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Cazadores de Silicio (Español/Spanish) [¡Finalizado!]
Capítulo 20, por Ramón Lourido (parte 1)

Capítulo 20, por Ramón Lourido (parte 1)

Comprobé concienzudamente el mapa de la ciudad que había impreso esa misma mañana. Aunque la calidad de la imagen no fuera la mejor, las anotaciones de Norma eran genuinamente claras: tenía ante mí la Catedral.

O, al menos, su emplazamiento físico.

Si bien sabía que el mejor lugar para esconder una aguja no era un pajar, sino una fábrica de agujas, la pinta tan discreta del pub Judgment 1999 me acabó resultando un poco decepcionante. Un antro como cualquier otro en medio de la calle más universitaria de la ciudad. Se trataba de un lugar en el que nadie repararía dos veces, entre una tienda de reparación de ordenadores con un cartel destartalado y una hamburguesería que los de Sanidad ya habían cerrado tres veces en el último lustro. El letrero que anunciaba el nombre del local ya estaba demasiado desgastado como para leerlo desde lejos y la pizarra con los cócteles del día se había borrado parcialmente por la lluvia.

El ambiente en el interior del bar era sorprendentemente tranquilo. Lejos de la estruendosa música rock que era habitual en este tipo de locales, una sombría melodía de piano y bajo vestida con la voz de una soprano llenaba el hilo musical a un volumen que incluso era capaz de permitir la conversación. Tampoco se trataba de un establecimiento demasiado grande; no contaba más de cuatro mesas y unos cuantos asientos junto a la barra, por lo que era fácil controlar a todos los parroquianos de un solo vistazo. De hecho, en ese momento solo había un par de chicas de cháchara en la mesa esquinera.

―Buenos días ―me saludó el barista―. No es usted uno de nuestros clientes habituales, ¿me equivoco?

Me retiré el sombrero y eché un vistazo rápido al camarero. Aunque parecía un hombre bastante entrado en años, vestía con un estilo similar al que la maestra había elegido para Verónica. Su sombrío maquillaje y la tenue luz azul del lugar me hacían complicado apreciar sus facciones más allá de su mentón, perfectamente cuadrado, y una prominente nariz aguileña. Aun así, había algo que me había quedado claro desde el principio: ese hombre había sido víctima del Efecto Pirita. Quizá su pelo blanco fuera una decisión estética, pero el patrón de sus ojos, iridiscentes incluso a través de la penumbra, era muestra inequívoca de ello.

―No yerra. ―Me retiré el sombrero y tomé asiento en uno de los taburetes―. Espero que eso no le resulte inconveniente.

Se tomó un segundo de silencio antes de continuar.

―¡En absoluto! ―Dejó descansar la cabeza sobre el anverso de su mano―. Solo dígame qué desea tomar y póngase cómodo. Algo me dice que espera a alguien. ¿Puedo ofrecerle un piscolabis cortesía de la casa?

―Tomaré un escocés. ―Apunté con el dedo índice a la botella de la estantería de arriba―. Doble.

Pagué la consumición y obedecí al barman. De las dos mesas libres que quedaban, me senté en la que estaba situada en el centro, preparado para afinar el oído. A pesar del ambiente tranquilo, no podía escuchar sus voces con claridad, así que usé la técnica espiritual que me había enseñado la maestra del santuario para concentrar mis sentidos.

Mi bebida no tardó en llegar, acompañada de un plato de frutos secos que también llevaba alguna que otra gominola. Me permití un momento para sorprenderme de que una de las excentricidades que tanto me gustaban de Jaime se hubiera vuelto popular entre los chavales.

―¿Fuiste a la Master al final? ―preguntó una voz juvenil―. Yo no pude pasarme, se nos alargó demasiado la clase y...

―Sí, tía ―respondió su acompañante―. Pero nada del Yaroze. Estuve charlando con David, el dependiente. Dice que hasta dentro de dos semanas no vende ni uno, que los de FILE les mandan a los ninjas como se enteren.

―Pues he leído en el foro que algunos ya lo han comprado allí. Uno subió la foto del ticket y todo, para que probáramos suerte. No sé por qué hacen eso. Además de meter en problemas a las tiendas pequeñas, no sirve de mucho.

―Si alguien ha pillado uno, o es por enchufe o han estado allí antes de que alguien les cerrara el grifo.

Me llevé el vaso a los labios con satisfacción. El chivatazo que di hizo que los hilos se movieran rápido. Eso nos evitaría algún que otro disgusto, especialmente después de las observaciones de Norma al respecto.

―Jo ―la segunda voz protestó de una forma bastante audible―. Ir a la fiesta de lanzamiento con un glitch del juego ya domado hubiera sido un puntazo. Igual, hasta podría ganar a Zack en un torneo por una vez.

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―Yo una vez estuve a punto ―se jactó―. Hace un par de años, cuando el Digimon World. Creía que le tenía contra las cuerdas... Pero nada, este tío es el puto amo con los juegos de monstruos, ¿cómo no lo va a ser peleando con glitches?

―Bueno, Seven me ha dicho que lo de Yaroze-kai va a ser grande. Que no había visto ese potencial de invocación desde la época del Compact Creatures.

―Uf, menudas ganas. ―Dio una palmada enérgica al aire―. Me están entrando ganas de pelear, ¿te hace un entrenamiento? ¡Venga! ¡Un dos contra dos, hoy me siento con fuerzas!

―Joder, tía, siempre me haces lo mismo ―gruñó―. El plan era charlar un poco y jugar al Melee hoy. Estás obsesionada con los glitches.

