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La Última Misión (1)

Tras salir de la sala de control, en el camino del corredor principal, Gómez se cruzó con varios rostros conocidos, veteranos que había visto durante años, colegas que habían compartido con él misiones peligrosas y que habían sobrevivido a lo peor del otro mundo. Algunos lo saludaron con una sonrisa triste, otros con un discurso más apasionado. Gómez se despidió de cada uno, intercambiando breves palabras, rememorando momentos pasados.

—Cuídate, Gómez —Le dijo García, uno de los agentes de campo que había estado con él desde el inicio— Nos vemos en el funeral de Jonathan.

—Claro, ahí estaré. Tú también cuídate, García —Respondió Gómez, dándole un apretón de manos— Y mantente alerta. Nunca se sabe que nos espera en la próxima misión.

Siguió avanzando, y entre los rostros conocidos, también estaban los nuevos reclutas, esos jóvenes que habían llegado a la fundación buscando un trabajo bien remunerado y aventurarse en lo paranormal. A lo largo de los años, Gómez había desarrollado un cierto cariño por ellos, aunque su relación nunca había sido tan cercana como con los veteranos. Sin embargo, se sorprendió al ver que algunos de los reclutas también parecían afectados por su partida.

—Gómez, no te vayas sin despedirte de nosotros —Dijo uno de los chicos, un muchacho llamado Ricardo, que apenas llevaba seis meses en la fundación.

Gómez sonrió, sabiendo que, aunque esos jóvenes todavía tenían mucho por aprender, eran el futuro de la fundación.

—No me olvido de ustedes, Ricardo —Respondió, dándole una palmada en la espalda— Sigan trabajando duro, y nunca subestimen lo que hay allá afuera. No confíen en esos videos que les prepara recursos humanos, esos tipos no saben un carajo de este negocio.

Los chicos asintieron solemnemente, y Gómez continuó su camino. Con cada paso que daba, sentía que dejaba atrás no solo la fundación, sino una parte de sí mismo. Los recuerdos, las misiones, los compañeros caídos, todo lo que había vivido en esos años estaba grabado en las paredes del laboratorio. Ahora, con su partida, era como si una etapa entera de su vida llegara a su fin.

Finalmente, llegó al pasillo principal, el último tramo antes de llegar al ascensor. Se detuvo por un momento, mirando hacia atrás. Ya lo había decidido. No había cabida para él en la fundación, y si no renunciaba pronto, sabía que sería el siguiente en “suicidarse”. Gómez no temía a la muerte. Lo que realmente le aterraba era la idea de que si llegaba a aparecer muerto, no serían pocos los amigos que investigarían su caso solo para terminar atrapados en la misma tragedia. Sabía que cualquiera que intentara desenterrar la verdad correría el mismo destino, cayendo uno tras otro como piezas de un dominó imparable. Alguien debía asumir la responsabilidad de detener ese ciclo antes de que todos pagaran las consecuencias de meterse en una lucha donde los enemigos eran demasiado poderosos.

Con un último suspiro, Gómez giró sobre sus talones y se adentró en el ascensor. Las puertas se cerraron con una lentitud melancólica, como si le ofrecieran un último vistazo a lo que alguna vez consideró su segundo hogar. Los recuerdos de casos pasados, de momentos alegres y de un propósito que alguna vez tuvo claridad, ahora se sentían ajenos.

Gómez se dirigió al piso 9, donde se encontraba el departamento de investigaciones especiales. Era allí donde Marcus se ocupaba de atender los casos relacionados con desapariciones. Mientras ascendía en el ascensor, Gómez no podía evitar repasar en su mente todas las piezas que aún no encajaban. El suicidio de Jonathan parecía un hecho irrefutable para muchos, respaldado por testimonios y pruebas que confirmaban su comportamiento errático en sus últimos días. Sin embargo, algo dentro de él seguía gritándole que no todo estaba claro, que había sombras que todavía debían ser iluminadas. Y Marcus, aunque insoportable, podía tener información crucial que lo ayudara a cerrar este capítulo.

