―El autobús con procedencia Atecina del Bosque está a punto de realizar su llegada al andén número siete ―anunció el sistema de megafonía.
A pesar del aviso, me quedé en el sitio. Sabía que el bus aún tardaría unos minutos y estaba lo suficientemente cerca de superar mi récord en el Snake como para dar prioridad a ser de esos que se amontonan contra el cristal de la dársena.
―¡Eh, tú! ―protestó un hombre malhumorado―. Deja de hacer el tonto con el móvil y quítate de en medio. Joder, las maquinitas os van a freír el cerebro.
Me limité a chasquear la lengua. Había sitio de sobra para que el tipo pudiera pasar. Suspiré y, por ahorrarme más tonterías, me puse de perfil y seguí a lo mío. Al parecer, no fue suficiente gesto para él, pues decidió salirse de su camino para arremeter contra mí con su hombro, haciéndome perder un giro crítico para mi partida.
―En fin. Game Over. Gilipollas ―solté entre dientes antes de guardar el teléfono en el bolsillo.
Me coloqué bien el asa de la mochila (sí, yo era de esos que llevaban la mochila colgada únicamente por un lado) y me dirigí al séptimo andén. Para cuando llegué, el autocar aún no había abierto sus puertas, pero los viajeros se agolpaban con intenciones de ser el primero en salir. Recorrí con los ojos las caras que se atisbaban, pero ninguna de ellas era la de Vero.
De hecho, se hizo de rogar tanto (y el que hiciera tan poco bulto volvía fácil cortarle el paso) que la puerta que separaba la estación de la zona de carga y descarga ya se había abierto. Como era de esperar, yo había desoído la «recomendación» de no cruzarla para recibir a los viajeros.
―Por fin bajas ―saludé con un gesto desenfadado a la muchacha mientras descendía las escaleras―. Que sepas que casi no te reconozco con esas pintas, chica. Menudo cambio.
En circunstancias normales, habría podido justificar confundir a mi amiga de la infancia. Hacía varios años que no la veía en persona y, por muchas fotos que se intercambien por el Messenger y mucha webcam pixelada que se comparta, seguía siendo fácil disociar el aspecto de alguien que no habías tenido cara a cara desde que antes que la pubertad hiciera de las suyas.
No era fácil, pero al menos podría haberla distinguido si no hubiera teñido su larga melena rubia del negro más gótico que pudieras encontrarte en el supermercado. O si no se hubiera ocultado tras una sutil capa de maquillaje. O, yo qué sé, si no se hubiera vuelto prácticamente irreconocible a la hora de vestir. Por fortuna, era complicado olvidarse de unos ojos aguamarina tan curiosos y la sonrisa tan enérgicamente contagiosa que había llevado toda su infancia.
―¡Sorpresa! ¡Soy la nueva Verónica Garza! ―chilló, aunque intentó recomponerse rápidamente―. Lista para volver a la ciudad.
Como si no hubieran pasado los años, aproveché la diferencia en nuestras alturas para revolverle el pelo con cariño. Ella se limitó a agachar la cabeza y esconder el mohín que estaba dibujando, como si se estuviera obligando a nublar su felicidad.
―¿No me das un abrazo? ―dijo tras una pequeña espera―. Hace cinco años del último.
La muchacha no se molestó en esperar a que reaccionara y enroscó sus brazos en torno a mí. Tardé un poco en reaccionar, pero reciproqué el gesto. El olor de su nuevo tinte de pelo, aún fresco, invadió mi nariz, pero, ¡qué demonios! Un reencuentro así lo merecía. Me aferré a ella sin decir nada más.
―Te he echado de menos, Eli. ―Tras soltarse, golpeó mi pecho sin mucha fuerza.
―Fuiste tú quien me pidió que no fuera a «ese pueblo perdido de la mano de Dios». ―Enfaticé las comillas―. Ya sabes que no me faltaban ganas de estrenar el nuevo viejo coche de la familia en carretera.
―Bueno. ―Se encogió. Su enorme sudadera se resbaló de sus enjutos hombros―. He estado... liada. Preparando esto. El nuevo curso... La beca... Y, bueno, todo lo demás... ya sabes.
No «sabía» sobre lo demás, no. Tampoco es que me importara: al fin y al cabo, me alegraba mucho que la chica fuera tan aplicada como para saltarse un curso en el instituto para poder ingresar en la Escuela de Ingeniería Informática un año antes que el resto de su promoción. Además, como aún quedaban unos días para su cumpleaños, tendría su primera clase con solo dieciséis.
La beca tenía menos mérito: tener un tío siendo el jefe de redacción de una de las publicaciones más exitosas de Ediciones OTKo era una buena forma de ganarse un puesto. Aunque no me iba a quejar: su amigo estudiante de Periodismo también iba en el pack nepotista y a cambio solo tenía que ofrecerle un techo bajo el que volver a vivir en el centro de Gailadría, la ciudad en la que pasamos nuestras infancias.
