hacia Thomas. En su mente, comenzaba a conectar piezas, pero no lograba ver el cuadro completo.
—¿Tus estudiantes fueron “poseídos”? —Preguntó Gómez, dejando que la palabra colgara en el aire como una amenaza latente. Su tono era incrédulo, pero dentro de él, algo se removió. La Fundación A.P.D. no era ajena a cosas extrañas, y él había visto más de lo que cualquier persona normal podría soportar. Sin embargo, siempre se mantenía un límite, una línea entre la realidad y lo sobrenatural. Este profesor de historia había visto algo paranormal, Gómez no tenía dudas de eso, pero Thomas estaba insinuando que eso que había visto se debía a un impactante secreto. Tal conexión no ocurría con frecuencia.
Thomas tragó saliva, nervioso. Sus ojos parpadearon con rapidez, como si temiera que algo pudiera salir de las sombras en cualquier momento.
—No me crees —Dijo en voz baja— Pero en el fondo tú también sabes que algo en este mundo no está bien. “Ellos”… —Su voz se quebró un poco, como si hubiera cambiado de palabras de golpe— Ellos no eran mis estudiantes. Las cosas que hicieron, las cosas que vi, no son humanas.
Gómez chasqueó la lengua y golpeó la mesa suavemente con la vara de metal oxidada, un gesto que delataba impaciencia, pero también una pequeña dosis de nerviosismo. Podía sentir que algo en la historia de Thomas lo afectaba más de lo que quería admitir.
—Lo que quiero saber —Respondió Gómez, sus palabras afiladas como cuchillos— Es por qué deberíamos creerte. Mira, Thomas, estás aquí porque masacraste a seis jovencitos. Seis niñitos que de suerte habían empezado a experimentar lo que es el amor. Eso no es algo que pueda ignorarse solo porque empiezas a soltar información falsa.