―Si me ganas un duelo, jugamos a lo que quieras. ―Me pareció que la voz se ponía más tontorrona de la cuenta―. A lo que quieras.

―Te voy a reventar ―chasqueó los dedos con fuerza―. Vaya que si te voy a reventar.

―Sí, pero primero, un duelo.

Las dos muchachas se levantaron del asiento y lanzaron una mirada al barista, que inclinó levemente la cabeza en respuesta. Eché un vistazo a mi reloj de pulsera y, cuando creí que había pasado un tiempo prudencial, me volví a dirigir a la barra.

―Parece que finalmente me han dejado plantado. ―Mentí con total fe en mi cara de póker―. Ha sido un rato agradable, aun así. ¿Sería tan amable de indicarme dónde está el baño?

―¡Por supuesto! ―El hombre señaló a puerta que habían cruzado las universitarias―. Cruce esa puerta y gire a la derecha. No tiene pérdida alguna.

Agradecí el gesto y crucé el umbral, pero en lugar de seguir las indicaciones del barista, decidí desempolvar otra de mis viejas habilidades, una que a Jaime le gustaba llamar la «descarga Chaff». Según él, mi apariencia era tan anodina que solo necesitaba un empujón espiritual para que la gente dejara de prestarme la poca atención que le podía suscitar, así que preguntó a nuestra mentora si había alguna forma de hacerlo. Por suerte, resultó tener razón.

Recorrí el pasillo con el sosiego que me proporcionaban mis propias habilidades. A la derecha, tal y como me habían descrito antes, estaba el baño. A la izquierda había una puerta cerrada con llave que prometía ser el almacén. Por su situación (y por las cajas que se veían a través de la pequeña ventana) no tuve problemas en creer que el rótulo fuera correcto. La tercera ruta del tridente la copaban unas escaleras que me guiaron a un sótano con unos cuantos sofás que rodeaban a un par de televisores. Uno de ellos estaba libre, mientras que el otro tenía a cuatro jugones compitiendo en una carrera de Mario Kart mientras gritaban obscenidades a la pantalla.

Ni rastro de las chicas que habían prometido batirse en duelo. En ese sótano solo restaban un puñado de máquinas expendedoras y una puerta entreabierta hacia una estancia pequeña. Aseguraba estar reservada al personal, pero no podía perder la oportunidad de colarme en el despacho a indagar, especialmente tras escuchar el leve murmullo que provenía de él.

Las luces de la estancia estaban completamente apagadas, pero el brillo de un monitor dejaba entrever una tenue silueta entre la penumbra de la habitación. El hecho de que llevase un gorro de lana dentro de una habitación con la calefacción a más de veinte grados me hizo identificarle rápidamente como Seven, el cabecilla del grupo. Le apuntaba una cámara web, así que decidí no acercarme mucho. Irónicamente, esa habilidad no se llevaba demasiado bien con la tecnología: si estaba en el cuadro, su interlocutor me vería.

―Lo que me lleva al último punto del día: ya he recibido el paquete ―dijo el hombre en un perfecto inglés―. Dicho esto, solo hay una copia del software. Me prometiste tres.

―Eres bastante listo, Seven. ―El acento de su interlocutora era marcadamente canadiense, con alguna que otra peculiaridad propia del francés―. Seguro que puedes piratearlo sin mucho esfuerzo. Yo me meto en menos problemas, y tú tienes más de tres copias listas para el despliegue.

―No es tan fácil ―protestó―. No solo habría que crackear la versión de portátil, sino también la de sobremesa. Tus compañeros cada vez me lo ponen más difícil con la protección anticopia y yo no tengo esos recursos. Por no hablar de que me seguirían faltando cables de transferencia.

―Estoy convencida de que algo apañarás. ―Soltó una pequeña risilla―. Ya me he puesto en suficiente peligro por redirigir una copia de prensa a tu casa.

―El servicio postal de este país es de risa. ―El hombre parecía divertido por su propia chanza―. Nadie va a levantar las alarmas si se pierden uno o dos paquetes de vez en cuando.

―Mejor ―afirmó con rotundidad―. También te he remitido por correo electrónico la guía de explotación. La clave de cifrado esta vez es «Jill Sandwich».

―¿Hay fecha para la ―dudó por unos instantes antes de continuar― «puesta en producción»?

―Uno de diciembre. ―La voz al otro lado de la red fue rotunda e inmediata, como si hubiera repetido el día cientos de veces―. Recuerda, entramos en beta el día veintiuno. Ten listo a tu adalid para entonces.

―Entregas menos de lo prometido, me recortas las fechas y ahora... ―Se tiró visiblemente del cuello de la sudadera―. Me estás ahogando, Aileen.

¿De dónde me sonaba ese nombre? No se trataba de uno que escucharas todos los días y, aun así, estaba convencido de que lo había hecho hace poco.

―Todo según los términos de nuestro contrato ―replicó con musicalidad―. ¿He de recordarte todo lo que aún me debes? Porque yo tengo una lista bien documentada.

―No, señora.

―Ya me parecía. ―Dejó que se hiciera el silencio durante unos instantes―. Como es habitual, ha sido una reunión fructífera, vástago de Algodaoth. Nos vemos en tres días. Hora y lugar de siempre.

Aunque la pantalla se puso en negro, la estática perduró en el aire hasta que el hombre cortó la videollamada también desde su lado. Tras un largo suspiro, abrió su correo y descargó el fichero al que había hecho referencia su interlocutora. Después, estiró los hombros con fuerza y consideró si seguir tecleando.