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Cazadores de Silicio (Español/Spanish) [¡Finalizado!]
Capítulo 29, por Norma Guarnido (parte 3)

Capítulo 29, por Norma Guarnido (parte 3)

―Atreveos. ―El filo de la hoja creció unos centímetros, clavándose en el aura del hombre, que empezó a alborotarse por la amenaza―. Así me gusta, demonios. Colaborando. Como tiene que ser. Tenéis una oportunidad para decirme qué hago con vosotros... ¿Alguno quiere mover esos labios?

Por cómo se agitaban los colores que rodeaban al hombre, quise imaginar que los glitches de su interior intentaban comunicarse de alguna forma. Intenté leer los cambios en el estado de su energía, pero su compañera se revolvió para lanzar una bola de fuego. Si bien Ramón la partió en dos mitades que se disiparon con el canto de la mano, le ofreció tiempo suficiente como para acercarse a él y escupirle una llamarada. No duró. En parte, porque la había alzado del cuello y eso bloqueaba su salida, logrando que el calor comenzara a contenerse en su pecho antes de que cancelara la técnica. De todos modos, el motivo real por el que la mujer no aguantó un solo asalto fue el que mis garras espirituales aún estaban desplegadas y se habían llevado por delante a varios de los glitches de un solo tajo accidental.

Así fue cuando me di cuenta de la mayor debilidad de esos espíritus parasitarios: su inestabilidad.

Eran muchos, sí, pero también débiles: probablemente, el vivir en una pequeña partición de la cabeza de alguien y tomar control de ella a cambio de algún don extraño tenía sus límites, y uno de ellos era que la mayoría de las criaturas debían ser pequeñas, humildes. Los demonios más poderosos necesitan más energía para alimentarse, y probablemente acabaran canibalizando a los otros. La marabunta cromática de su alma se homogeneizó un poco, pero eso solo puso sobre alerta al resto de congéneres. Aunque no lo sabían con certeza, podían intuir que sus días se acabarían pronto si no hacían algo por luchar.

Un equilibrio tan frágil tenía complicado sobrevivir una guerra interna así. Sus inquilinos luchaban por absorber la energía de sus hermanos, hacerse más fuertes. En un momento así, era la única posibilidad que tenían. La mujer estaba perdiendo sus poderes. No había nada que pudiera hacer: su cuerpo se retorcía en el aire mientras los titiriteros tiraban de los hilos con violencia en su pugna por el poder. Solo había necesitado un pequeño empujón para que ese enjambre demónico se empezara a consumir por sí mismo.

Tampoco podía distraerme. No sabía si la guerra interna acabaría estabilizándose, si ese montón de bichos podría atacarme cuando me confiara. Además, Seven seguía revoloteando como si de un abejorro se tratara a nuestro alrededor, armado con una mueca que se encontraba a medio camino entre el frío cálculo y el éxtasis de la entropía que ahora le rodeaba.

Sanae aprovechó esa insistencia suya para lanzar su segundo cuchillo hacia él, aun intentando amenazar a su rehén con la visión de la mujer que había visto su derrota a manos de su desbocada fauna espiritual. Guardaba la esperanza de que alguna de las criaturas de esa mente tomase la voz del enemigo, pero resultó que el barista del Judgment 1999 era de aún menos palabras que el del Thardisia. Además, esa llave que lo retenía acababa siendo una limitación de movilidad de alguien que se enfrentaba a un hechicero volador, por lo que después de la tercera vez que el jefe de redacción sufriera por protegerle, sesgó el aura de su rival con una docena de tajos calculados y lanzó el cuerpo al suelo con cierta decepción. En cuestión de segundos, se volvió en un campo de batalla aún más cruento que el de su compañera.

―Vaya. ―Seven se dirigió directamente a Ramón. Estiró un poco la mano del brazo herido, casi sorprendido de que pudiera volver a mover su extremidad sin problemas en tan poco tiempo―. Parece que ese truco tenía sus límites. Ya les dije que necesitaban un aliado fuerte, uno capaz de tener a raya esa nube de bestias. Un demonio afín que protegiera su identidad de la horda que pretendían almacenar en sus cabezas. Pero no. Confiaban demasiado en su capacidad de ser especiales. Ja. ―Dejó que la sílaba retumbara unos instantes en el aire. No sabía si su objetivo era enervarme y hacer que saltara para reordenarle los dientes, pero si era así, lo estaba consiguiendo―. Especiales, este par de juguetes rotos. Al menos, fueron buenos conejillos de indias, eso se lo concedo. Oh, mi señora Gazereth, te los ofrezco como sacrificios. Por favor, ¡acepta su fuerza para alimentar la tuya y otorgarme una vez más el don de tus alas!

