El líder de la Catedral giró en el aire sobre sí mismo, casi sin evidencia alguna de que la reacción en cadena hubiera hecho mella en él. Parte de la energía que lo rodeaba se desplazó en un remolino, revelando a sus dos compañeros.
―Os tenía en mejor estima... ―Aunque no parecía muy afectado por el ataque, se llevó la mano a la cabeza―. ¿Reducir vuestro número a propósito? Me entristece ver esto. Por un lado, porque esos dos jovencitos no tendrán oportunidad alguna contra nuestro campeón. Pero vosotros... ¿tanto me infravaloráis? ¡Ah, craso error, amigos de la revista Keiso! Recordad una cosa: somos legión.
Se lanzó con toda la propulsión que sus piezas mecánicas podían ofrecerle, directo contra mí. No sabía si la decisión que me convertía en su objetivo salía del combate sin zanjar de mi última visita a este sótano, de que me acabara de incorporar a la gresca después de una jugarreta o de simple machismo rancio, pero tenía claro que la idea distaba mucho de ser la mejor que podía haber tenido. Al fin y al cabo, era la única de los tres que podía resistir una acometida así con poco esfuerzo.
El uso del glitch de las botas de hierro que había capturado jugando al Ocarina of Time podía parecer extremadamente situacional, pero a veces todo lo que necesitaba una luchadora como yo era quedarse clavada al suelo para evitar que cualquiera de mis técnicas me lanzara hacia atrás con el retroceso. Además, la sacerdotisa, aunque reticente, me había enseñado a trasladar sus propiedades al resto de mi cuerpo, por lo que era capaz de negar el daño que pudiera hacerme en el brazo al intentar saludar a un pirado decidido a lanzarse a toda velocidad con poco más que un puño bien colocado hacia el frente.
Anticipándose a mi treta (o quizá fuera su plan desde el principio, con alguien así era imposible saberlo a ciencia cierta), puso los brazos en cruz justo antes del impacto y los cargó de una afilada energía. Sentí cómo el demonio que la disipaba luchaba por agrietar la superficie de mi alma con miles de sierras diminutas, buscando un hueco en mi defensa por el que dañar mi mente. No obstante, perseveré ante las fuerzas de esa criatura. Perseveré frente al acelerón que los reactores de las alas del sectario causaron para desestabilizarme. Perseveré por mucho que pusiera en mi contra, por muchos poderes simultáneos que liberara contra mí. Solo tenía que hacer uso de mi fuerza de voluntad, de la entereza de mi alma. Si no podía contra un desequilibrado fetichista de los demonios... ¿Qué podía esperar al cruzar puños contra la Guardia de Erymath?
Fue un crujido lo que dibujó una sonrisa en mi rostro. Las decenas de demonios que albergaba la fracturada mente del hombre podían ser resistentes, pero su cuerpo maltrecho no era rival alguno para una artista marcial con años de entrenamiento y conocimiento detallado de sus propios poderes espirituales. Efectivamente, sus brazos, por muy protegidos que estuvieran por las fuerzas demónicas, no dejaban de ser de carne y hueso. Huesos que se podían fracturar si forzaba demasiado la maquinaria.
La parte racional de nuestro enemigo reprimió, con poco éxito, un alarido de dolor. Aun así, no cejó en su presión. Mientras tanto, mis dos compañeros hacían todo lo posible por enfrentarse a un puñado de variopintos poderes, cada cual más sorprendente que el anterior. Ramón, consciente de que sus habilidades sobrenaturales eran mucho más limitadas que los del resto de los combatientes, tomó algo de espacio para replantearse el combate, aunque era sorprendentemente bueno proporcionando algo de apoyo logístico al chef, que cortaba el aire con presteza lanzando ráfagas de energía.
―Me estoy empezando a aburrir ―dijo Seven con la voz rota y un reguero de lágrimas de dolor saliendo de sus ojos. Aunque tuviera algún aliado capaz de volverle a soldar los huesos, el sufrimiento físico seguía siendo real―. Estoy seguro de que tienes mucho más que dar en este combate.
―Tengo peces más gordos que freír ―respondí con sorna―. No querrás agotarme antes de eso, ¿verdad?
Las llamas espectrales de su espalda pararon repentinamente tras la provocación y sendas espadas luminosas brotaron de sus manos. Estaba claro que no iba a poder blandir con mucho éxito la de la derecha por mucho que la voluntad de la criatura que los poseía fuera esa. Su brazo era físicamente incapaz en ese momento. Como respuesta, activé mi brazo espectral y lo presenté con un par de zarpazos de advertencia.
―¿Alguna idea, jefe? ―grité a Ramón. Tras la última sílaba, ya estaba bloqueando la energía que pretendía impactar con mi cara.
El aludido se paró, de repente, en su sitio. El vistazo que le eché fue fugaz, pero pude reconocer fácilmente esa arruga que se le formaba en el ceño cuando estaba escudriñando una posible respuesta a un dilema. Por su postura, algo más abierta de la que cabría esperar de un combatiente, confiaba plenamente en que su amigo frenara cualquier acometida dirigida contra él, pero yo también reduje un poco las distancias para protegerlo si fuera necesario.
