Cuando acabamos en la redacción, ya había oscurecido. Tenía algo de hambre, así que insistí a Eli para hacer una parada en nuestra pastelería favorita antes de llegar a casa. Menos mal que seguía abierta después de todos estos años; por nada del mundo me iba a perder una de esas nostálgicas napolitanas de crema.
El periodista dejó el coche en paralelo (si la L que llevaba pegada en la parte de atrás no era signo suficiente, lo torcido que quedó dejó claro que eso de aparcar no se le daba muy bien) y descargó todo el equipaje del maletero. No por innecesaria caballerosidad, sino porque se percató de que me había distraído demasiado rememorando el vecindario.
―El barrio de tu abuela sigue exactamente igual que cuando me fui. ―Estiré los hombros y tomé aire―. Por cierto, ¿qué tal está?
Respondió balanceando la mano. «Pichí, pichá», supuse.
Aunque no estaba muy lejos de la casa de sus padres, la abuela de Eli no estaba en condiciones de vivir sola. Como la casa de mi amigo no contaba con suficientes dormitorios como para que vivieran todos juntos, decidieron que lo mejor para él sería instalarse en un lugar que, en otras circunstancias, se habría quedado cerrado a cal y canto. Todo a pedir de boca: él salía ganando «su experiencia universitaria» y yo iba a tener una habitación entera para mí sola.
La estética «casa de abuela convertida en piso de estudiantes» era, sin duda, algo curioso de ver. Aunque había retirado la mayoría de elementos decorativos del salón (algo le dijo que era gracioso mantener una bailaora de flamenco encima de la tele), no había encontrado espacio para todo en el trastero. Así que las escenas de «Jesucristo contra Sefirot» y las figuras de porcelana rodeadas de naves espaciales de LEGO daban un toque «distinguido» al salón. No pude ocultar la mueca de alegría al ver que el extraño sentido del humor de mi amigo seguía intacto.
Eso, y que el anacrónico papel pintado de la pared estaba cubierto de posters y fotos de una forma que espantaría a cualquier decorador de interiores que se preciara. Aun así, a mí me resultaba encantador eso de tapar rasgones con un cartel extremadamente noventero de Crash Bandicoot bailando hip-hop o ver una mancha de humedad convertida en la nueva casa de Spider-man.
―Y aún no has visto tu cuarto ―chanceó al verme analizar cada rincón con detenimiento―. A juzgar por las pintas con las que me has sorprendido, te alegrará saber que hay un montón de crucifijos a los que darle la vuelta.
―Tonto. ―Le di un cariñoso puñetazo en el pecho y dejé que mi cabeza descansara sobre él―. ¿Es que no te gusta la nueva Vero?
―Me gustan todas las Veros ―me aseguró. Yo escondí la cabeza para que no se notara la cara de imbécil que estaba poniendo―, pero aún tengo que acostumbrarme a esta, entiéndelo. Aunque grata, ha sido una sorpresa verte con tanto cinto, tanta hebilla y tanta rasgadura. Además, tampoco puedo hablar demasiado: supongo que yo también he cambiado en este tiempo.
Me separé de él y me tomé mi tiempo en echarle un vistazo, recorriéndole inquisitivamente con mi dedo índice. Aparte del estirón que había dado y de que ahora parecía algo más fuerte, seguía siendo prácticamente el mismo que la última vez que le había visto. Un pelo castaño que grita «es hora de pasar por la peluquería» capaz de tener su encanto enmarañado. Unos ojos que, según les diera la luz, podían parecer marrones o verdes (y que, cuando se distraían, sabían desarmar sin que él lo supiera) y unas facciones que, aunque empezaban a volverse un poco más cuadradas, no perdían su inocencia.
Como acababa de terminar el verano, el moreno que tan fácil le resultaba coger escondía un poco las pecas de su cara. De todos modos, desde cerca era fácil contarlas, tanto que me sentí tentada a hacerlo, como cuando no éramos más que unos críos. Y, por mucho que se esforzara en dejarse una barba, también podía calcular fácilmente los tímidos pelillos que la componían.
―Sí, el mismo Eli de siempre. ―Dejé escapar el aire en un suspiro.