―Por cierto, quizá te resulte una pregunta extraña, pero... ―Los ojos de la chica brillaron con ilusión―. ¿He olido castañas asadas al abrazarte?
―¿Creías que me iba a olvidar? ―Saqué el cartucho aún caliente de mi mochila y se lo entregué cual ramo de flores en un alarde de payasada―. De todos modos, te veo tan cambiada que...
―¡Jo! ―protestó con un resoplido que le hizo volar los pocos mechones libres de su flequillo―. Sigo siendo la misma a que la que acribillaste a zumbidos ayer. O eso creo. Es complicado.
―Algo me dice que nos tenemos que poner al día, sea como sea.
―¡Claro! ―bajó de nuevo el tono, ahogando la exclamación―. Claro, pero primero tienes que ayudarme con las maletas.
La buena noticia es que esa burrada de bultos a los que llamaba equipaje entró en el maletero del coche (no sin una sesuda sesión de Tetris). La mala, que los amortiguadores estaban tan desgastados que el peso hizo que condujéramos uno de esos pimpmobile del Vice City. Y llevar eurobeat a todo trapo no ayudaba a nuestra imagen. Daba igual. No necesitaba más que un vistazo al asiento del copiloto para sonreír. Volvíamos a vernos, después de tanto tiempo.
―Vamos directos a la oficina, ¿verdad?
―Casi que mejor que sí. Ya sabes que mi tío es muy estricto con la puntualidad y esas cosas. ―Echó un vistazo a su reloj de pulsera―. Ni un minuto antes, ni uno después.
―Sigue resultándome imposible asociar a «Ramón Lourido, el tío serio y cuadriculado» con «Ramón Lourido, el de las respuestas jocosas de Cazadores de Silicio» ―confesé.
―Pero si ya coincidiste con él. ―Jugueteó con los pendientes de su oreja izquierda. La cadena de plata que los unía se agitaba de una forma casi hipnótica―. Muchas veces, de niños. La última, cuando la mudanza.
―Tenía como catorce o quince años por aquel entonces. ―Preparé el coche para aparcar, pero dio un respingo por mi falta de experiencia.
―Catorce ―aseguró, intentando tragarse una de las castañas de un bocado―. Fue antes de junio, estoy segura.
―Pues eso. ¿Cómo crees que iba a reaccionar un chaval de esa edad al enterarse de que te ibas?
―¿Haciendo el payaso como siempre? ―sugirió―. No recuerdo demasiado de eso, pero... Estoy convencida de que diste la nota.
―Supongo ―bufé con desgana―. No tuve tiempo a pensar que el señor SiliMAX estaba ahí.
―Juas, señor SiliMAX. ―Vero soltó una nada recatada carcajada. Intentó recomponerse, pero ya era demasiado tarde, así que se limitó a taparse media cara con la mano―. Había olvidado eso. Menos mal que volvieron a cambiarle el nombre a la revista después.
―Los noventa fueron tan radicales como ridículos.
Los dos compartimos un momento cómplice como si el tiempo no hubiera pasado.
***
La guarda de seguridad del edificio donde se encontraba la redacción de Cazadores de Silicio se aseguró concienzudamente de que nuestros nombres figuraban en la lista de invitados. A regañadientes, nos señaló al ascensor con un escueto «sexta planta». La subida fue silenciosa, en parte porque intentaba pensar qué decir en la entrevista, en parte porque no se me ocurría ninguna payasada con la que destensar el ambiente.
Toda la sexta planta estaba dedicada a la redacción, que anunciaba su nombre en cartel con el logotipo actual de la revista (una suerte de vuelta a las raíces con una fuente sobria, pero con pequeños detalles que enfatizaban el misterio) coronando la sala de espera. No tuve demasiado tiempo a fijarme en los detalles, ya que Vero echó a correr hacia la persona que estaba sujetándonos la puerta.
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―Ey, Norma.
La chica intentó quedar como alguien guay dejando su menuda mano en el antebrazo de la aludida, pero esta usó toda su fuerza en su contra en uno de esos abrazos que podrían romperte un par de costillas por accidente. Yo, en cambio, me limité a actuar como el lector empedernido de la revista que siempre había sido.
―¿Norma? ¿¡Norma Guarnido!? ―parpadeé varias veces―. ¡No me habías dicho que la conoces!
―Parece que tengo un fan. ―Me extendió la mano. Sin cambiar su expresión, también levantó la pierna hacia atrás para evitar que la puerta se cerrara―. Debes ser Elías. Esta renacuaja me ha hablado mucho de ti.
