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La Última Misión (2)

Aún dudando de si debía interrumpir, Gómez decidió avanzar de todas formas. No había llegado hasta aquí para marcharse sin la información que necesitaba.

—Marcus —Saludó Gómez con tono serio, pero manteniendo la distancia.

El científico ni siquiera se molestó en levantar la vista. Sus dedos tamborileaban sobre la superficie de la mesa, y por un momento pareció que ni siquiera había escuchado la llegada de Gómez.

—¿Qué quieres? —Respondió Marcus de mala gana, sin molestarse en disimular el desprecio que sentía por la interrupción.

—Necesito hablar contigo —Dijo Gómez, firme, pero con una ligera tensión en la voz— Supongo que te habrás enterado de que me suspendieron por ocho meses.

Finalmente, Marcus levantó la vista, ajustándose las gafas de manera innecesaria, como si estuviera evaluando a Gómez como se evalúa una criatura que no se logra descifrar del todo. Con un suspiro irritado, se enderezó y se cruzó de brazos.

—¿Ocho meses? —Replicó, sin molestarse en mostrar simpatía alguna— Si fuera por mí, te habrían dado más tiempo.

Gómez frunció el ceño. Sabía que Marcus no era del tipo amable, pero su actitud fría y despectiva siempre le resultaba irritante. Especialmente considerando que había sido Marcus quien organizó el interrogatorio en primer lugar.

—Tú organizaste esa operación—Inquirió Gómez, dejando que una ligera incredulidad se deslizara en su voz— ¿No te sorprende que me hayan suspendido tanto tiempo? ¡A ti ni siquiera te han dado una semana por lo que se ve!

Marcus se encogió de hombros, como si la pregunta no tuviera importancia.

—No me sorprende en absoluto —Contestó con indiferencia— Tú cometiste el error de ser un estorbo para los directivos. Por el contrario, yo soy valioso para la fundación. Mi trabajo, mis descubrimientos… —Se detuvo por un segundo y, en un tono condescendiente, agregó— Lo que yo hago en este cuarto vale varias veces tu salario. De hecho, vale varias veces el de cualquiera en este maldito edificio.

La franqueza de Marcus lo golpeó como un cubo de agua fría. Gómez siempre había sabido que el científico tenía un ego descomunal, pero esta vez su comentario rozaba lo insultante. No obstante, sabía que Marcus no estaba mintiendo. Su trabajo, aunque incomprensible para muchos, había traído avances significativos a la fundación. Por algo le habían dado una oficina propia y a él no.

—¿Todavía los directivos están interesados en estudiar casos de desapariciones? —Preguntó Gómez, genuinamente sorprendido de que la fundación siguiera invirtiendo en algo que parecía tan “poco” rentable como el bienestar ciudadano. Hace unos minutos su jefe por poco lo echaba con la excusa de que ya no había presupuesto para esas cosas.

Marcus soltó una carcajada breve y seca, como si la pregunta le resultara patéticamente ingenua.

—¿Desapariciones? —Repitió, con una burla evidente en su tono— A la fundación no le importa un carajo eso. Lo que les interesa son los viajes interdimensionales, los portales entre realidades —Se acercó un poco más a Gómez, como si fuera a compartir un gran secreto, aunque con la misma mirada despectiva— Verás, todas las invasiones del otro mundo al nuestro no les importan a los superiores. Para los de arriba, lo que hacemos aquí es mucho más importante que lo que hacen hoy en día las compañías de seguridad privada. Ellos están obsesionados con los accesos a otros niveles, con el viaje entre realidades. Y todo eso está relacionado con las desapariciones. Las cosas ya no son como antes, Gómez. Ahora solo puedo investigar esos casos cuando encuentro un poco de tiempo libre.

Gómez asimiló lo que Marcus estaba diciendo, sorprendido pero también intrigado por la confesión.

—Entonces, ¿por qué siguen llamándote “experto en desapariciones”? —Preguntó Gómez, sin poder ocultar su curiosidad.