La que había cambiado era yo. Como cuando me despedí de él solo era una niña que aún tenía que sufrir la pubertad, no me había dado cuenta de lo irritantemente atractivo que me iba a acabar pareciendo el niño con el que había compartido mi infancia después de un par de estirones más. Y si eso había pasado por mi cabeza con solo un vistazo... ¿pensaría él lo mismo de mí? Jugueteé con esa idea, pero la deseché rápidamente.
―Bienvenida de nuevo. ―Me revolvió el pelo con una sonrisa―. Ponte cómoda si quieres.
A mi amigo no le faltaba razón con que la habitación libre no iba a ser muy de mi gusto. Anoté mentalmente algunas compras que tendría que hacer para volverla más acogedora (como algún ambientador que eliminara el olor a cerrado que seguía ahí a pesar de que las ventanas llevaran abiertas dos días) y deshice una de las maletas. No mucho, lo justo para poder ponerme el pijama y las pantuflas. También me recogí el pelo y lo dejé caer en una coleta por encima del hombro.
―¿Todavía no me habías dado tiempo a acostumbrarme a Dark Vero y ya me presentas a Cinnamoroll Vero? ―Elías soltó una carcajada que le hizo desperezarse en el sofá.
Vale, sí, el contraste entre la ropa gótica y un pijama abotonado de franela de personajes de Sanrio era grande. Pero también sabía que podía ser yo misma si mi mejor amigo era el único que me veía. Además, era muy calentito. E iba a juego con mis zapatillas mullidas.
Hinché las mejillas en protesta, pero eso solo hizo que el anfitrión se riera aún más.
―Así sí que estás adorable ―dijo cuando pudo dejar de reírse―. Dan ganas de achucharte.
―Permiso concedido.
Me arrepentí de esas palabras nada más decirlas, pero intenté que no se notara. Me había entrenado para ser estoica, ¿verdad? Era un momento perfecto para ponerlo en práctica.
Huelga decir que fracasé. Al menos, no se dio cuenta de lo mucho que me ardía la cara.
***
La tarde voló con poco más que una manta calentita y un paquete de pipas cuya mera mención de la marca disparaba como un resorte una rima tan poco ocurrente como graciosa por parte de mi amigo de la infancia. Con cinco años acumulados de los que hablar, era fácil ponerse al día y la conversación fluía entre bromas internas, recuerdos, reposiciones de Los Simpson y muchas, muchas preguntas. Sí, por mucho que nos hubiéramos contado esas mismas cosas por el Messenger, escucharlas en persona tenía un significado fresco y nuevo para los dos.
Podría decir que había sido como si el tiempo no hubiera pasado, pero nunca me había gustado esa frase. Sí, las cosas habían cambiado. La vida nos tenía en lugares mucho más interesantes y nos había reunido bajo un mismo techo. No. No era lo mismo, era aún mejor.
O lo sería cuando encontrara la forma de deshacerme de un par de secretos que no quería ocultar más.
«Tiempo al tiempo, Vero». Primero, tocaba disfrutar del reencuentro.
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―Joder, se ha hecho tarde. ―Se dio cuenta, de repente―. Toca cenar. ¿Pedimos una pizza o algo?
―Ni lo dudes. ―Le di un efusivo codazo antes de recordar con vergüenza alguna anécdota indecorosa relacionada con la salsa de tomate―. Dime que sigue abierto el Velocidad Pizzónica.
El muchacho asintió con una enorme sonrisa que borró al darse cuenta de que su móvil no estaba al alcance de su mano. Como solo Eli haría, en lugar de levantarse a por él, se retorció y deslizó de formas imposibles para intentar alcanzarlo.
―Deberías levantarte como la gente normal ―afirmé―. No lo vas a conseguir.
―No con esa actitud, Vero. ―Se impulsó ligeramente con la pierna―. No con esa actitud.
El contorsionista tocó el teléfono con la punta de sus dedos. Convencido de que ya lo había logrado, destensó un poco los hombros para tomar aire de nuevo. Craso error: las leyes de la física se vengaron de su arrogancia y cayó de bruces al suelo. Siendo él, ni el impacto ni mis burlas fueron capaces de fracturar su orgullo. Solo miró la pantalla para buscar el número de la pizzería y, desde la incomodidad del suelo, pidió una ración de pan de ajo, una cuatro quesos (mi favorita, todavía se acordaba) y una botella de refresco de dos litros.
Después, extendió el brazo para que le ayudara a reincorporarse y, a completas sabiendas de que me gastaría alguna perrería y que una adolescente que no llega al metro sesenta era blanco fácil para ello, le tendí la mano.