Las puertas del ascensor se abrieron con un susurro mecánico, revelando el noveno piso del laboratorio. La sección de investigaciones especiales lo recibió con su habitual ambiente clínico y deshumanizado. Gómez avanzó, con sus pasos resonando sobre el piso metálico, mientras las luces blancas de los paneles en el techo bañaban todo a su alrededor en una claridad incómoda. Aquí, el frío no solo provenía del implacable aire acondicionado que mantenía la temperatura bajo control, sino también de la atmósfera sombría que se filtraba de los prisioneros. Ellos vagaban de una sala a otra, con miradas vacías, ojos opacos que ya no reflejaban esperanza ni miedo, como si todo lo que los hacía humanos hubiera quedado atrás.

Los robots de seguridad patrullaban los pasillos de forma rutinaria, emitiendo zumbidos mecánicos que solo acentuaban su ausencia de vida. Los pocos científicos que se encontraban allí parecían sombras, figuras encorvadas sobre sus estaciones de trabajo, absortos en los monitores y las pantallas táctiles que proyectaban diagramas y gráficos de lo que solo podría describirse como “inexplicable”. No se molestaron en levantar la vista cuando Gómez pasó a su lado. Eran tan indiferentes a su presencia como los propios objetos que estudiaban. Y es que, en este piso, la ciencia se mezclaba con lo desconocido de una forma que desafiaba cualquier lógica. No eran simples pruebas; eran análisis de fenómenos y entidades que ni siquiera deberían existir en nuestro mundo.

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A medida que caminaba, sus ojos se movían hacia los cristales que delimitaban los laboratorios en cuestión. Gómez vio un grupo de científicos trabajando alrededor de lo que solo podía describirse como una esfera negra flotando en el aire, rodeada de una ligera distorsión que hacía temblar el espacio a su alrededor. No proyectaba luz ni sombra, era simplemente una presencia inquietante que desafiaba cualquier intento de comprender su naturaleza. Algunos dentro de la fundación afirmaban que aquel objeto era capaz de desintegrar todo lo que tocara, llevándolo a algún lugar desconocido. Otros, más pragmáticos, lo veían como una oportunidad, sugiriendo que podía ser utilizado como un destructor de residuos industriales, una solución eficiente para un problema de escala global. Aunque sus límites aún no estaban claros y todavía no podía ser explotado comercialmente, el potencial era inmenso. Había una creciente sensación de que esta esfera, una vez domesticada, podría convertirse en la próxima gran patente del laboratorio 32.

Mientras seguía caminando por el pasillo, Gómez pasó junto a un laboratorio donde estudiaban lo que a simple vista parecía una simple silla de madera. Pero él sabía que no lo era. Recordaba haber oído rumores perturbadores sobre esa silla. Los primeros informes hablaban de que cualquiera que se sentara en ella desaparecía sin dejar rastro. Nadie sabía a dónde iban o si seguían existiendo en algún lugar, pero los pocos que habían logrado regresar lo hacían completamente desquiciados, incapaces de pronunciar una palabra coherente. Los científicos trabajaban sin descanso para desentrañar los secretos de ese objeto. Estaban convencidos de que esa silla contenía un portal, una puerta hacia un lugar desconocido que ofrecía un potencial ilimitado para la exploración. A pesar de las teorías que surgían sobre el destino de los desaparecidos, las respuestas seguían siendo elusivas, como si la propia silla se burlara de los intentos de comprensión.

Más adelante, una cápsula de contención albergaba lo que parecía ser un simple trozo de tela, pero Gómez sabía que esa apariencia insignificante ocultaba algo mucho más peligroso. Esa tela había sido encontrada en los niveles más profundos e inexplorados del “otro mundo”, en una zona donde los peligros acechaban a cada paso. De todo el equipo que había viajado a esas zonas, solo un explorador había vuelto con vida trayendo consigo ese trozo de tela.