Las alas mecanizadas dispararon una salva de misiles en todas las direcciones. Mi instinto de autopreservación me hizo correr con mis compañeros a un lugar seguro y dar a los lacayos por derrotados. Por suerte para ellos, las explosiones seguían a rajatabla las leyes del combate espiritual que habíamos asimilado a lo largo de estos, años, por lo que sus cuerpos siguieron intactos a pesar de todo. De hecho, la mujer tosió con fuerza varias veces, asegurándonos de que, aunque la persona que era hubiera sido consumida, aún había algo en sus instintos que la hacía aferrarse a la vida.

―¡Ah! ¡Así me gusta! ―clamó al cielo, con ademanes excesivamente teatreros―. Venid a mí, Cazadores. Ah, qué sensación tan maravillosa la de poneros contra las cuerdas. ¿No es esto una prueba fehaciente de que, en esencia, mis métodos son la verdadera forma de tratar con el resto de mundos? ¡Menuda demostración! Es una pena que no vayáis a sobrevivir a esto. Me hubiera encantado ver cómo distorsionabais esta historia en uno de vuestros...

Una flecha de luz impactó en su cráneo antes de que pudiera acabar la frase. Estaba harta de los monólogos de villano flipado. El poder hacer algo que no fuera machacar el botón de la equis hasta que se callara era algo que llevaba deseando toda mi vida. El clonc más satisfactorio que había escuchado jamás. Y los efectos visuales en los que un par de demonios explotaban cuales fuegos de artificio no eran más que la guinda en el pastel.

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―Que te calles ―espeté, preparando un segundo proyectil―. Sí, eres muy malvado y te llevas bien con los peces gordos del mal. Ya lo sabemos.

Enfadado, me atacó con todas sus fuerzas. O con algo que cualquier villano habría nombrado su técnica definitiva. Un montón de poderes que brotaban al unísono de cada uno de los puntos irregulares de su alma. Al ver que sus energías cubrían casi todo el espacio en el que combatíamos, decidimos que lo mejor sería adoptar una formación defensiva, buscando llevarnos a todos los glitches que los originaban mientras tanto. Sin embargo, e imitando la estrategia con la que había logrado la huida de mis pupilos, solo se trataba de una cortina de humo ante una nueva acometida a todo motor. No, esa explosión cromática solo tenía el rol de telonero, cubriendo un ataque perfectamente medido que me volvía a tener como objetivo central. Mi reacción tuvo que ser ingeniada sobre la marcha; no tenía tiempo suficiente a resistirla de la misma forma que antes, así que cargué toda mi energía en mis piernas y, oyendo únicamente a mis instintos, di un salto hacia arriba, sin pensar demasiado en la trayectoria o la distancia que pudiera alcanzar. En esa ocasión, no había plan al que atenerse, solo la necesidad de esquivar el asalto a toda costa. Ya se me ocurriría algo para que siguiera fijándose en mí en lugar de devolver el ataque a mis compañeros. Algo como...

―Eh, tú ―apelé a su ego imitando al erizo azul más famoso de todos los tiempos mientras seguía ascendiendo―. You're too slow. C'mon, step it up!

El líder de la secta era tan tonto (o tan orgulloso, qué más daba) como para que eso funcionara y ajustó su ruta para encararse a mí, pero el salto ya había llegado a su cénit y solo restaba una caída para la que no tenía plan alguno. Puede que tampoco lo necesitara, eso sí. Quizá la solución era ceder ante mis deseos y darle a ese imbécil el puñetazo en la cara que llevaba diez días guardándome.

―¡Ya he tenido suficiente! ¡Estoy harto de ti! ―bramó, tornando el vuelo hacia mi dirección―. ¡Vas a morir aquí mismo, Princesa Aran!

La caída empezó a acelerar. También lo hizo el hombre volador, buscando un golpe cuerpo a cuerpo que zanjara el enfrentamiento. Era increíble cuánto había subido de un salto y lo lejos que seguía el techo de las tripas de ese demonio. Giré un poco en el aire, lista para que la gravedad acompañara mi golpe, y concentré todas las energías que tenía en el puño. Si erraba, estaría vendida, pero confiaba ciegamente en ese cóctel que suponía la estupidez del hombre antes conocido como Moroboshi y mi ansia de hacer que callara de una vez por todas.