Marcus resopló, una mezcla de desprecio y resignación retorciendo su expresión mientras su actitud tóxica volvía a aflorar con fuerza. Alzó la mirada, cargada de desdén, como si toda la situación le pareciera un chiste de mal gusto:

—Porque eso es lo único que me ata a este trabajo de mierda.

—Si te soy sincero —Continuó Marcus, bajando la voz, pero manteniendo ese tono venenoso— Yo también me he hecho esa pregunta más veces de las que puedo contar. Pero lo que más me pregunto es por qué sigo trabajando para estos idiotas —Soltó una risa seca, una carcajada que carecía de cualquier traza de alegría o vida. Era casi mecánica, como si se obligara a reír para seguir funcionando

—Mira estos informes de mierda que me entregaron los novatos —Prosiguió Marcus, señalando con desdén las hojas dispersas sobre su escritorio. La pila de papeles parecía tan caótica como su mente en ese momento—Cada día tengo que lidiar con este tipo de inutilidad. Es como si estuvieran compitiendo por ver quién es más incompetente. Son tan idiotas que les tengo que pedir los informes por escrito, me daría vergüenza que quedaran registros de sus comentarios imbéciles dentro del sistema. Te juro que lidiar con tanta mediocridad te saca las ganas de trabajar; te quita la vida, Gómez.

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Gómez lo escuchaba con atención, observando cómo la frustración se acumulaba en la voz de Marcus. No era la primera vez que lo veía así, pero había algo más profundo en esta ocasión. Algo más melancólico.

—Y lo cierto es que, a estas alturas de la vida, podría largarme de aquí y vivir una vida asquerosamente buena en algún planeta lejano, lejos de la miseria que abunda en el desordenado planeta Tierra y de la corrupta política de unos mocosos malcriados que se creen dueños de la humanidad. Podría retirarme, disfrutar de mis patentes, de las regalías que me generan... —Marcus hizo una pausa, sonriendo con una amargura que casi podía saborearse en el aire—Soy tan rico para vivir la vida más estúpida que te puedas imaginar. Para colmo, ni siquiera tendría que preocuparme por satisfacer los caprichos de algún mocoso malcriado o complacer a una esposa exigente que me pida comprarle vestidos cada vez que salimos de casa.

—Esto es lo que soy ahora —Manifestó Marcus, señalándose a sí mismo, un hombre rodeado de informes, notas y pantallas que reflejaban su imagen desaliñada— Años de sacrificio y descubrimientos para morir solo. Completamente solo. Tú entiendes perfectamente mis sentimientos, ¿verdad, Gómez?

—Los dos somos asquerosamente ricos —Continuó Marcus, su voz ahora teñida de un cinismo más sombrío— Sin embargo, estamos tan solos que nuestra única compañía son nuestras malditas sombras.

El científico se quedó un momento en silencio, como si las palabras hubieran agotado el poco aliento de su interior, pero enseguida retomó con un tono más bajo, casi reflexivo, aunque aún cargado de su habitual desdén.

—¿Por qué sigo aceptando esos casos que a nadie le importan? —Murmuró Marcus, con una mezcla de cansancio y frustración en la voz. Bajó la mirada, clavándola en la mesa frente a él, como si las respuestas estuvieran inscritas en la madera gastada— ¿Por qué siguen llamándome experto en desapariciones?

El silencio en la habitación pesaba, roto solo por el eco de sus propias palabras. Se quedó allí, mirando el vacío, como si la mesa pudiera ofrecerle una respuesta que él mismo no era capaz de encontrar. Después de un momento, suspiró, su expresión amarga endureciéndose.

—Porque a eso me dedico. Ese es mi maldito trabajo.

Una risa escapó de sus labios, una carcajada forzada y vacía que apenas rompió la tensión en su rostro. Era una risa hueca, sin vida, como sus ojos. Los dedos tamborilearon sobre la superficie de la mesa, un tic nervioso que ni siquiera parecía notar.

—Es lo único que me queda —Confesó, más para sí mismo que para nadie más. Las palabras cayeron como un susurro seco, desprovisto de esperanza— Lo demás... lo demás es solo para hacerme olvidar lo miserable que es mi vida desde que lo perdí todo.