Contuve mis impulsos de desmayarme de la emoción y centré mi vista en la persona que nos recibía. Editora jefa. La segunda de a mando de la tripulación, por decirlo de alguna forma. La mente detrás de Leyendas de Silicio, el nuevo formato de la clásica sección de la revista que exploraba las leyendas urbanas que rodeaban el mundo del videojuego para desmontarlas o contarnos sus mayores secretos. Y, en sus ratos libres, cosplayer. Premio a traje más elaborado por su Alphonse de Full Metal Alchemist en las nacionales de 2002, de hecho.
Pero ahí estaba, con su pelo cobrizo recogido con lo que parecían ser palillos chinos en un moño (que, de alguna forma, funcionaba). Fijando unos intensos ojos verdes en un fan que no sabía cómo articular tres palabras seguidas. ¿Era más alta en persona? Casi me alcanzaba. Y eso que usaba unas zapatillas planas.
―No muerdo ―intentó relajar el ambiente, pero tenía una de estas presencias intimidantes de luchadora de artes marciales mixtas que lo complicaba más de la cuenta―. De verdad.
―Ho-hola. ―Moví la mano como un imbécil―. ¡Soy un admirador de tu trabajo! ¡Pocos llegan tan lejos para resolver misterios tan res... red... recónditos!
―Te dije que le iba a dar un patatús ―se burló mi amiga con cierta discreción. La justa como para que pudiera enterarme yo, claro estaba.
―Ha merecido la pena darle la sorpresa, sí. ―Me estrechó la mano por fin, con fuerza―. Encantada. Vamos a trabajar juntos, así que espero que estés a la altura de todo lo que tengo que enseñarte.
Me quedé congelado en el sitio, pero Vero tuvo el «detalle» de empujarme hasta el interior de la redacción de un caderazo. Muchos de los trabajadores ni siquiera giraron la vista de sus ordenadores al vernos entrar, pero yo sí que escudriñé a unos cuantos. Redactores, revisores, maquetadores... Un montón de caras conocidas para el que se había memorizado la página del equipo de Cazadores. El trabajo parecía más frenético de lo que imaginaba. Una mujer hablaba a gritos en japonés a través de su teléfono, pero los que la rodeaban no parecían siquiera inmutarse.
Naturalmente, me paré en el trabajador que estaba sentado en el sofá sosteniendo un mando de Dreamcast. La consola ya no estaba en el mercado, así que asumí que no estaba preparando un análisis. ¿Se trataba de «trabajo de campo» para Leyendas? Intenté averiguar qué juego estaba jugando desde el rabillo del ojo, pero no lo pude identificar antes de un nuevo empujón de mi amiga.
―No hagáis esperar a Ramón ―nos aconsejó Norma, golpeando la puerta con los nudillos por nosotros―. Aunque la entrevista sea prácticamente un paripé a estas alturas, se la va a tomar en serio.
Cerró la puerta de un golpe seco.
―Adelante. Tomad asiento.
La voz del jefe era imponente, sin duda. Obedecimos sin réplica. El silencio del despacho no tardó en acentuarse por encima de cualquier bullicio que pudiera haber habido fuera y juraría que se me escuchó tragar saliva.
Ramón Lourido era un hombre que ya había pasado la treintena, pero los retratos que le mostraban en la revista habían cambiado poco desde que debutó en los años ochenta. Sus ojos, grises, parecían más cansados y ahora necesitaban unas gafas. Su barba había pasado de perfectamente cuidada a inexistente. Algunas arrugas más poblaban su rostro, que poco a poco había perdido su moreno para mostrarse más pálido. Pero poco más. Su expresión seria seguía siendo la misma del primer día, y la única diferencia en su estático y engominado peinado eran un puñado de canas.
A pesar de que ya estaba algo fondón, portaba un traje con el que parecía un pincel. Gemelos de oro, un pañuelo en la solapa y todos los accesorios que esperarías de un gentleman de cuello vuelto. Nada de joyería más allá de un anillo de plata en su anular izquierdo, eso sí.
Si tuviera que definir el aspecto de Ramón Lourido con una palabra, sería simple y llanamente «aburrido». Aun así, era la persona que más me había hecho reír en el mundo con sus respuestas en la sección del lector. Puesto que, a pesar de no cubrir a tiempo completo desde finales de los noventa, se había negado a abandonar a pesar de su ascenso a jefe de redacción.
―Señor Delfín ―dijo por fin. Acto seguido, comprobó los papeles de la mesa concienzudamente―. Señorita Garza... Vaya, cuánto has crecido, Verónica. Me alegro de tenerte aquí de nuevo.
Encorvó ligeramente los labios dibujando una sonrisa. No una capaz de romper el aura estoica, pero sí una que decía claramente «esta niñita es mi debilidad». Idea de la que me estaba dispuesto a aprovechar hasta sus últimas consecuencias.
