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Capítulo 06, por Elías Delfín

Los lunes, amén de tener las sábanas más pesadas que el resto de días, acumulaban seis horas de clase. Por suerte, el periodo entre las diez y las doce de la mañana estaba dominado por el turras de Documentación. Eso significaba que iba a ser, otra vez más, la hora del desayuno. Así que pedí mi ya rutinario café con su media tostada y comprobé si había algún Planeswalker (o sea, un jugador de Magic) dispuesto a aceptar mi reto como de costumbre.

No hubo suerte. Parecía que toda la Facultad de Periodismo estaba tomándose en serio los estudios o había decidido cogerse el puente del Patrón en versión extendida. Sabiendo que la mayoría de los alumnos con los que me codeaba preferían jugar a las cartas que entrar en un aula, asumí que la teoría más acertada iba a ser la segunda.

Eso no significaba que la cafetería estuviera vacía, claro. En ella podías encontrar algunos alumnos que sufrían las consecuencias de haberse dejado alguna asignatura para el año siguiente con un horario lleno de agujeros, varios profesores aprovechando su hora de descanso (aunque los más experimentados se iban a la cafetería de la calle de al lado, que aparte de no tener estudiantes fisgones contaba con unas preciosas vistas al mar y unas tostadas ibéricas de aúpa) y a un puñado de chavales desorientados que probablemente estuviesen esperando que algún allegado terminara sus clases. Pero ninguno de los parroquianos habituales.

Excepto yo, que decidí que iba a rellenar esas dos horas con un par de partiditas a la Game Boy Advance. Eché un vistazo al portacartuchos, que tenía una copia de Advance Wars en la que había roto el contador de horas de tantas partidas, uno de Seldoria Chronicles y un Pokémon Rubí perfectamente envuelto en un post-it de color amarillo.

No pude contener la curiosidad por el papel doblado, así que leí la nota a pesar de no tener mucho interés por jugar con los monstruos de bolsillo.

Ey, Elías:

La buena noticia es que encontré el glitch que estábamos buscando el otro día y lo exorcicé. ¡Siento haberte dejado fuera!

La mala, que te ha borrado la partida.

Si te sirve de compensación, te dejaré las notas sobre mi hazaña para que escribas algo. Jo, lo siento.

Vero.

Arrugué el papel con algo de furia y comprobé que el juego, al menos, funcionaba como es debido. Ahí estaba: una pantalla que solo te instaba a empezar una nueva aventura o ajustar las opciones.

―Al menos, tengo dos horas para recuperar la partida. ―Solté un bufido de café y roquefort.

Cual speedrunner, desactivé todas las animaciones, pasé todos los textos lo más rápido que pude y avancé por los combates como si me conociera todos los mapas del juego de memoria. En diez minutos (¡solo uno por encima de la marca de los profesionales!), llegué al clásico tutorial sobre la captura de monstruos de bolsillo que tantas veces había sufrido en mi vida.

En él, un personaje describía que, para hacerse con el monstruo, había que lanzar la pokéball cuando sus puntos de vida habían bajado, y para ello, el juego lleva a cabo una serie de ataques predeterminados. Hasta ahí, todo normal y rutinario.

Sin embargo, el monstruo cayó derrotado al segundo ataque en lugar de quedarse a punto de caramelo para su captura como siempre. Al investigarlo después, descubrimos que existía una serie de condiciones que, al cumplirse, hacían que las estadísticas de ataque del instructor superaran la defensa del enemigo. Un caso que, conociendo los generadores de números aleatorios que alimentaban el juego, podía darse tan solo una de cada diez mil veces.

Me había tocado a mí. A alguien que acababa de despertar su poder espiritual. Vale, aún era un tanto escéptico a toda esa charla a pesar de haber visto uno de esos demonios digitales con mis ojos, pero eso no impedía que fuera pasto de cualquier cosa que se le ocurriera salir de la pantalla. O de donde quiera que salieran.

No sabía si estar emocionado, nervioso o si tenía que pasar miedo. Ni siquiera tenía idea de lo que se suponía que tenía que hacer de ser un encuentro real, así que me limité a contener la respiración. Hasta que pasara algo. O, mejor aún, hasta que no pasara nada. Quizá alguien se hubiera chocado antes con esa anomalía y el glitch había aparecido en el hogar de un japonés despreocupado. De ser así, simplemente hubiera quedado como un excéntrico de cantina y hubiera seguido mi mañana.

