Ella asintió, manteniendo su compostura profesional.
—Antes de que se vaya, agente Gómez
La voz de Shepherd lo detuvo a mitad de camino, el agente apenas había dado unos pasos hacia la puerta. Se detuvo en seco y giró sobre sus talones para mirarla de nuevo. Había algo en el tono de Shepherd que lo puso en alerta, como si la conversación no hubiera terminado por completo. Ella seguía sentada en su silla, con una calma estudiada, pero en sus ojos se percibía una sombra de expectativa.
—¿Sí? —Tanteó, sin moverse del lugar, consciente de que esta última petición podía cambiar el tono de toda la interacción.
—Su tarjeta de personal, por favor —Solicitó Shepherd, extendiendo la mano hacia él, su mirada clavada en la credencial que Gómez aún llevaba colgada en su camisa.
La tarjeta del personal había sido parte de él durante tantos años que entregarla se sentía como entregar un fragmento de su alma, la última confirmación de que realmente estaba cortando todos los lazos con el mundo paranormal. Lentamente, desabrochó el pequeño enganche que la mantenía sujeta a su camisa y la observó por un momento antes de entregarla.
Tarjeta del personal
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Nombre Alfonso Gómez Código de Identificación 834546 Ocupación Agente de Campo Especialización Investigación Paranormal Ubicación Piso 3, Sala de control Rango Eventos de clase D
Era un simple trozo de plástico laminado, con su foto y datos impresos, pero para él simbolizaba años de servicio, de luchas, de haber sido parte de algo más grande que él mismo. Al entregarla, no pudo evitar sentir una extraña mezcla de alivio y vacío. Era como si estuviera dejando atrás no solo un trabajo, sino una identidad completa.
Shepherd tomó la tarjeta con una sonrisa profesional, pero había algo más en su expresión, una satisfacción que no había estado allí antes. Como si recoger esa tarjeta fuera, de algún modo, la confirmación definitiva de su victoria.
—Gracias —Expresó con un tono casi suave, guardando la tarjeta — Ahora sí, creo que hemos terminado.
Gómez se quedó en silencio por un momento, procesando la escena. Ya no tenía nada que lo vinculase oficialmente a la fundación, ni siquiera esa pequeña identificación. Se despidió de Shepherd con un apretón de manos. Cuando salió de la sala, el sonido de la puerta cerrándose detrás de él sonó como un eco en su mente.
Un capítulo se había cerrado y otro en blanco estaba a punto de comenzar.
Con el futuro aparentemente resuelto, Gómez se dirigió hacia el estacionamiento. El ascensor se deslizó suavemente mientras Gómez observaba las luces que marcaban el ascenso. Por motivos de seguridad, el estacionamiento se encontraba en el piso 40. El lugar estaba diseñado para mantener los vehículos de los empleados en la parte alta, alejados de los niveles de mayor actividad experimental y lejos de los reclusos. Además de imposibilitar la entrada de cualquier persona por tierra.
Las puertas del ascensor se abrieron con un suave zumbido, revelando un espacio descomunal. El estacionamiento era lo que uno esperaría en un mundo mas avanzado. No había filas de coches aparcados en el suelo ni espacios numerados. En vez de eso, las paredes metálicas y pulidas estaban cubiertas por una serie de compuertas, cada una cuidadosamente numerada y con un código de seguridad inscrito al lado. Las compuertas estaban dispuestas verticalmente, apiladas como bloques gigantes, aprovechando el espacio de una manera tridimensional. Cada vehículo estaba almacenado en compartimentos individuales, gestionado por la inteligencia artificial que controlaba todo en el edificio, maximizando el uso del espacio disponible.
Siendo el único piso que daba entrada o salida al exterior, el piso 40 era un lugar de máxima seguridad, casi tan restringido como las salas de contención de los pisos inferiores. El estacionamiento era patrullado por robots centinelas, imponentes máquinas de diseño ultramoderno, armadas hasta los dientes con rifles de energía y sistemas de detección avanzada. Sus cuerpos eran una amalgama de metal blanco brillante y circuitos expuestos que brillaban con luces rojas, indicando su estado de alerta constante. Los centinelas recorrían el área con una precisión militar, asegurándose de que ningún intruso pudiera acceder a los vehículos de los empleados sin el permiso adecuado. Estos no eran los típicos guardias de seguridad que uno podría sobornar o despistar; eran la élite en vigilancia, programados para eliminar cualquier amenaza con una eficiencia impersonal. Gómez sabía que si algo llegaba a salir mal, estos robots no dudarían ni un segundo en activar sus protocolos de ataque.
