De repente, un estallido en la espesura rompió la quietud. Un estruendo tan violento que Lía casi perdió el equilibrio en la silla del caballo. La oscuridad pareció cobrar vida cuando una silueta negra salió disparada de entre las ramas, arrebatándole el pedazo de pan que aún sostenía en la mano. Lía dio un salto, con el corazón en la garganta, mientras su mente trataba de asimilar lo que acababa de suceder. Obelisco se agitó, sus músculos tensos, listos para huir.
Pero, en cuestión de segundos, la amenaza quedó expuesta: un cuervo. Solo era un cuervo, su plumaje negro como la noche y sus ojos brillantes, que ahora se alejaba con su botín en el pico. Lía soltó un suspiro largo, sintiendo el alivio mezclado con un toque de frustración.
—Maldito cuervo... —murmuró, llevándose una mano al pecho para calmar su acelerado corazón.
Tras unos segundos, volvió a enderezarse en la silla, acariciando de nuevo a Obelisco para calmarlo, aunque ella también lo necesitaba. El caballo, ya más tranquilo, dejó salir un resoplido suave. Lía respiró hondo, dejando que la calma volviera a instalarse en el ambiente.
—Sigamos —susurró, más para sí misma que para Obelisco. Había que continuar, el verdadero peligro seguía allá adelante, oculto en la penumbra del camino que aún no había recorrido.
Mientras seguía avanzando, Lía no se percató de inmediato del cambio en el ambiente. El sonido de los grillos y cuervos se había ido apagando lentamente, tan gradualmente que, al principio, pasó desapercibido. Solo cuando se encontró inmersa en un silencio abrumador fue que notó la ausencia de cualquier vida. Lo único que se escuchaba era el eco monótono del galopar de Obelisco sobre la tierra helada.
Lía, con una creciente inquietud, tomó la lámpara que colgaba de su montura y la levantó para iluminar los alrededores. Al principio, solo vio la oscuridad que rodeaba el bosque, pero cuando el haz de luz se enfocó en un lado del camino, su respiración se detuvo. Manchas de sangre. Rastro tras rastro, pequeñas marcas que conducían hacia los arbustos, como si algo herido o muerto hubiese sido arrastrado desde el camino. Sus ojos se movieron rápidamente, tratando de ver si había alguna señal de movimiento entre los árboles, pero todo permanecía estático, envuelto en un silencio sepulcral.
Bajó la lámpara, pensando en investigar más de cerca, pero una sensación de alerta recorrió su cuerpo. No era prudente. No serviría de nada bajar y examinar lo que probablemente ya sabía: alguien o algo había sido cazado. Respiró hondo, forzándose a mantener la calma. "No puedo detenerme aquí", pensó, mientras sus dedos apretaban las riendas con mayor fuerza.
Obelisco dio un leve resoplido, como si también percibiera la tensión en el aire, y con un ligero toque en su lomo, Lía lo instó a seguir adelante. El caballo obedeció, pero sus movimientos eran cautelosos, como si algo invisible lo perturbara.
A medida que avanzaba, la lámpara de Lía iluminó algo más. Manchas en los árboles cercanos, similares a las primeras, pero estas no estaban en el suelo. Eran como si una mano ensangrentada hubiera rozado los troncos, dejando huellas en su paso, un rastro más deliberado, casi burlón. Algo, o alguien, había dejado esas marcas a propósito, como si estuviera jugando un macabro juego con quien fuera lo suficientemente desafortunado para seguir el camino.
Un escalofrío recorrió la espalda de Lía. Sabía lo que estaba enfrentando, o al menos lo intuía. Esto no era un simple ataque de criaturas como los Tenebris, que se regocijaban en la destrucción y el caos. Había algo más. Algo mucho más perturbador. Era una presencia que no buscaba solo destruir, sino algo más inquietante: suplantar. Imitar a sus víctimas. Ser otra persona bajo una fachada engañosa.
Los rastros de sangre parecían ser solo un indicio de lo que podría venir. Lía sintió cómo su mente se llenaba de pensamientos inquietantes, y sus músculos se tensaban aún más. Sabía que lo que acechaba en esos bosques no se mostraría fácilmente, pero cuando lo hiciera, sería demasiado tarde para aquellos que bajaran la guardia.
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Miró a su alrededor, con la certeza de que, aunque no lo viera, algo estaba observándola.
Lía había seguido su instinto durante toda su vida, confiando en su capacidad para enfrentar lo que fuera que el mundo le lanzara. Sin embargo, esa noche, mientras observaba los rastros ensangrentados y sentía esa presencia maligna a su alrededor, algo cambió. Un frío diferente al de la nieve le recorrió el cuerpo: era el miedo. Un miedo que no había experimentado antes. Sus manos temblaban levemente mientras sostenía las riendas de Obelisco, quien también parecía percibir la amenaza, inquieto bajo ella.