Por desgracia, ya había tenido suerte con eso demasiadas veces y esa vez hubo de ser la excepción. La pantalla de la consola se quedó tintada de color negro tras el combate y el LED de la batería comenzó a parpadear. Después, un montón de texto cayó por la pantalla a toda velocidad. Como el famoso código de The Matrix, pero de color blanco. Conociéndome, habría dedicado unos segundos más a apreciar lo que molaba ese efecto si no me hubiera olvidado de que tenía que volver a respirar en algún momento.

Las luces de la cafetería se apagaron en exactamente dos segundos. Ya sabiendo que el glitch era inevitable, hinché los pulmones de aire y activé la Vista o como quisiera que se llamara esa habilidad de ver lo sobrenatural. Según Vero, me terminaría acostumbrando a ver a los demonios de forma normal, pero hasta que adecuara mis ojos a ello ese empujoncito no vendría mal, por mucho que me cansase.

Efectivamente, salían a través de la pantalla. Y lo descubrí de la forma más inelegante que se me pudiera ocurrir: lanzando la consola a lo largo de la mesa sin pensar en las consecuencias. Por fortuna, la superficie era lo suficientemente rugosa para que se frenara antes de llegar al borde.

―Que sea de los buenos, que sea de los buenos ―murmuré para mis adentros. Sentí alguna mirada de la cafetería fijada en mí, pero no me importó un ápice. Con los gritos que dábamos jugando a las cartas, la gente había aprendido a ignorar las escenitas―. Lárgate sin más, porfi.

No. Mi buena estrella seguía sin hacer acto de presencia. Una sombra de ojos amarillos escapó de la consola y empezó a definirse mientras chirriaba (¿aullaba?) hacia el techo. Poco a poco, su forma empezó a hacerse reconocible: se había tornado una especie de mapache de un metro de largo, fauces sobrenaturales y garras que parecían hechas de acero. Incluso se tomó unos instantes para hacer que el humo sombrío que le daba forma empezara a generar unas texturas que le hicieran parecer más real.

Se podía intuir perfectamente en qué criatura del juego se inspiraba, pero esa imagen mental había quedado completamente distorsionada. Como esas ilustraciones que podías encontrar en deviantArt bajo la etiqueta de «combustible de pesadilla». Sí, exactamente así.

No tenía cara de buenos amigos. Nunca la tenían.

―Tranquilo, amigo. ―Extendí los brazos hacia los lados. No me importaba quedar como un loco ante un par de desconocidos―. No voy a hacerte daño.

El monstruo rugió y algo de baba espumosa cayó sobre la mesa. No tuve mucho tiempo de preocuparme por ella, ya que desapareció en décimas de segundo convertida en un humo blanco que me hizo tiritar de un escalofrío.

Tenía que hacer algo, pero no sabía qué. Lo único que se me ocurría era... pedir ayuda. Tomé un par de pasos de distancia y saqué el móvil del bolsillo. Tenía que llamar a alguien de la revista. Era una emergencia para la que aún no me había preparado. Pero...

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―Puto sótano de los cojones ―musité con el mayor de los desprecios―. Había olvidado que este búnker no tiene una mísera raya de cobertura.

Las piernas me temblaron cuando intenté hacer que se pusieran pies en polvorosa. Por un lado, por indefensión. Por otro, porque no sabía qué demonios podía hacer una criatura así suelta de la que yo mismo era responsable. Necesitaba hacer algo con ella y tenía que ser en ese preciso instante. Desesperado, intenté sentir esa energía en mis brazos y hacer algo con ella.

―Venga, Elías, este es el momento de huida o lucha de todos los manga que has leído ―me dije a mí mismo, sin vocalizar en voz alta―. El héroe despierta sus poderes. ¡Vamos!

Pero no pasó absolutamente nada. Ni invoqué una espada chula como la de Vero, ni una ráfaga de aire, ni una chispa entre mis dedos. Solo un universitario mirando asustado una consola que él mismo había tirado en un aspaviento.

El extraño mapache se acercó, amenazante. De alguna forma, sabía que le estaba viendo con claridad. Y yo sentía su oscura presencia crecer, sus intenciones envilecerse con cada paso.

―Así que esto era con lo que había estado jugando todos estos años. ―Tragué saliva―. Visto de cerca, acojona.

Una pequeña explosión retumbó en mis oídos. Una parecida a la que un avión cruzando la barrera del sonido causaría. Cerré los ojos del sobresalto, aunque pude ver una estela plateada dibujada en mis párpados. El rastro de energía cruzando la luz fría y aterradora del monstruo. No fue hasta que sentí una mano cálida en mi hombro cuando me atreví a abrirlos de nuevo.