“Acceso confirmado” Pronunció una voz robótica desde las paredes del estacionamiento mientras Gómez se acercaba a uno de los terminales, situado en una columna de acero bruñido. La pantalla holográfica se desplegó frente a él, flotando en el aire con un brillo azul eléctrico, solicitando su identificación.
If you discover this tale on Amazon, be aware that it has been stolen. Please report the violation.
Gómez pasó su mano por un escáner biométrico que se iluminó brevemente con una luz verde. La inteligencia artificial del laboratorio reconoció su huella dactilar y la pantalla holográfica mostró una lista de vehículos almacenados, indicando cuál pertenecía a él. Su automóvil, un modelo asignado exclusivamente a los agentes de campo, estaba almacenado en la compuerta 17-B. En cuestión de segundos, el sistema activó el proceso de recuperación del vehículo.
Con un zumbido sutil, la compuerta se deslizó hacia un lado, revelando su auto: una cápsula flotante con capacidad para cuatro personas. La forma era aerodinámica, compacta, pero con una amplitud interna que delataba su diseño multifuncional. Este tipo de vehículos estaba pensado para misiones especiales, lo que significaba que, aunque no pareciera muy grande desde afuera, el interior estaba optimizado para albergar no solo pasajeros, sino también grandes cantidades de equipo táctico y armamento en caso de que fuera necesario.
Sus líneas eran suaves, y su chasis brillaba con un acabado metálico oscuro que absorbía la luz, dándole un aspecto imponente. Las ventanillas, completamente polarizadas, ofrecían una visión clara del exterior cuando estabas dentro, pero desde afuera era imposible ver el interior, asegurando total privacidad. Alrededor de la base de la cápsula, una serie de propulsores antigravitacionales emitían un resplandor azul claro, la firma característica de la tecnología de levitación que había reemplazado las ruedas hace ya varios milenios.
A diferencia de los coches voladores comerciales que usaban los ciudadanos comunes, estos vehículos estaban modificados específicamente para que sus sistemas eléctricos tuvieran redundancias, haciéndolos seguros ante los eventos paranormales. Como casi todos los autos de alguien de la élite social de estos tiempos, el mismo estaba equipado con escudos energéticos, sistemas de defensa automatizados y una inteligencia artificial integrada, por lo que estos autos eran tanto un medio de transporte como una fortaleza flotante. El modelo de Gómez, a pesar de las décadas de uso, todavía funcionaba a la perfección gracias a las múltiples actualizaciones del personal de mantenimiento del laboratorio.
Gómez se acercó a su vehículo. Apoyó la mano sobre la superficie suave y curva de la puerta. No era un sistema de seguridad biométrica ni requería complejas verificaciones de huellas dactilares, algo que en otro tiempo habría sido considerado de alta seguridad. Ahora, la IA integrada en cada vehículo se encargaba de todo. En esta era, el concepto de “cerrar” o “abrir” autos había quedado obsoleto. Nadie necesitaba preocuparse por bloquear puertas o perder llaves; los autos simplemente reconocían a sus dueños.
Al mantener su mano apoyada unos segundos, un suave pitido confirmó que el sistema lo había identificado. La puerta se levantó hacia arriba con un movimiento fluido, como si el auto fuera una criatura mecánica extendiendo sus alas para recibirlo. El interior era espacioso, minimalista, y a la vez profundamente tecnológico. Los asientos diseñados para adaptarse a cada cuerpo parecían flotar en el aire. Hologramas azules brillaban sutilmente en el aire, proyectando menús e interfaces que Gómez apenas necesitaba tocar.
En tiempos antiguos, conducir un automóvil era una habilidad que todos aprendían por necesidad. Pero en esta época, esa idea era un mero pasatiempo. El volante había desaparecido por completo de los diseños hace demasiado tiempo. La conducción era algo reservado solo para los pilotos de carreras y los nostálgicos que practicaban en simuladores. El resto de la población confiaba ciegamente en los sistemas automatizados que habían reducido los accidentes a un evento casi imposible. Para estas personas era difícil imaginar que hace unos milenios las carreteras eran escenarios de tragedias diarias.