Si me preguntaran cómo logré atinar el golpe a una velocidad así, no sabría dar una respuesta más allá del clásico «creí en mí misma» o el «esto de la adrenalina en momentos clave es algo magnífico». Si bien mi rival interpuso toda la resistencia al golpe que pudo gracias a sus habilidades demónicas, pude coronarme vencedora del asalto en un espectáculo de glitches explotando en el aire. Puede que lo acompañara un borbotón de sangre humana y algún que otro diente fracturado, pero es lo que tiene un puñetazo en el ángulo de la mandíbula.

Lo sorprendente, en todo caso, fue que lo resistiera con tanta entereza.

Las alas de su espalda parpadearon antes de deshacerse en una nube de vóxeles plateados y, una vez el retroceso del golpe había hecho de las suyas, ambos nos precipitamos hacia el suelo. Por fortuna, yo contaba con aliados dispuestos a parar mi caída en picado, por mucho que protestaran después de lo temerario que había sido mi golpe final.

―Me... has vencido ―admitió el hombre por fin, escupiendo tanta sangre que me empezaba a cuestionar si sobreviviría a su pérdida―. Lo que significa que he traicionado las expectativas de la Guardia y... Que quedan poco más que minutos antes de que la dueña de estas alas ponga fin a mi vida.

―¿Por qué haría eso? ―inquirió Ramón―. O, mejor dicho, ¿cómo?

―Ya me ves. ―Tosió con fuerza―. Cobrarse la venganza a quien le arrebató ese trozo de alma era mi parte del trato, al fin y al cabo. Era mi última oportunidad de contentarla antes de que decidiera que podía desecharme. Al fin y al cabo, ya estaba en tiempo de descuento, já.

Respiró con fuerza, intentando acabar la frase a toda costa. Por cómo bailaban sus ojos, parecía que la pugna por su vida ya había empezado. Definitivamente, fuerza de voluntad no le faltaba.

―Nuestro pacto hizo que ese pedazo exiliado de su ser se acoplara a la humanidad que me quedaba. Tendría la más efectiva de sus armas. Un enlace a través de los reinos para seguir recibiendo su conocimiento. Yo, a cambio solo tenía que declararme su siervo y darle la oportunidad de cobrarse su venganza. ―Paró de nuevo para tomar aire―. De hacer aún más daño a su némesis. Pero ya es tarde para todo eso. Me tenéis a vuestra merced y el Hada no descarta que tengáis vuestros propios medios de extraer toda la información que necesitáis de mi mente, esté ese pedazo suyo ahí para evitarlo o no. Así que está abusando de los hilos que nos unen para apagar mi forma terrenal y hacer que me lleve los secretos a la tumba. ¿Sabes qué, Hada de los cojones? Todavía puedo joderte los planes.

―¿Una redención antes de morir? ―Le alcé tirando de la poca tela que quedaba en el cuello de su disfraz―. Sí que te gustan los tópicos.

―¿Redención? Me reiría si eso no fuera a hacerme sangrar como un cerdo. No, Cazadores. Solo quiero seguir haciendo daño, y ahora le toca a la que quiere robarme la vida. Tenéis toda la información en mi ordenador. ―Su voz se iba apagando cada vez más―. Ramón, ya sabes dónde encontrarlo, no deja de ser el lugar en el que nos conocimos. La clave del equipo es «pepperoni and cheese». Espero que sepas entender a lo que me refiero. Bueno, qué carajos, eres Ramón Lourido, seguro que sabes hacerlo.

―Suficiente, niño ―respondió el barista en un tono cortante―. Ya puedes dejar de luchar. Nosotros nos encargaremos del resto.

―Que te jodan... ―suspiró una larga exhalación―. Hada traidora.

Con un último chispazo, sus ojos se apagaron y los restos de su aura se disiparon en el aire. No tardó mucho más en dejar de respirar y, entonces, su pulso se paró del todo. Faltó ese pitido tan típico de los procedurales médicos televisivos, pero el hombre no estaba enchufado a ninguna máquina. Solo estaba ahí, escuálido, magullado y lleno de sangre. Probablemente arrepentido de las decisiones que había tomado en su vida, pero con una sonrisa de satisfacción en los labios por haber podido hacer algo con ella.