Un halcón con plumas de fuego había clavado sus garras en las orejas del cánido y lo controlaba como si fuera un vaquero sobre un caballo desbocado. Además, el costado del demonio tenía una marca de impacto que humeaba vóxeles rojos. Estaban... ¿luchando?

―Perdona, chico. ―La mano sobre mi hombro se apretó, pero la voz imprimía tanta dulzura que logró tranquilizarme―. No esperaba que mi presencia aquí hubiera sido capaz de atraer una criatura como esa. Apártate un poco, por favor.

Obedecí, sin ser capaz de quitar la mirada de un mapache sombrío que llevaba las de perder. Cuando parecía que el ave iba a destruirlo, un chasquido de dedos le hizo emprender el vuelo y volver a la misteriosa persona que lo comandaba. Sin pensárselo mucho, el domador lanzó una suerte de soga espiritual al mapache, que se vio sometido en cuestión de instantes. Su cuerpo se convirtió poco a poco en luz y recorrió el hilo brillante de vuelta a la extraña muñequera de la que había salido.

Tuve que tomarme un minuto en silencio para asimilar lo que acababa de presenciar, pero al fracasar estrepitosamente en poner mis pensamientos en orden, formulé la única pregunta posible ante una situación así:

―¿Pero qué coño?

―Puedes verlos, ¿verdad? ―quiso saber el muchacho―. Quiero decir... lo doy por hecho. Siento algo de energía en ti y estabas obviamente aterrado de esa cosa. Así que tienes que poder verlo. Ha sido una pregunta estúpida, perdona.

―Sí. ―Fui incapaz de dar una explicación más larga.

Eché un vistazo al desconocido. Nunca le había visto por la universidad, así que era probable que solo estuviera de visita. No, si le hubiera visto, definitivamente podría recordarle. A pesar de todas las modas que habían arrancado a principio de los dos mil, no era común ver a alguien con el pelo completamente decolorado. Lo llevaba recogido en una coleta baja, aunque algunos mechones se escapaban de ella y refulgían en plateado. También y, aunque diría que aparentaba mi edad, sus facciones eran suaves y su rostro, barbilampiño y delicado.

Sus ojos también se grabaron rápido en mi memoria: ¿cuándo había visto unos que fueran iridiscentes? Seguro que eran lentillas que había empezado a llevar alguna tribu urbana demasiado reciente como para que la conociera. Pero que me asparan si no era fácil perderme en sus reflejos.

Me vi obligado a recomponerme y le extendí la mano con la esperanza de estrechársela.

―Perdona, sigo un poco en shock. ―No era del todo una mentira―. Gracias por lo de antes.

Vi que el muchacho se había puesto de puntillas para examinarme, ignorando mi propuesta de apretón de manos. Era ciertamente bajito (quizá solo unos centímetros por encima de Vero) y no muy voluminoso. Además, llevaba una sudadera varias tallas por encima de la suya y me miraba con una sonrisa inocente. Visto así, resultaba tan poca cosa que me costaba creer que me hubiera salvado de ese demonio de silicio.

―E-esto... ―¿Por qué se me trababa la lengua?―. ¿Puedo invitarte a un café o algo para agradecértelo?

―¡Claro! ―Me guiñó el ojo―. Un té verde con miel, si no te importa.

No tardé en completar la comanda, que también llevaba un cola-cao calentito para acolchar un poco el disgusto. El muchacho miraba con atención el dispositivo de su muñeca mientras esperaba.

―Lo he capturado ―explicó sin que le preguntara―. Tendré que darle algo de cariño, pero he domado a ese glitch. Cuando esté purificado, podrá asistirme en combate.

Deslicé la taza en su dirección. Aunque ardía, se la llevó cuidadosamente a los labios y dio un sorbo delicado. Me fijé en que llevaba las uñas pintadas en tonos pastel.

―Perdona, soy extremadamente nuevo en esto. ―Suspiré, dejándome caer un poco―. Aún no he pasado por el... entrenamiento ese, o como se llame. Una amiga me puso la mano en el pecho y empecé a ver estas cosas. Hasta ahí mis conocimientos sobre estos bichos.

―No te culpes. ―Hizo un desaire con la mano―. Ha sido cosa mía. Tenía que haber prestado más atención. Podría haberlo parado antes de que ocurriera, pero estaba demasiado ocupado mirando lo de... Bueno, cosas mías. Sea como sea, siento que mi energía espiritual te haya hecho pasar por tan mal trago.

―Me llamo Elías, por cierto ―Por timidez, fijé mis ojos en mi taza en lugar de en su rostro.