Se hundió en el silencio otra vez, como si cada palabra lo hubiera agotado. La habitación parecía hacerse más pequeña a su alrededor, mientras la desesperación latente se instalaba en el aire.

Gómez se tambaleó ligeramente, sintiéndose incómodo ante la figura desmoronada de Marcus. Había esperado encontrarse con el malhumorado científico de siempre, arisco y distante, pero lo que tenía frente a él ahora era una sombra de ese hombre. Algo en la atmósfera de la habitación lo hacía sentir fuera de lugar. El aire estaba pesado, cargado de una tristeza que le resultaba difícil de procesar. No estaba acostumbrado a ver a Marcus en ese estado tan melancólico.

—Perdiste mucho, Marcus. Eso es evidente —Consideró Gómez, su voz tranquila y medida, sin buscar hurgar más de lo necesario, solo reconociendo el dolor palpable que flotaba en el ambiente.

Marcus lo miró de reojo, con los ojos hundidos y apagados. Durante unos largos segundos no dijo nada, como si estuviera debatiéndose entre responder o simplemente dejar el silencio hablar por él. La sombra en su mirada se hizo más densa, una mezcla de dolor y amargura que había arraigado en lo profundo de su ser. Gómez lo supo al instante; esa oscuridad llevaba tiempo creciendo, consumiéndolo poco a poco.

Finalmente, Marcus rompió el silencio con una voz que sonaba casi rota.

—Lo perdí todo, Gómez.

No había dramatismo en su afirmación, solo una cruda verdad que se dejaba caer entre ellos como una gota de lluvia en el agua. La confesión era más un hecho que una queja, una rendición a una realidad que lo había arrastrado a ese abismo en el que ahora se encontraba. Gómez sintió un nudo en el estómago al verlo así, incapaz de ofrecer algo más que su presencia, incómodo por no saber qué decir o hacer para aliviar, aunque fuera por un segundo, ese peso que aplastaba al hombre frente a él.

El silencio que siguió fue como un abismo entre ambos. El científico, como si hubiera terminado la conversación, volvió a su trabajo, expulsando a Gómez de su oficina.

—Si no tienes más preguntas, puedes irte a disfrutar tu jubilación, Gómez

Pero Gómez no se movió. En lugar de marcharse, se plantó con firmeza en su lugar, sin intención alguna de dejar que Marcus lo despachara con tanta facilidad.

—No he venido a hablar del interrogatorio, Marcus —Dijo Gómez, con voz calmada, pero firme— Quiero obtener más información sobre la muerte de Jonathan.

El nombre de Jonathan pareció desatar algo en Marcus. Por un segundo, una sombra de incomodidad pasó por su rostro, apenas perceptible, pero allí estaba. El científico, siempre tan frío y distante, pareció por un momento recordar que había sido humano alguna vez.

Gómez aprovechó esa pequeña grieta en la coraza de Marcus para continuar.

—Jonathan se encontraba ayudándote con un caso de desapariciones. Unos historiadores que continuaban desapareciendo sin motivo aparente. Según entiendo eso fue lo último que hizo antes de que decidiera matarse.

Marcus no respondió de inmediato. Volvió a ajustar sus gafas, un gesto nervioso que Gómez reconocía como un signo de incomodidad, no de irritación. El científico dejó escapar un suspiro, visiblemente molesto por la dirección que había tomado la conversación, pero al mismo tiempo resignado. No podía ignorar lo que había ocurrido con Jonathan, ni tampoco podía fingir que la mención de su nombre no le afectaba.

—Jonathan… —Comenzó Marcus, la dureza en su tono disminuyendo ligeramente— Ese pobre idiota. Es una gran pena que se haya suicidado. Estábamos muy cerca de encontrar al culpable detrás de las desapariciones de esos historiadores.

Por un instante, la sala quedó en silencio, salvo por el zumbido de los equipos y el parpadeo de las pantallas. Marcus se frotó el puente de la nariz, como si el simple hecho de recordar a Jonathan le trajera un dolor de cabeza que prefería evitar.

—Siéntate, Gómez —Largó, finalmente, con una voz que había perdido gran parte de su aspereza— Supongo que hay cosas que debes saber.