Además de los desafíos físicos, Lía también se enfrentaba a la aceptación social en Glaciora. Algunos habitantes la miraban con compasión, otros con curiosidad, como si su parche fuera una ventana a su sufrimiento interno. Lía, sin embargo, se mantenía distante, usando su inteligencia emocional para manipular las percepciones y mantener su autoridad.
Una mañana, mientras caminaba por el mercado de Glaciora, sintió las miradas furtivas de los transeúntes. Susurraban a sus espaldas, y aunque no podía escuchar claramente sus palabras, el tono era inconfundible. Con su porte erguido y su mirada desafiante, Lía se acercó a uno de los puestos, comprando suministros para la reconstrucción de la biblioteca.
El vendedor, un hombre de mediana edad con una expresión de aprensión, trató de evitar su mirada. Lía, sin embargo, lo miró directamente a los ojos y habló con voz firme.
—Necesito estos materiales para la biblioteca. ¿Tienes suficiente en stock?
El hombre tragó saliva y asintió rápidamente, sintiendo la intensidad en la voz de Lía. —Sí, señorita Lía. Lo que necesites, te lo proporcionaremos.
Lía asintió, dejando claro que, a pesar de su pérdida, seguía siendo una fuerza a tener en cuenta. Su comunicación asertiva le permitía manejar cualquier situación con precisión, y pronto, la gente de Glaciora comenzó a verla no solo como una víctima de la batalla, sino como una líder implacable.
Con el tiempo, los habitantes de Glaciora aprendieron a respetar y admirar a Lía por su valentía y determinación. Ella utilizaba cada oportunidad para demostrar que su pérdida no la definía, sino que la fortalecía. Su disciplina y frialdad, combinadas con su capacidad para manipular las percepciones, la mantenían en una posición de autoridad.
Día tras día, Lía continuó entrenándose, adaptándose a su nueva realidad y demostrando que, incluso en la adversidad, podía superar cualquier desafío. Su compromiso con la restauración de la biblioteca y su liderazgo en la comunidad eran testimonio de su resiliencia y determinación indomable. A pesar de los momentos de duda y frustración, Lía se mantenía firme en su camino, sabiendo que su fuerza interior era su mayor arma.
. . .
Glaciora estaba comenzando a encontrar su equilibrio nuevamente después del ataque de Gladius, pero una serie de desapariciones en los pueblos aledaños aumentó la incertidumbre de las personas en Glaciora, con el miedo de la posibilidad de que comenzaran a desaparecer personas en la ciudad capital.
Dapne estaba hasta el cuello de pendientes y ya le estaba exigiendo mucho a Lía, como para pedirle que se encimara al lomo esa nueva tarea. Sin embargo, tan pronto como ella se enteró, viendo pancartas y panfletos de personas desaparecidas sintió el apuro de querer ayudar.
—Desde luego que lo haré, Dapne. Dejaré a cargo tareas específicas a los Icebrook para que no se note siquiera mi ausencia en los futuros días.
La maestra Darkfrost permitió, y decidió ayudar a la construcción de la biblioteca, ya que estaba herida por la misma explosión todavía.
Tomó prestado uno de los caballos pura sangre mas hermosos y capaz de viajar en los climas fríos y montañosos. Llamado Obelisco.
La chica emprendió viaje con su mochila de viaje con reservas y una carta que le brindaba permiso de salir, entrar e involucrarse en el caso de las personas desaparecidas, y así brindar tranquilidad a los campesinos.
Lía avanzaba hacia Glaciem, el primer pueblo, el frío mordía su piel mientras las montañas nevadas se alzaban imponentes en el horizonte. El aire cortante silbaba entre las casas de piedra y madera del pequeño pueblo. A cada paso, algo no encajaba; las calles, que deberían estar al menos transitadas por viajeros o aldeanos, estaban casi desiertas. Una sensación de vacío y soledad invadía el ambiente.
El cielo gris parecía pesar sobre los techos, y las pocas personas que Lía logró ver la observaron con desconfianza. Una mujer anciana cerró sus cortinas al cruzarse con su mirada. Un hombre, envuelto en una gruesa capa, apresuró el paso cuando la vio acercarse, escondiéndose detrás de la puerta de su casa sin intercambiar palabra. La indiferencia y el miedo impregnaban el aire, como si la presencia de una forastera fuera una amenaza, o peor aún, como si temieran lo que Lía pudiera descubrir.
Un hombre con sombrero de ala ancha y manos curtidas por el trabajo en el campo bajó la mirada al pasar por su lado. Lía se acercó a él, buscando respuestas.
—Disculpe, señor... —comenzó ella, pero antes de que pudiera formular la pregunta, el hombre la interrumpió con un gesto nervioso.
—No hay nada que ver aquí. Siga su camino, señorita —murmuró sin mirarla, apretando los labios, y desapareció tras la esquina de una tienda cerrada.
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La atmósfera estaba cargada de tensión. A pesar de lo poco que había visto, algo inquietante parecía flotar en el aire. Los murmullos que lograba captar a lo lejos eran vagos, fragmentados por el viento. Alguien mencionó "las sombras en las montañas", otra voz apenas audible habló de "los desaparecidos", pero nadie parecía querer dar más detalles, como si el solo hecho de hablar del tema pudiera atraer la desgracia.
Lía se adentraba cada vez más en las calles, cada vez más vacías y silenciosas. Incluso los animales parecían ausentes. Mientras avanzaba, su atención fue captada por dos figuras que hablaban en susurros en la entrada de una pequeña taberna. Uno de ellos, un hombre mayor, dijo en voz baja pero clara:
—No debieron explorar más allá de la montaña... después de eso, todo cambió.