―Yo soy Zack ―contestó con una sonrisa llena de luz―. Y antes de que lo preguntes, no, no es un mote. Es mi nombre real.

―No iba a...

―Te sorprendería la cantidad de veces que me han dicho que me hago llamar así por nosequé personaje secundario de un Final Fantasy. ―Soltó una carcajada―. No, elegí este nombre por el bueno de mi abuelo Zacarías, que en paz descanse. Pero sonaba un poco a viejo, así que lo reduje a Zack. Zac, sin la ca, sonaba demasiado raro. ¿No crees?

Sonreí un poco, enternecido por la historia que me contaba. Sin darme cuenta, empecé a juguetear con el asa de la taza vacía, esperando que siguiera con su monólogo.

―Perdona, en serio ―insistió.

―De verdad, me has salvado la vida. ―Me rasqué un poco la barba―. Bueno, no sé si una cosa de estas te puede matar. Quizá debería estudiarme un poco lo básico.

―Estás en lo cierto. A ver, cómo te lo explico... Técnicamente, no pueden matarte. ―A pesar del tema que habíamos elegido, siguió hablando con una alegría hipnótica―. Pero eso no implica que no puedan hacerte daño, ¿eh? Solo que no a tu cuerpo. ¡Ay, soy un profesor horrible, perdona! En fin, ya irás aprendiendo.

―Da igual que lo seas, yo soy aún peor. Deberías darme alguna clase. ―Aunque lo dije casi en un susurro, lo escuchó.

―¡Estaría guay! ―exclamó. No había forma de que el resto de la cafetería no le hubiera escuchado―. ¡Venga, va, lo haré! ¡Trae tu GLMP y te enseñaré algunos trucos!

Su entusiasmo era contagioso. Tanto, que se me olvidó preguntar qué demonios era un GLMP. Hablaba de forma frenética y, de alguna forma, lograba que por poco que lo entendiera, la ansiedad del encontronazo se hubiera convertido en una sonrisa tontorrona en mis labios.

―¿Qué haces aquí, por cierto? ―quise saber al tener, por fin, el turno de palabra―. Nunca te he visto en la facultad antes. Bueno, podrías ser alguien de primero que encuentra la cafetería por primera vez, pero algo me dice que me equivocaría si apostara por ello.

―¡Ah! ―Dio un salto sobre el sitio que me pareció incluso cómico―. ¡Vengo a por unos amigos! Vamos a organizar una fiesta en casa. Quizá juguemos al Smash Bros Melee. O alquilemos unas pelis en el videoclub. ¡Seguro que hay pizza, eso sí! ¿Te interesa el plan? Bueno, quizá sea raro que te invite si te acabo de conocer, pero pareces un buen chico. Me has dado buenas vibras.

―Suena bien ―respondí casi sin pensarlo―. Tengo que trabajar esta tarde, pero puedo pasarme después.

―¡Porfa, vente! ¡Porfa! ―casi lo canturreó―. ¡Así te los presento! ¡Ellos son de los nuestros!

La campana de final de hora resonó en la cantina. Bueno, no fue la campana, ya que lo que nos llegaba era su retransmisión a través del sistema de megafonía, pero como si lo fuera. Alertado, el chico dio un salto, miró su reloj y casi echó a correr. Después, se paró en seco, dio un giro de ciento ochenta grados y volvió a donde estaba, ya en pie.

―¡Oh, soy un idiota! ¡Casi olvidaba despedirme!

De un salto (a falta de una forma más sencilla de definir la pirueta que había hecho), Zack se apoyó en el asiento de la mesa y me dio un beso en la mejilla. No uno de esos choques de cara incómodos con un amago de sonido para simular el contacto, no. Dejó sus labios en mi mejilla. Como no podía ser de otra forma, su calor se extendió por toda mi cara, probablemente tiñéndola de rojo. Por suerte, el muchacho ya había salido gritando con todo el aire de sus pulmones que nos veríamos más tarde. Aunque, si tuviera que juzgar el volumen con el que lo chilló, diría que había invitado a toda la cafetería.

Sí, tenía que ir a clase, pero mi cerebro se quedó congelado unos instantes. Como el icono del reloj de arena mientras el viejo ordenador del trabajo decidía funcionar, los engranajes de mi mente estaban comprobando qué era lo que fallaba mientras apagaban el incendio de mis mejillas.

―Elías, imbécil ―dije mucho más alto de lo que debería. No me importó que la gente pudiera oírme―. No le has pedido el número a ese chico.