Para sorpresa de nadie, yo acabé también en el suelo. Pero el abrazo que me dio a cambio fue suficiente compensación.
El «debo ser estoica» que actuaba como mantra en el fondo de mi mente se ahogaba en el ambiente familiar. Estar con Elías después de todo estos años había quitado un peso de mis hombros, aunque solo fuera por un rato.
―Cuarenta y cinco minutos ―dijo, de repente―. ¿Qué te apetece hacer?
«Quedarme un rato más así» no era una respuesta válida, así que, con la cabeza escondida en el cuello del pijama, respondí lo segundo mejor que me vino a la mente:
―¿Jugamos a algo? Me he traído un par de copias de prensa que ya no necesitaban en la redacción.
―¿Cuándo ocurrió eso? ―Me miró, confundido―. No me di cuenta.
―Cuando mirabas a Norma como si tuvieras trece años y estuvieras en primera fila de un concierto de los Backstreet Boys. ―Fijé mis ojos en él, buscando una reacción.
―Eh... Esto... ―Por una vez, no sabía qué responder―. ¡Soy un gran admirador de su trabajo!
Era el momento de chinchar aún más. La Vero seria que me había prometido ser estando en Gailadría se había ganado un día de vacaciones. Ya frunciría un poco más el ceño en mi primer día de universidad.
―Y muy guapa, ¿eh? ―le clavé un dedo entre las costillas―. Admítelo: se te caía la baba.
No iba a decirlo en voz alta, pero no culpaba a mi amigo: podía ser (era, sin duda) que fueran los entrenamientos con Norma los que me hicieran darme cuenta de que también me gustaban las chicas. Cosas que pasan a los doce años cuando tienes a una tía así encima. Menos mal que, poco a poco, nuestra relación fue evolucionando y una vez pasé a considerarla la hermana mayor que nunca tuve, dejé de verla así. Menudo cuelgue más tonto de prepúber.
Elías se tocó las orejas como si le quemaran. Una de las pocas constantes en él era lo poco dispuesto que estaba a hablar de esas cosas. Sin embargo, ahora le tenía delante y estaba dispuesta a sonsacarle todo lo que quisiera sin que fingiera que sus padres le habían llamado para ayudar con la cena o que por fin había aparecido el jefe en ese MMORPG que estaba jugando.
No había excusas para que no respondiera a mis provocaciones... Y me iba a divertir mucho con eso.
―La vas a tener de jefa y mentora ―exageré el tono para hacerlo más divertido―. ¡Uh! ¿Cómo vas a vivir con tu amor platónico así? Porque... has visto sus cosplays, ¿eh? Sí, seguro que los has visto. Menudos abdominales, ¿eh? Pues que sepas que de cerca impresionan más.
Se separó un poco de mí y giró la cabeza para evitar mi mirada. Con una timidez inusual, dijo con un tenue hilo de voz.
―¿A qué quieres que juguemos?
―El que calla otorga. ―Me levanté de un salto y fui a por el bolso―. A ver qué me han dado... El nuevo de Yu-Gi-Oh...
―Soy más de Magic, pero...
―Momoolin Mania... ―No me sonaba mucho, y el disco blanco y rojo de prensa no tenía mucho más que el título y la información legal―. Primera vez que oigo de este. Parece que es de FILE.
―Ah, es un plataformas bastante simpático ―respondió. Qué rápido se había recompuesto de la vergüenza―. Rollo Kirby, pero con una especie de topos adorables como protagonistas.
―¿Sabes si tiene multijugador?
―En efecto ―fue encendiendo la PlayStation 2―, pero te vas a tener que quedar con el mando cutre de las visitas.
―Tenemos que comprar uno en condiciones con nuestro primer sueldo de la revista ―Me dejé caer sobre el sofá y acepté el desgastado mando semitransparente―. Sí, pagan poco, pero es un artículo de primera necesidad.
―Concuerdo.
Momoolin Mania era simple en su premisa: encarnabas a un par de topos capaces de controlar la tierra para abrirse camino y herir a sus enemigos. Era raro ver un juego con estética pixel-art en la era del 3D, pero su presentación era tan limpia y adorable que salía ganando con la valentía de sus creadores.
―¡Ah! ¡Me he quedado atascada en la pared! ―protesté―. ¿Qué hago, Eli?