Por un momento, su deseo de resolver el misterio, de llegar al final de la verdad, había nublado su juicio. Pero ahora, una pequeña semilla de duda crecía en su mente. ¿Podría realmente enfrentar aquello que la acechaba, sola, en su estado actual? Estaba cansada, su cuerpo agotado por los días de tensión y búsqueda. Su mente, cada vez más saturada de preguntas sin respuestas, ya no tenía la claridad que solía acompañarla.
Un grano de duda era todo lo que necesitaba. Fue suficiente para quebrar su resolución. Tomó las riendas con más fuerza y, casi de manera instintiva, dio media vuelta con Obelisco. No había visto nada, pero la presión en su espalda, esa sensación abrumadora de ser observada, aumentó exponencialmente. Era como si algo invisible se cerniera sobre ella, acechando, esperando el momento adecuado para atacar.
El aire se volvió denso, y Lía, sin siquiera mirar atrás, sintió que el peligro estaba más cerca de lo que nunca había estado. Un terror primal, profundo, se apoderó de ella. No lo pensó dos veces.
—¡Corre! —gritó, mientras azuzaba a Obelisco, quien respondió de inmediato, galopando con todas sus fuerzas por el oscuro sendero. El sonido de los cascos golpeando el suelo se mezclaba con su propia respiración entrecortada, mientras el paisaje blanco y gris pasaba velozmente a su lado. No había ninguna criatura visible, pero Lía no necesitaba verla para saber que algo estaba tras ella. Lo sentía en cada fibra de su ser, en cada latido acelerado de su corazón.
El terror en su rostro la gobernaba completamente. Sus ojos, fijos en el camino frente a ella, apenas parpadeaban, mientras el viento frío de la noche le azotaba el rostro. La presión en su espalda se volvía insoportable, como si la oscuridad misma la estuviera persiguiendo. Cada segundo que pasaba era un suplicio.
Finalmente, la posada apareció a lo lejos, sus luces tenues fueron una salvación en medio de la penumbra. Obelisco, con un último esfuerzo, se lanzó hacia la entrada, y cuando por fin llegaron, Lía casi se derrumbó de alivio. Descendió del caballo con las piernas temblorosas, y al entrar en la posada, cerró la puerta con fuerza detrás de ella. Pero, aunque había logrado escapar físicamente, su mente seguía atrapada en ese camino, en esos bosques.
Toda la noche permaneció en su habitación, pensativa, incapaz de relajarse del todo. Incluso cuando intentaba ordenar las piezas del rompecabezas en su mente, el miedo latente seguía ahí, punzante, recordándole que algo la había estado observando. Eventualmente, el cansancio venció al miedo, y sus párpados, pesados, se cerraron. Se quedó dormida, pero su descanso fue inquieto, lleno de sombras que parecían esperar en la periferia de sus sueños.
Lía, al despertar poco después del mediodía, aún sentía la tensión en sus músculos, recuerdos vívidos de la huida de la noche anterior. La luz del sol que ahora bañaba el paisaje blanco a su alrededor le proporcionaba un alivio temporal, pero en su interior sabía que el peligro seguía acechando. Se planteó regresar al camino de la montaña ahora que había luz, pero algo le decía que no obtendría respuestas claras al hacerlo. En lugar de eso, decidió enfocarse en su investigación. Si las pistas no estaban en el terreno, quizás las respuestas estaban en las personas que habían sido afectadas.
La familia Taimalys era su siguiente destino. La historia que había oído de ellos era inquietante: los gemelos Gustoff y Hutnoir, conocidos como Gusy y Hut para sus allegados, eran inseparables. Tras la desaparición de Gusy, Hut, decidido a encontrar a su hermano, había seguido el mismo sendero hacia la montaña donde Gusy solía cazar conejos y animales medianos para la comida del día siguiente. Durante semanas, no se había sabido nada de Hut, y su familia temía lo peor. Justo cuando iban a reportar su desaparición, Hut regresó, pero algo en él había cambiado profundamente.
Cuando Lía llegó a la casa de los Taimalys, la atmósfera era pesada, una mezcla de tristeza y desesperanza flotaba en el aire. Fue recibida por los padres, quienes, con ojos cansados y rostros tensos, la guiaron hasta la habitación de Hut. Al abrir la puerta, el ambiente en el interior cambió, la sensación de desolación era abrumadora.
Hutnoir estaba sentado en una esquina, acurrucado como si el mundo a su alrededor no existiera. Tenía la mirada perdida, esa mirada de las mil yardas que indicaba que había sido testigo de algo más allá de lo comprensible. Sus ojos, normalmente llenos de vida, ahora eran grandes cuencas vacías, y las venas marcadas en su piel pálida resaltaban de manera inquietante. Estaba temblando levemente, y sus manos, visiblemente tensas, parecían aferrarse a un vacío inexistente.