A simple vista no parecía más que un pedazo de tela ordinaria, pero los rumores que había traído el explorador decían que esa insignificante pieza contenía la clave para adentrarse en niveles que aún no habían sido alcanzados por la humanidad. Si esos rumores eran ciertos, la posibilidad de continuar con la exploración y la promesa de nuevas revelaciones podrían valer una fortuna incalculable.

Conforme avanzaba, el nudo en el estómago de Gómez se apretaba con más fuerza. Este lugar siempre le había resultado perturbador, pero en esta ocasión algo se sentía diferente, más inquietante. Todo lo que veía a su alrededor le recordaba el cambio que había sufrido la fundación. Lo que antes era un centro de estudio de objetos mundanos corrompidos por fuerzas paranormales, ahora se había convertido en una entidad obsesionada con los artefactos traídos de ese misterioso otro mundo. Y más allá de sus pensamientos, los efectos de esos objetos se percibían en su propia carne y huesos. Las paredes de cristal vibraban levemente, un fenómeno que Gómez había aprendido a ignorar, causado por los complejos sistemas de energía que mantenían aislados los peligros de este piso. Sin embargo, ese constante zumbido le producía la inquietante sensación de que en cualquier momento algo podría salir terriblemente mal, como si el delicado equilibrio que mantenía la seguridad de este lugar estuviera a punto de desmoronarse.

Los pasos de Gómez finalmente lo llevaron a una intersección en el pasillo, donde varios robots armados vigilaban lo que parecía ser una celda de contención reforzada. Gómez se detuvo frente a la vitrina de cristal reforzado que albergaba una esfera luminosa suspendida en el aire. Era un “fuego fatuo”, una misteriosa esfera encontrada en una expedición reciente al otro mundo. Los primeros informes indicaban que estas esferas flotaban sin rumbo fijo por aquel extraño lugar, atrayendo a los incautos que las seguían sin cuestionar su naturaleza. El problema era que los fuegos fatuos podían guiar tanto hacía descubrimientos increíbles como hacía trampas mortales. Descifrar ese enigma, entender el patrón detrás de su comportamiento aparentemente aleatorio, podría traducirse en otro gran avance para estar más cerca de dominar la exploración segura del otro mundo. La fundación había logrado capturar uno de estos fuegos fatuos, pero no sin pagar un alto precio. Varios exploradores habían desaparecido para siempre tras seguir esta esfera de luz, consumidos por su promesa ambigua de descubrimiento o destrucción.

Gómez apartó la vista y continuó su camino. Al fondo del pasillo, la pequeña sala donde Marcus se encontraba estaba iluminada por una combinación de luces cálidas y la iluminación azulada que provenía de los hologramas llenos de datos y gráficos incomprensibles que abarrotaban el entorno. Los muebles esparcidos por la sala le daban al ambiente un aire anacrónico, predominando el gusto por lo antiguo, pero con un toque de desorden que traía reminiscencias de la oficina de un detective de la vieja escuela. Eran viejos y desgastados, como si hubieran sido reutilizados por varias generaciones de científicos. Había una silla de cuero agrietada, una mesa con papeles esparcidos por todos lados, y una lámpara de escritorio que parecía haber sido comprada en una tienda de segunda mano. La estantería estaba llena de informes apilados de forma caótica y de libros con títulos oscuros, la mayoría relacionados con física cuántica, teorías del tiempo y espacio, y estudios interdimensionales.

Marcus se inclinaba sobre su mesa de trabajo, examinando lo que parecía ser la autopsia de un animal extraño, posiblemente una de esas criaturas traídas del “otro mundo”. Llevaba gafas tan grandes que parecían un accesorio innecesario para su gran rostro, y sus ojos, ocultos tras esos gruesos cristales, se movían rápidamente de un lado a otro, siguiendo las líneas del informe técnico. Su cabello, enredado y con aspecto grasiento, se movía ligeramente cuando emitía algún sonido de desaprobación hacia lo que fuera que estuviera estudiando.