La madre de Violet explicó, con voz entrecortada, que mientras su hija patrullaba la siembra, encontraron un rastro de pisadas en la nieve que venía de las montañas. Estas marcas cruzaban el campo y se detenían justo donde Violet estaba trabajando. Pero lo que más la perturbaba era lo que sucedió después: una vez que las pisadas alcanzaron a su hija, las únicas que continuaban eran las de Violet. Como si aquello que había dejado las primeras marcas hubiera desaparecido o se hubiera fusionado con ella.
—Después de esa noche, Violet no volvió a ser la misma, —dijo la madre, con los ojos apagados por el agotamiento de su búsqueda incesante de respuestas—. Las preguntas extrañas, la mirada perdida, la frialdad... Era como si mi hija ya no estuviera allí, sino otra cosa. Algo que fingía ser ella.
Lía observó las fotos de las huellas que la madre le mostró, aunque cubiertas ahora por la nieve, las imágenes revelaban pisadas profundas, inusualmente grandes, como si una criatura de considerable tamaño hubiera cruzado el campo antes de desvanecerse.
Después de hablar con la madre, se fue a pasar la noche en una posada del pueblo en el que estaba.
Lía cerró la puerta de la habitación en la posada, sintiendo el peso de la incertidumbre sobre sus hombros. Sabía que estaba cerca de descubrir algo importante, pero las piezas aún no encajaban por completo. Las desapariciones, las marcas misteriosas y el comportamiento extraño de las víctimas sugerían una presencia desconocida, algo más allá de lo que había enfrentado antes.
Mientras reflexionaba, su mente se desvió hacia los Tenebris y las criaturas que había enfrentado en batallas pasadas, pero esto... esto era diferente. Aquellos seres oscuros no actuaban de esta forma. Ellos destruían, devoraban, pero no se infiltraban en la vida cotidiana de sus víctimas, no suplantaban identidades.
"¿Gladius?" pensó fugazmente, recordando al pirata oscuro que había causado estragos en su vida. Pero pronto desechó la idea. Gladius era un depredador de riquezas, no de almas. Él atacaba por codicia, no por control. Esto, lo que fuera que estuviera sucediendo en Glaciem, tenía un propósito más retorcido.
Lía se sentó al borde de la cama, mirando por la pequeña ventana de la posada hacia las montañas que se alzaban en la distancia. Algo en lo profundo de su ser le decía que las respuestas la esperaban ahí, en lo alto, donde el frío y la nieve ocultaban secretos oscuros. Si esas huellas misteriosas venían de las montañas, ¿sería posible que lo que estuviera causando las desapariciones también se refugiara ahí?
Respiró profundamente, sabiendo que la única forma de obtener respuestas era subiendo esa montaña. Pero el riesgo era grande; cada vez más, sentía que se enfrentaba a algo que no solo afectaba a los desaparecidos, sino también al equilibrio mismo entre la luz y la oscuridad.
Con la decisión tomada, se preparó mentalmente. Subir la montaña no solo sería una prueba física, actualmente estando en desventaja con su parche, sino también un enfrentamiento con lo desconocido, algo que podría desafiar todo lo que había aprendido hasta ahora.
Lía pasó una última mirada a la ventana antes de apartarse de ella, notando cómo la nieve caía silenciosamente, cubriendo el paisaje como un manto sepulcral. Las montañas se alzaban imponentes, como gigantes dormidos, ocultando en su blancura los secretos que tanto buscaba. Sentía una conexión inquietante con ese lugar, como si la oscuridad que estaba investigando tuviera raíces profundas allí, en lo alto, lejos del alcance de las personas comunes.
Caminó hacia la chimenea de la habitación, donde el fuego apenas chisporroteaba. La luz cálida contrastaba con las sombras que se acumulaban en su mente, alimentadas por las historias inquietantes que había escuchado de las familias. Las pisadas que desaparecían, las miradas vacías, los cambios en los desaparecidos... Todo apuntaba a una amenaza silenciosa, metódica, que cazaba sin dejar rastro claro.
Mientras preparaba su equipo para la travesía, recordó las palabras de la madre de Violet Latrin. Esas huellas, esas marcas que habían aparecido misteriosamente en los campos y que se desvanecieron bajo la nieve, parecían ser una señal, un aviso de que algo venía de las montañas, algo que alteraba a quienes tocaba. La transformación de Violet y los otros desaparecidos, quienes antes de perderse en la oscuridad, mostraban comportamientos extraños... todo esto la hacía pensar en algo que iba más allá de lo físico.
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Cuando todo estuvo listo, apagó la chimenea y salió de la habitación, bajando las escaleras de la posada con pasos firmes. Sabía que el tiempo era crucial. Mientras más tardara en subir la montaña, más peligro corrían aquellos que aún no habían sido alcanzados por la extraña maldición.
En la planta baja, el posadero la miró de reojo. No dijo nada, pero sus ojos reflejaban una mezcla de temor y esperanza. Sabía que Lía no era una visitante común, y que su presencia podría significar la diferencia entre la salvación y la condena para el pueblo.
