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El interrogatorio

En un rincón olvidado del mundo, alejado de la vida cotidiana y del bullicio de la modernidad, se erguía una habitación perfectamente cuadrada, un espacio que parecía ser un reflejo del minimalismo. La sala no era muy grande y estaba construida con paredes de cemento sin pintar, que se alzaban frías y severas, desprovistas de cualquier atisbo de decoración. El cemento tenía un aspecto áspero y grisáceo, y en muchos lugares presentaba grietas y manchas que hablaban de años de abandono y desuso. La superficie de las paredes eran irregulares, con burbujas y desconchaduras que se formaban aquí y allá, como cicatrices de un pasado perdido.

El suelo también era de cemento y se extendía sin una sola baldosa que lo cubriera. Su textura rugosa y fría daba la sensación de estar caminando sobre un manto de hielo. En algunos puntos, el suelo mostraba signos de humedad y manchas oscuras que parecían haber absorbido el sudor y la angustia de quienes habían estado allí antes. Solo había una entrada custodiada por una puerta de metal oxidado y no había ventanas que permitieran que la luz natural se filtrara en la habitación, siendo la única fuente de iluminación una lámpara que colgaba del techo.

Esta lámpara, un artefacto de metal corroído y desgastado, estaba anclada al techo mediante un grueso cable negro. Ubicada exactamente en el medio de la sala, daba simetría al entorno. El metal presentaba manchas de óxido que contrastaban con el blanco sucio del foco que luchaba por mantenerse encendido. El foco no andaba de forma correcta y parpadeaba de manera errática, creando un juego de luces incómodo de observar. Este parpadeo constante producía un zumbido bajo y penetrante, una vibración que se sentía más en el pecho que en los oídos, añadiendo una capa de incomodidad al ambiente ya claustrofóbico.

La ausencia de ventanas hacía que el aire en la habitación se sintiera estancado y pesado. Cada respiración se volvía un esfuerzo consciente, ya que el aire estaba cargado de una humedad intolerable, creando una sensación densa y opresiva. El techo estaban tan cerca del suelo que un adulto lo alcanzaría con sus manos saltando, aumentando la sensación de encierro que se sentía aquí dentro. El eco era constante y amplificado: cada sonido, desde el susurro más leve hasta el golpe más fuerte, reverberaba y parecía multiplicarse, creando una atmósfera en la que el tiempo y el espacio parecían haberse detenido.

En el centro de la habitación se encontraba una mesa de madera que había visto mejores días, la misma se erguía como el único mobiliario en medio de la austeridad del lugar. La mesa, de madera oscura y agrietada, mostraba signos de desgaste severo. Los bordes estaban astillados y desgastados por el uso, y en algunas partes, la madera parecía estar abollada producto de golpes pasados. Las patas de la mesa estaban torcidas y desiguales, dando la impresión de que en cualquier momento podría desplomarse. A pesar de su deterioro, la mesa era un punto de concentración, un lugar de confrontación y de espera.

A ambos lados de la mesa, dos sillas de metal estaban colocadas en posición opuesta. Las sillas, al igual que el resto del entorno, estaban marcadas por el paso del tiempo. El metal, corroído por la humedad y el desgaste, mostraba manchas de óxido en los bordes. El asiento y el respaldo estaban cubiertos de un polvo grisáceo, y las superficies metálicas tenían un tacto áspero y frío. Las sillas estaban enmarcadas en un diseño simple, sin adornos, y parecían haber sido elegidas por su funcionalidad más que por su comodidad o estética.

En la lúgubre habitación, dos figuras dominaban el espacio, cada una representando extremos opuestos en un dramático juego de roles.

Por un lado, se encontraba el miserable Thomas Smith. El hombre tendría unos 36 años, estaba encadenado a una de las sillas y era una mera sombra de su antiguo yo. Su figura delgada y encorvada parecía aún más frágil debido a la postura forzada por las cadenas que lo mantenían inmovilizado. Los grilletes de metal, fríos y crueles, se ajustaban a sus muñecas y tobillos con un roce áspero que revelaba los moretones y las heridas sangrantes producto de la fricción constante. Había claros indicios de que el hombre había intentado escapar, pero su actual estado demostraba que solo había sido una prueba inútil. Los grilletes estaban manchados de óxido y sangre; su sonido metálico resonaba cada vez que Thomas intentaba cambiar de posición, creando un eco inquietante.