Gómez entró en su vehículo, y lo primero que llamó su atención fue que el compartimento oculto en su automóvil estaba a plena vista. El compartimiento consistía de una pequeña caja oculta bajo la alfombra que cubría el piso. La alfombra se encontraba levantada y el compartimento dejaba ver su interior; un espacio reducido lo suficientemente grande para guardar unos cuantos objetos importantes. Inmediatamente, Gómez notó que algo faltaba. La grabadora que había escondido allí había desaparecido.
Jonathan se la había llevado.
Un escalofrío recorrió a Gómez al pensar en todo lo que había sucedido alrededor de esa grabadora. Era solo un dispositivo redundante, algo que podría haber sido reemplazado fácilmente por sistemas de grabación más avanzados. Pero para él, representaba mucho más. Esa grabadora era el último testimonio de momentos que Gómez preferiría olvidar, pero que paradójicamente había querido conservar.
Se agachó para examinar el compartimento y, con un suspiro, lo cerró nuevamente, camuflándolo bajo la alfombra. Se sentó en el asiento del conductor. Aún podía sentir la decepción infiltrándose en sus pensamientos. Si su escondite hubiera funcionado como debía, Jonathan nunca habría podido encontrar la grabadora. Quizás, pensó, eso le habría permitido evitar el caos que siguió. Quizás, si las cosas hubieran sido diferentes, Jonathan habría tenido la oportunidad de ofrecerle algunas palabras de aliento hoy, en este día que debía ser una especie de cierre para ambos.
Como era habitual, el asiento del conductor ajustó su posición automáticamente en cuanto se acomodó. La puerta se cerró a sus espaldas con un leve zumbido, sellando el habitáculo y dejándolo en un silencio casi absoluto. El aire dentro del vehículo era perfecto, fresco y limpio, filtrado por un sistema de climatización que no solo regulaba la temperatura, sino también la pureza del aire, eliminando cualquier rastro de contaminantes. Un panel de control holográfico se desplegó frente a él, proyectando una serie de iconos flotantes que indicaban la espera de órdenes.
—Destino: Salida del laboratorio—Ordenó Gómez.
La IA del vehículo respondió de inmediato, activando los propulsores de despegue. Los motores antigravitacionales emitieron un zumbido grave que hizo vibrar levemente el interior del auto antes de que la cápsula se elevara suavemente del compartimento. Un sistema de guías magnéticas integradas lo dirigió automáticamente hacia una de las salidas del estacionamiento, sin que él tuviera que preocuparse por maniobrar esquivando los robots centinelas.
Al acercarse a la salida, una gran compuerta se deslizó hacia arriba, revelando el vasto y oscuro horizonte del parque científico-industrial donde se encontraba el pequeño laboratorio 32.
Gómez se quedó en silencio mientras observaba el mundo frente a él. Sobre el panel de control había aparecido un icono para que confirmara su siguiente destino. Una pausa necesaria para evitar errores, pero también una oportunidad para reflexionar sobre todo lo que había ocurrido el día de hoy.
Gómez respiró profundamente. ¿Era esto lo que quería? Después de tantos años de servicio, de estar al borde del abismo, enfrentando cosas que la mayoría de la gente ni siquiera podía imaginar, finalmente había llegado el momento de dejarlo ir. Ya no habría más interrogatorios, no más criaturas escapadas de dimensiones alternativas, no más noches en vela planificando misiones de riesgo mortal. No más luchar contra lo incomprensible.
Por un lado, estaba el alivio. Un alivio profundo que se filtraba en su cuerpo como el peso de una vida que, al fin, podría soltar. No tendría que seguir viviendo en ese estado constante de alerta, esperando el siguiente desastre, el siguiente informe que le diría que algo había salido mal y que él debía arreglarlo. Podría descansar, vivir una vida tranquila, alejado de los horrores con los que había lidiado durante tantos años.
Pero, por otro lado, había algo más, una sensación punzante en el fondo de su mente. Un vacío. Se había acostumbrado tanto a esa vida de constante acción, de enfrentar lo imposible, que no sabía si estaba realmente preparado para el silencio que le esperaba. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo llenaría los días sin esa adrenalina, sin ese propósito claro que había definido su vida durante tanto tiempo?