―También es la primera vez que juego a esto, ¿eh? ―Intentó acercar a su personaje a donde estaba―. Prueba a pulsar todos los botones o algo.
No sé qué combinación introduje, pero la pantalla parpadeó un par de veces y mi personaje explotó en un montón de esquirlas de tierra. De alguna forma, seguía siendo adorable.
―Ah, ya veo. ―Dedujo Elías tras completar los dos primeros niveles―. Hay determinados puntos en los que puedes colarte por las paredes si empujas las piedras al sitio correcto. Y en algunas hay gemas, que dan cinco mil puntos.
―¿Cómo eres tan absurdamente observador? ―quise saber―. Llevamos solo diez minutos jugando y ya estás encontrando secretos.
―Años de práctica, nena. ―Chasqueó la lengua―. Y también me he dado cuenta de que...
Intentó que su personaje bailara en el mismo punto en el que estaba la roca que tenía que pasar hacia la pared. Sabía perfectamente qué estaba intentando hacer: abusar de las colisiones para ocupar el mismo espacio que la piedra y poder llevarla a sitios que el juego no esperaba. A Elías le encantaba romper los juegos en busca de comportamientos no intencionados, errores y secretos forzados.
No tenía el corazón para decirle por qué era tan mala idea juguetear con eso antes de que... O, mejor dicho, estaba deseando que lo hiciera y no encontraba las palabras para describir qué era lo que podría estar provocando sin saberlo. Especialmente, conmigo delante.
Contuve la respiración y, por si acaso, extendí mi brazo izquierdo en anticipación. Daba igual, yo estaba allí para protegerle. Quería protegerle. Si veía en lo que me había convertido, sería más fácil.
Pero, esa vez, no pasó nada. Alguien había tenido la misma idea que Elías y el glitch no fue más que eso: un error en el código. El software gestionó la excepción colgando la partida y enviándonos de nuevo a la pantalla de título.
―Jo, no ha pasado nada ―protestó el chico―. Ni un mensaje divertido en la pantalla, ni una forma de romper la secuencia, ni una bombilla parpadeando en casa. Qué muermo.
Me llamó la atención lo último que había dicho. De alguna forma, aunque sutil, tenía una idea de qué podía ocurrir con las brechas del código... Y las seguía buscando. No le culpaba: llevaba toda la vida fascinado con una revista que se encargaba de investigar a fondo las leyendas urbanas detrás de los videojuegos, pero... ¿Había logrado atraer a algún glitch alguna vez, aunque fuera uno menor? Si era capaz de hacerlo, todo sería más fácil. Al menos, me ahorraría explicaciones.
Un pitido salió de mi bolsillo derecho. Elías se alertó (estaba tan concentrado en el juego que el bote que dio fue especialmente gracioso), pero para mí era una ocurrencia común. Me limité a pulsar el botón de pausa.
―Hora de dar de cenar y poner a dormir a Mako ―me justifiqué.
Cuando mi amigo descubrió qué estaba haciendo, intentó meter la cabeza delante para cotillear. Era el último día del mes y sabía que el dragón LCD estaba a punto de volver a convertirse en un huevo, pero eso no impidió que le diera un buen solomillo virtual y las buenas noches.
―¿Sigues teniendo una V-Pet? ―se sorprendió―. Guau. Los noventa nunca murieron contigo. Aunque no reconozco el modelo. No es un Tamagotchi y, aunque me recuerda a los de Digimon, es demasiado recargado como para serlo.
―Importación japonesa, chico. Un regalo de alguien que echo de menos ―no quise entrar en muchos detalles―. Así que sí, seguiré cuidándolo hasta que vuelvan a estar de moda.
―Le has puesto nombre y todo. ―Lejos de juzgarme, me dedicó una sonrisa dulce capaz de derretir a cualquiera―. Mako. Tiene que ser energía pura.
―Pillaste la referencia. ―Le di un toquecito en la frente―. Bien hecho. No esperaba menos de ti.
Se hizo uno de estos silencios que, aunque cómodos y cómplices, no daban lugar a que ninguno de los dos dijera nada, por lo que se quedó así. Cálidos y calmados, unos elongados segundos en los que la música del menú de pausa del juego nos dejaba una relajada banda sonora. Por mí, podrían haberse alargado todo lo que quisieran, pero el timbre decidió sonar, puntual, a los cuarenta y cinco minutos prometidos.
¡Por fin, pizza!