—¿Estás segura de que vas a subir ahí? —preguntó el hombre, secándose las manos nerviosamente con un trapo sucio.
Lía lo miró por un momento, sintiendo la tensión en el ambiente. —No tengo otra opción. Si quiero respuestas, debo seguir el rastro hasta el origen. Las montañas ocultan algo... y lo voy a descubrir.
El posadero asintió lentamente, como si entendiera que no había más que decir. Sin embargo, antes de que Lía pudiera salir, le entregó una bolsa con pan y algo de carne seca.
—Para el camino —murmuró—. No sabemos qué pasa ahí arriba, pero ten cuidado. La gente que sube no siempre vuelve.
Lía aceptó el obsequio con una inclinación de cabeza y salió a la calle, sintiendo el aire helado golpear su rostro. Obelisco, su fiel caballo, estaba esperándola. Acarició su crin mientras subía a la montura.
—Vamos, amigo. Es hora de averiguar qué hay en esas montañas.
Con una última mirada hacia el pueblo, Lía tiró de las riendas, y Obelisco comenzó a avanzar lentamente hacia las montañas nevadas. Sabía que lo que la esperaba allí no sería fácil, pero también sabía que no podía dar marcha atrás ahora. Cada paso la llevaba más cerca de las respuestas... y de algo mucho más oscuro de lo que podría haber imaginado.
El camino que Lía recorría era una mezcla traicionera de tierra y nieve que daba a la calle un tono grisáceo y lodoso, como si el mismo suelo intentara aferrarse a cada uno de sus pasos. El galopeo de Obelisco resonaba con un sonido húmedo y viscoso, pero el fiel caballo seguía adelante, obedeciendo a su jinete no por obligación, sino por un anhelo silencioso de aventura. La atmósfera estaba cargada de tensión; Lía sentía la pesadez en el aire como si la misma oscuridad intentara envolverla.
Su ojo derecho, el único que le quedaba para ver, se mantenía en constante vigilancia, escaneando los árboles que parecían susurrar secretos a cada brisa. La noche no estaba completamente en silencio: cuervos, grillos y el coro constante de insectos formaban un sonido de fondo inquietante, pero, más allá de eso, algo intangible se movía en las sombras, una presencia que sólo su instinto podía percibir. Con cada paso que Obelisco daba, esa sensación de penumbra crecía, como si la oscuridad misma estuviera atenta a sus movimientos.
El horizonte era un lienzo negro, sin estrellas que lo alumbraran, solo árboles deformados por la negrura que los rodeaba. El camino, aunque ancho, parecía cerrarse a su paso, y la lámpara que llevaba colgada del lado derecho del caballo lanzaba un débil halo de luz que se disipaba en la nada. No servía de mucho. A apenas cinco metros, la negrura era absoluta, impenetrable, y más allá de ese umbral, Lía sabía que cualquier cosa podía acechar.
El parche sobre su ojo izquierdo no le permitía ver, pero hacía tiempo que se había acostumbrado a la sensación de vacío. Ahora, en esa oscuridad, tenía que depender de sus otros sentidos: el oído, el olfato, el mismo instinto que la mantenía alerta. A pesar de la aparente calma del bosque, Lía no podía sacudirse la sensación de que algo, o alguien, la estaba observando desde las sombras, esperando el momento perfecto para revelarse.
Mientras el camino seguía extendiéndose frente a ella, Lía sintió que su cuerpo comenzaba a relajarse, aunque solo fuera un poco. El frío aire cortaba su rostro, pero el hambre apretaba en su estómago. Había estado todo el día recopilando información sin descanso, así que decidió permitirse un breve momento para comer algo. Desató un pequeño pedazo de pan que llevaba en su alforja y lo llevó a su boca, masticando lentamente mientras sus sentidos se permitían una fracción de distracción.
Justo entonces, un ruido sutil se escuchó entre los árboles. Lía, sin pensarlo, detuvo el pan a medio camino, dejando su mano en el aire, mientras su ojo se enfocaba en el origen del sonido. Al principio, apenas era un susurro, pero poco a poco se volvió más claro, como si algo estuviera moviéndose entre la nieve que cubría las ramas. El sonido crecía en intensidad, una especie de crujido áspero y ominoso que parecía acercarse con cada segundo. La nieve que cubría los árboles comenzó a caer en cascadas, sacudiendo las ramas como si algo se desplazara por ellas.
Obelisco, siempre alerta, relinchó nervioso, levantando sus patas delanteras. Lía, aunque sintió una ola de alarma recorrerle el cuerpo, lo tranquilizó con una suave caricia en su cuello.
—Tranquilo, amigo —murmuró, aunque ni siquiera ella estaba convencida de sus palabras. El sonido continuaba, más fuerte, más cerca, haciéndose eco entre los árboles como si una bestia invisible estuviera a punto de emerger. Durante un instante que pareció eterno, todo quedó en un silencio expectante, solo roto por el leve resuello de Obelisco.