El vaivén del autobús me despertó de golpe. Definitivamente, el desconfiar de mis habilidades como conductor para cruzar el puerto de montaña que unía Gailadría y Atecina del Bosque había sido un acierto. No había visto tanta curva puesta a mala leche junta en toda mi vida. Además, lo de poder echarme una cabezada extra me había venido francamente bien.
Había sido una semana de las que no dejaban hueco para respirar: la universidad amenazaba con unos primeros parciales para los que no iba tan preparado como debería, ya me había empezado a salpicar el estrés generalizado que se respiraba en la oficina para cerrar el número que saldría a primeros de noviembre. Tampoco tenía un respiro físico, ya que Norma me presionaba cada día más para que no desatendiera el entrenamiento en cuanto encontraba una oportunidad. Claro está, tras conocer la verdad sobre los hechos que tuvieron lugar en octubre de 1998 y la nueva «profecía» del glitch que compartía cuerpo con mi amiga, pude empezar a entender la urgencia de mi mentora.
No sabía cuánto tiempo había estado roque, pero el cuerpo me pedía a gritos desperezarme. Vero, que parecía tener un sueño más profundo que el mío, dejó caer su cabeza sobre mi hombro sin darse cuenta. No pude evitar trazar una sonrisa bobalicona sobre mi rostro al sentir su calor.
―No me olvido ―dije para mis adentros―. Sé que tenemos una conversación pendiente.
Quizá este viaje fuera el momento de hablar sobre lo que ocurrió el día de su cumpleaños. O, mejor dicho, de lo que estuvo a punto de pasar en la vieja salita de la casa de mis padres. Por mucho que fingiera que toda esta entropía que nos rodeaba era una excusa, se lo debía. De hecho, no había caso sobrenatural o estudio espiritista que pudiera alejar mis pensamientos del momento de no retorno, de ese instante en el que me percaté de que las cosas habían cambiado. No podía dejar de lado la idea de que, de no ser por ese SMS a destiempo, habría acabado besando a mi amiga de la infancia.
¿En qué posición nos dejaba eso? Al fin y al cabo, ahí la tenía, como hacía años, babeándome el hombro mientras se aferraba a mi sudadera entre sueños. Verla así hacía que sincerarse pareciera la opción fácil y acogedora, por mucho ruido (y por mucho albino) que nublara mis ideas.
El autocar dio otro volantazo. Los pocos pasajeros que nos acompañaban lo ignoraron como si fuera lo más normal del mundo, pero yo pude evitar dar un brinco en el sitio y proferir un par de malsonancias que no pasaron desapercibidas entre el resto del pasaje.
Alertada por mi aspaviento, la muchacha balbuceó, aún a caballo entre el sueño y la vigilia. Se incorporó con los ojos todavía pegados y protestó dejando caer su cabeza contra el respaldo con una mezcla de resignación y violencia.
―Tienes el pelo aplastado. ―Se lo ahuequé un poco. Ella aún seguía demasiado obnubilada como para reaccionar―. Buenos días, por cierto.
La programadora entreabrió los párpados para comprobar su reloj de pulsera y soltó un gruñido desganado, de esos de «ya no me merece la pena volverme a dormir», pero dejó caer la barbilla con desazón.
―Oye, Vero... ―Intenté reunir la confianza en mí mismo que necesitaba para sacar el tema―. Sé que quizá no sea el mejor momento, pero... ¿Podemos hablar de... ya sabes qué?
La exorcista sacó un cartón de zumo de su bolso casi a tientas y clavó la pajita de plástico en él con una puntería sorprendente para alguien que aún no había abierto los ojos del todo. Dio un sorbo largo y entonces abrió los párpados para fijar sus cansados iris en mí.
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―No sé el qué. ―Siguió bebiendo el zumo―. Deberías ser un poco más claro, Eli. Tengo demasiadas cosas en las que pensar para saber qué es un «ya sabes qué». ¿Del ritual que has venido a hacer como parte de tu entrenamiento? ¿De la revista que sacamos el lunes? ¿De que de repente existe un mundo digital que nos han estado ocultando todo este tiempo en el que está encerrado mi tío? ¿De ese nuevo amigo tuyo? ¿Del Efecto Pirita? ¿De la Catedral?