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Cubrí ciento ochenta grados con un zarpazo tan ágil que dejó unas pequeñas ascuas de energía flotando en el aire por un instante. La mujer pareció reaccionar con una mueca durante un instante, pero los hilos de los demonios la seguían empujando a atacar con todo lo que tenía, ya fueran rayos, centellas o afiladas esquirlas de hielo. Su compañero se aproximaba haciendo piruetas dignas de un speedrunner, pero sus ataques terminaban siendo tan débiles como predecibles. Solo hacía falta dar con sus patrones para bloquearlo y, a ser posible, inmovilizarlo.
―Son legión ―musitó Ramón, repitiendo las palabras del hombre―. No luchamos contra tres, sino... contra cientos. Cientos de demonios encerrados en una parte de sus mentes. Son ellos a los que hemos de derrotar. Estamos acostumbrados a eso, ¿no crees?
―Me estás diciendo que la solución... ¿es hacer nuestro puto trabajo? ―Esbocé una media sonrisa en mis labios―. Nunca lo hubiera imaginado.
―El mayor exorcismo de nuestra vida, sí.
No iba a ser trivial. Cada una de esas imperfecciones en las auras de nuestros rivales era obra de un glitch escondido en alguna parte de sus cerebros. No era tan fácil como agarrar sus cabezas y dejar fluir hacia ella la energía pura. Tampoco había un núcleo espiritual al que atacar. Solo una pequeña sección en la que el demonio se esconde, listo para tirar de los hilos en el momento exacto, regalándole su energía. Si los eliminábamos tal y como habíamos hecho siempre, habríamos ganado.
―Espera... ―Me mordí el labio, pensando en las implicaciones de una operación así―. Eso significa que...
Había que seguir esas hebras hasta su origen y dar un tajo en el punto exacto en el que se alojaba la criatura. O eso es lo que la sacerdotisa me sugeriría hacer en circunstancias normales. Sin embargo, las circunstancias a las que nos enfrentábamos distaban de serlo. En sus cráneos no había más que cerebros hechos fosfatina, sin un rastro de humanidad en ellos. Mentes fragmentadas hasta los últimos átomos. Por mucho cuidado que tuviéramos al tratarlo, lo más probable sería que el daño fuera irreparable.
―Pero... ―mascullé un inicio de frase que se ahogó entre los golpes.
Ramón se limitó a asentir con la cabeza de una forma sorprendentemente fría para alguien que estaba intercambiando puñetazos con una persona capaz de ignorar las leyes de la física para volar en zigzag por el aire.
Por mucho que le diera vueltas, un «estás luchando contra zombis funcionales» no era justificación suficiente para lo que estaba a punto de hacer. El «si queda una chispa de esencia humana en ellos, perseverarán» simplemente se presentaba como una teoría en los recovecos de mi cabeza. Mil ideas me recorrieron la mente, de mil formas distintas, simulando todos los escenarios posibles, mientras mi cuerpo se movía por sí solo para proteger a mis amigos. Sabía que estaba mal. Mi promesa era proteger a los míos... y esas tres maltrechas personas en su día fueron «de los míos» por mucho que se desviaran del camino. Si les hacía un daño irreversible, los traicionaría, pero si no lo hacía, sería peor.
Fue Ramón quien me sacó de ese desagradable bucle con una respuesta que probablemente habría encajado en su columna de la revista. Tanto, que resultaba fácil imaginarla como respuesta a uno de los estúpidos correos que podría haber mandado a lo largo de mi adolescencia. Ahí, con la firma del señor SiliMAX abajo del todo.
―Sé en lo que estás pensando, Norma. «¿Qué es un hombre?». ―Se alzó las gafas con la almohadilla de la mano―. «Un miserable montón de secretos». Ya sabes que otro de nuestros roles como Cazadores de Silicio es desentrañarlos. No siempre nos gusta lo que encontramos debajo. Por descontado, la respuesta nunca había sido tan dura. Pero jugar con la demonología de forma tan alegre es lo que tiene. Es exactamente así, no hay forma de separar el sino de estos rivales del de los demonios a los que hemos de parar los pies. No hay otra opción para preservar el flujo del universo, como diría nuestra sacerdotisa. «Mas suficiente cháchara, ¡defiéndete!».
Ahí lo tenía: tres de los cuatro puntos clásicos del estilo epistolar de Lourido. El primer rasgo de su pluma era la clara franqueza con la que respondía. El segundo, esa sensación de «la solución es tan obvia que el haber pensado tanto en ella es estúpido», en este caso en forma de «como si hubiera otra opción posible, hija mía». Y, para acabar, una cita de un videojuego famoso para encapsular el mensaje. Esta vez le había tocado al Castlevania: Symphony of the Night, al parecer. Eso sí, la parte en la que intenta ridiculizarme de forma jocosa se la había dejado fuera. Puede que a propósito por una vez, y todo.
Crují mis nudillos para motivarme y cerré los ojos para concentrar mi energía. Cuando los abrí de nuevo sentí crepitar el fuego en mis ojos. Uno metafórico, claro está. Aunque no podía descartar la idea de capturar un glitch que hiciera eso. Como idea, molaba bastante. El barista del Thardisia, por su parte, solo inclinó ligeramente su barbilla al oír su mensaje (que se traducía fácilmente como un «recibido, jefe») y empezó a cortar a diestro y siniestro, como si le fuera la vida en ello. De hecho, esa misma oración sin el «como» también tenía todos los visos de ser real. Sanae era un hombre de pocas palabras, pero sus actos lo decían todo sin esfuerzo alguno, especialmente cuando esas acciones consistían en apuntar un cuchillo afilado al pescuezo de un portador de demonios.
¿Cómo diablos había logrado subyugarlo con tan poco?