El otro asintió con miedo en los ojos, mirando hacia las montañas en el horizonte, como si en cualquier momento algo fuera a descender de esas cumbres heladas.
Glaciem, el pequeño y solitario pueblo, estaba estratégicamente ubicado entre las montañas y el camino hacia Glaciora, sirviendo como paso obligatorio para quienes viajaban a los pueblos vecinos o se dirigían a la fortaleza helada. Las cumbres nevadas lo rodeaban como gigantes silentes, y el viento gélido traía consigo ecos de historias antiguas que nadie parecía dispuesto a contar.
En el centro del pueblo, justo en la plaza principal, había una vieja estructura de piedra, erosionada por el tiempo y el frío. Sobre un pedestal elevado, una vela de cera, casi tan alta como un hombre, descansaba en un candelabro de hierro forjado. La vela, un objeto aparentemente común, era mucho más que eso. En el pasado, los aldeanos creían que la luz de esa vela mantenía alejadas a las sombras de las montañas, las mismas que ahora parecían estar devorando a los suyos.
La historia de la vela había pasado de generación en generación, hasta convertirse en una tradición arraigada: la vela nunca debía apagarse. Un anciano del pueblo, el último guardián de las historias, solía repetir en las noches frías:
—Esa luz mantiene a raya las sombras. Mientras brille, estaremos a salvo.
Pero, hace algunas semanas, durante una de las tormentas más intensas del invierno, algo cambió. El viento huracanado sopló con una fuerza inusual, arrancando árboles de raíz y tirando techos de las casas. Amenazando a la vela con apagarse.
Al principio, la mayoría de los aldeanos no prestaron demasiada atención. La tormenta había sido fuerte, era natural que estas ventiscas sucedieran. Pero no tardaron en llegar los rumores. Primero, algunos animales del pueblo comenzaron a desaparecer, los perros dejaron de ladrar, los caballos se volvieron nerviosos. Luego, los primeros aldeanos comenzaron a perderse sin dejar rastro. Gente que simplemente se desvanecía en la nieve o entre las sombras que se proyectaban desde las montañas. Ningún cuerpo fue encontrado, y nadie supo explicar qué había pasado realmente.
Desde entonces, los habitantes de Glaciem habían vivido con miedo. Nadie se atrevía a salir después del anochecer, y pocos hablaban de lo ocurrido en voz alta. El silencio y la superstición se habían apoderado del lugar, y el nombre de los desaparecidos era solo susurros llevados por el viento.
Lía, al escuchar el comentario sobre la vela, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El viento que soplaba en la plaza se volvió más frío, y la inquietante sensación de que algo oscuro acechaba más allá de las montañas se intensificó.
La anciana que cerró sus cortinas al verla pasar antes, ahora las entreabría levemente para observarla con ojos temerosos. Lía se acercó al pedestal, donde la vela todavía estaba incrustada. La cera brillaba con el tenue resplandor, y el aire alrededor del pedestal parecía extrañamente pesado, como si la energía del lugar hubiese cambiado para peor.
—¿Qué es lo que realmente está pasando aquí? —murmuró para sí misma, mirando hacia las montañas, donde sombras oscuras se deslizaban entre las cumbres nevadas.
Glaciem parecía estar al borde de algo que los aldeanos no querían admitir, y Lía sabía que el origen de esas desapariciones no estaba vinculado a esa misteriosa vela que ahora yacía en el corazón del pueblo.
Lía, confiando en su magia de fuego, extendió su mano hacia la vela. Una pequeña llama se formó en la punta de sus dedos y tocó suavemente la cera. Para su sorpresa, la vela pareció aceptar el fuego, envolviéndose en una luz cálida que brilló por un breve momento fusionando la llama original de la vela y el fuego de Lía. Después de que Lía no notó nada inusual, al dar media vuelta, el frío regresó de inmediato, helando el aire a su alrededor.
—¿Qué...?
Antes de que pudiera acercarse de nuevo, una voz quebrada, pero firme, la interrumpió desde la ventana más cercana.
—¡Cuidado, niña! —gritó la anciana que la había estado observando, su rostro se asomaba entre las cortinas de una casa cercana—. ¡No juegues con lo que no entiendes!
Lía giró la cabeza, confundida. La mujer la miraba con ojos duros, llenos de preocupación, pero también de desconfianza. Era como si las palabras estuvieran cargadas de advertencias que no terminaba de comprender.
—¿Cuidado de qué? —preguntó Lía, sin moverse de su lugar, pero sintiendo el peso de la situación sobre sus hombros.
La anciana vaciló por un momento, como si estuviera debatiéndose entre dejarla ahí o hacer algo más. Finalmente, con un suspiro resignado, abrió la puerta de su casa y, con un gesto rápido de la mano, le hizo una señal para que se acercara.
—Entra, rápido. No es seguro estar afuera cuando es de noche.
Lía la siguió con cautela, y al cruzar el umbral, la puerta se cerró con un golpe seco detrás de ella. Dentro, la casa estaba cálida y acogedora, pero la atmósfera no era en absoluto hospitalaria. La anciana no se movió de su lugar junto a la puerta, observándola con una mirada inquisitiva, como si quisiera descifrarla.
De repente, el rostro de la mujer cambió. La calidez y la hospitalidad que había mostrado al invitarla a entrar se desvanecieron, reemplazadas por una severidad abrupta.
—¿Quién eres? —preguntó con tono cortante—. ¿Cómo te llamas?
Lía, sorprendida por el cambio, frunció el ceño antes de responder.
—Me llamo Lía. Vengo de la Ciudad de Glaciora.
—¿Y qué haces aquí? —replicó la anciana, su tono aún más sospechoso—. Este no es lugar para turistas o forasteros. ¿Por qué has venido?