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Thomas llevaba puesto un uniforme de prisionero, uno que había visto mejores días. El blanco mugriento de la tela reflejaba su deplorable estado, mientras que las rayas negras que antaño decoraban el conjunto casi habían desaparecido, borradas por el tiempo y reemplazadas por manchas oscuras que lo cubrían de pies a cabeza. En el pecho, un parche cuadrado, símbolo de su condena, mostraba una identificación sin nombre. Solo quedaba el número 420300, que brillaba débilmente bajo la luz titilante de la lámpara, una marca imborrable que sellaba el destino de Thomas en el sombrío universo que lo mantenía cautivo.

La cabeza de Thomas estaba completamente rapada. Su piel estaba pálida y llena de moretones, como si hubiera sido torturado recientemente. Los moretones variaban en tonos de azul, morado y negro, y se extendían por su rostro y brazos, testimonios de la brutalidad que había soportado. Su boca, con varios dientes faltantes, era una imagen perturbadora; cuando hablaba, su voz quebrada y rasposa se entrecortaba, como si cada palabra tuviera que luchar por ser pronunciada.

La otra cara de la moneda estaba representada por El Agente Gómez. Este hombre era una figura imponente, una presencia que dominaba la habitación con una autoridad inquebrantable. Su cuerpo era robusto y sólido, con una masa que denotaba años de entrenamiento físico y una vida dedicada a su misión. Cada movimiento que hacía era deliberado y preciso, un contraste agudo con la figura temblorosa de Thomas. Gómez vestía un traje formal que parecía excesivamente prolijo para el entorno en el que se encontraba. La camisa blanca, inmaculada y pulcramente planchada, estaba perfectamente ajustada a su tonificado torso, y la corbata negra, impecable, estaba atada con una precisión que reflejaba su actitud meticulosa y controlada. Los pantalones negros, también de un corte impecable, estaban cuidadosamente ajustados, sin una arruga a la vista.

En su pecho, el parche cuadrado con el texto “Agente Gómez - Departamento de Investigación Paranormal de la Fundación A.P.D” no solo identificaba su rol, sino que también era una marca de su autoridad y poder. El parche servía como un recordatorio de la jerarquía que existía en la habitación. Gómez sostenía en su mano una vara de metal oxidada, un instrumento que se había convertido en una extensión de su dominio. La vara se usaba para golpear la mesa con un ritmo metódico que aumentaba la tensión del momento. Cada golpe resonaba en la habitación, como un tambor que marcaba el paso de una conversación que estaba cargada de incertidumbre y amenaza.

Los ojos de Gómez eran de un azul helado, fríos y penetrantes, con una intensidad que podía desarmar incluso al más valiente. Su mirada no solo observaba, sino que analizaba cada movimiento, cada expresión del prisionero. Había en sus ojos una falta de empatía casi palpable, un vacío que reflejaba la severidad de su misión. El brillo en sus ojos parecía más bien un destello de acero, una promesa de juicio final.

Gómez no se movía sin un propósito claro, y su presencia en la habitación era casi física en su intensidad. Cada gesto que hacía, desde el ajuste de su corbata hasta el golpe de la vara sobre la mesa, estaba cargado de una intención que estaba diseñada para mantener el control y someter a Thomas a la presión psicológica. Su postura rígida y su actitud implacable creaban una barrera inquebrantable entre él y el prisionero, subrayando la desigualdad de su posición en esta confrontación.

—¡¿Vas a hablar o no?! —Rugió Gómez, su paciencia agotándose—Le dijiste a los científicos que tenías información que podría intercambiarse por una reducción de tu condena. Pero llevas 10 malditos minutos callado.