Su enumeración pareció tintada de ese tono ligeramente amargo del que estaba haciendo gala un poco más de la cuenta durante las últimas semanas, pero no me acobardé.
―De tu cumpleaños. ―Al escucharme, se llevó de forma instintiva la mano al colgante que le había regalado y su expresión cambió radicalmente, pero su lenguaje corporal aún se mostraba defensivo―. Creo que nos debemos una conversación después de estas dos semanas tan... No sé.
―Oh... ―musitó, rozando el silencio. Cualquier escudo que estuviera intentando interponer entre nosotros se hizo añicos―. De... eso.
―Ya sabes. De lo que... Ya me entiendes. No sé cómo decirlo. No sé por qué no lo he hecho antes. O yo qué sé. Sé que han sido unas semanas un poco... Pero tampoco creo que sea una excusa.
―Tampoco te he dado mucha oportunidad, supongo. ―Jugueteó con varios mechones de su pelo. Por muy torpe que fuera para entender las señales, esa era una, ¿verdad?―. Pero sí que estaba esperando que me... dijeras algo. Eres un tardón, Eli. Siempre lo has sido.
―Bueno. Ya sabes... No nos hemos visto mucho... ―Gesticulé de forma exagerada, fuera de mi control―. Y no sé cuál de los dos llegaba más muerto a casa. Yo qué sé, quizá intentaba ganar tiempo buscando el momento perfecto. Ja. El momento perfecto. Ya ves, qué chorrada. O-o yo qué sé. Joder, para querer ganarme la vida hilando palabras, esto se me está dando de puta pena.
―No está siendo tu mejor trabajo, no ―bromeó.
La media sonrisa que me dedicó tuvo efecto doble: por un lado, fue capaz de serenar mi verborrea. Por otro, hizo que mi corazón se saltase un par de pulsos y perdiera del todo el hilo de lo que pretendía decir.
Algo avergonzado, eché la vista por la ventana intentando recomponerme. El autobús ya había cruzado el puerto de montaña y se adentraba entre la espesura del bosque en el que se escondía Atecina. Esta última parte del camino no parecía especialmente moderna y la carretera por la que iba el autobús llevaba unos cuantos años de retraso en su mantenimiento, así que el traqueteo de las ruedas era tan constante que distraía mis pensamientos. Aun así, por una vez, supe que lo que tenía que hacer era disfrutar del silencio y aferrarme a su mano mientras las palabras encontraban su cauce.
―¿Sabes? ―Aún sujetaba mi regalo con su otra mano―. Yo también quería... hablar. No necesariamente de eso, sino... No sé, de todo lo que ha pasado últimamente. Sé que he entrado como un huracán en tu vida y lo he puesto todo patas arriba. Te he metido en mil follones y... esto no ayuda, supongo. ¡Vale! Sé que no es precisamente algo que podamos controlar. Pero... no sé. No tenía derecho alguno de ponerme así... O quizá un poco sí. Si es que soy de lo que no hay. Menuda forma de cumplir mis promesas, ¿eh?
Ladeé la cabeza en señal de confusión ante su incoherente monólogo. Sabía que eso siempre divertía a mi amiga porque le recordaba a un cachorrito. Esa pequeña carcajada que soltó fue como música para mis oídos. Un momento cómplice en un mar de sentimientos por el que nos costaba navegar.
―Hablemos, Eli. No aquí ni ahora, pero... nos merecemos esa conversación. ―Dejó su cabeza de nuevo sobre mi hombro y cruzó su brazo sobre mi pecho―. ¿Sabes? A pesar de lo mucho que me he quejado de él estos años, Atecina es un lugar precioso. ¿Qué te parece si te lo enseño después de la ceremonia?
Tras un rato intentando forzar mi faceta más seria, mi cerebro fue incapaz de resistir el impulso de hacer lo que mejor se le daba: ser un verdadero payaso.
―¿Me estás... pidiendo una cita?
Esperaba que la chica se retirara, enrojeciera o, simplemente, se echase un par de risas más a mi costa. En cambio, respondió con clara determinación:
―Si es lo que tengo que hacer, adelante. Yo también me merezco una, ¿no crees?