―Bienvenidos a la redacción de Cazadores de Silicio. Antes de seguir, agradecería que firmaran los contratos de confidencialidad.
Nos extendió sendas hojas e instó a tomar un bolígrafo para firmarlas. Accedí rápido y le devolví la hoja ante una mirada de desaprobación.
―Quiero pensar, señor Delfín, que es usted el lector más rápido del Oeste. ―Plegó el folio con desidia y lo dejó sobre un montón―. No obstante, dudo que la voluntad sea suficiente.
No supe qué responder.
―Toma, tito ―dijo Vero tras esperar un tiempo prudencial―. Todo correcto.
―Así me gusta. ―Deslizó un caramelo desde su lado de la mesa. La muchacha tardó en decidir cómo reaccionar, pero lo aceptó de buen grado―. Bien hecho.
―Como bien iba diciendo, les he sugerido personalmente para formar parte del equipo de Cazadores de Silicio en calidad de becarios. ―Se ajustó los anteojos en una pausa―. Señor Delfín, entiendo que quiere formar parte del equipo de redacción.
―S-sí ―contesté, poco seguro―. La revista ha sido una inspiración desde que era pequeño para estudiar Periodismo y...
―Sí ―me interrumpió, agitando levemente un papel en el aire―. Lo veo en tu currículo. Segundo curso, Facultad de Periodismo de Gailadría. Sorprendentemente, una media de ocho coma cuarenta y siete.
―¿Sorprendentemente? ―No pude morderme la lengua. Por suerte, el jefe no reaccionó.
―Verónica, me ha costado bastante convencer a los de arriba a pesar de tu porfolio, así que valora esta oportunidad ―su voz sonó ligeramente más suave―. Estarás a cargo de la nueva página web de la publicación. Por ahora, solo de eso. Espero que lo comprendas.
La chica asintió con la cabeza. Sentí que se me escapaba algo, pero no le di mayor importancia.
―Quiero dejarlo claro desde el primer momento: su trato especial se acaba en el momento en el que he sacado sus nombres de la chistera. ―Se fijó especialmente en mí―. Por ende, les proporcionaré la misma batería de preguntas que a los demás para formular mi informe inicial y, en función de ello, asignaré mañana sus primeras tareas para que se familiaricen con el día a día de Cazadores.
Recorrí con la vista el documento que nos había proporcionado. En él, realizaba preguntas que pretendían encasillar mi personalidad (¡psicoanalistas a mí!), así que me esforcé en responder de la forma más ambigua posible. En la segunda hoja había algunas cuestiones que quería definir nuestra carrera como jugones y un puñado de cuestiones específicas sobre la revista donde trabajábamos.
Decidí ser un chaval aplicado y usé mi conocimiento de años de fan ávido de la revista en demostrar que sabía todo lo que necesitaba sobre ella. Fundada en 1984 bajo el nombre Revista Silicio, pasó sus primeros años desapercibida como una más de las revistas de un sector que en la época se consideraba de nicho. Por aquel entonces, se especializaba en microordenadores en lugar de videoconsolas (lo que tenía ser un medio para jugones europeo en los ochenta) e incluso tenía secciones dedicadas a la programación.
Con la cuarta generación de consolas (la de la famosa guerra entre la Super Nintendo y la Mega Drive), el mercado se asentó un poco más y empezó a desplazar el foco original de la publicación. Por aquel entonces también empezó a trabajar un jovencísimo (eh, quizá haciéndole la pelota se suavizara conmigo) Ramón Lourido contestando cartas de los lectores. Su poca paciencia a la hora de responder a los lectores más impertinentes y sus finas y documentadas réplicas a las cartas más interesantes hicieron que su nombre empezase a ganar un espacio de honor en la revista.
Pero fue otra cosa la que hizo que Revista Silicio despegara. Las leyendas urbanas sobre el videojuego. ¿Errores de software, bulos o realidades? Tras un par de tentativas, la revista encontró un formato atractivo tanto para los fans de los relatos de investigación como para los curiosos del medio... Y el resto fue historia.
Quizá alguno los acusaba de ser simples creepypastas (o como se les llamara antes de acuñar el término), pero el nivel de producción y documentación de las historias me hacía imposible estar en ese barco. No después del especial sobre el Efecto Pirita a finales de los noventa. La primera pieza firmada por Norma Guarnido. El momento en el que decidí que quería dedicarme a esto. Un punto de inflexión, un ímpetu lo suficientemente grande como para que meses después el nombre extrañamente noventero SiliMAX pasase a uno que se centraba más en la columna vertebral de la revista, la caza de mitos, y retornara al sobrio «silicio» de su nombre original.
Cuando me di cuenta, prácticamente había escrito una redacción de dos folios para resolver esa pregunta. En ese tiempo, Vero ya había entregado las suyas y Ramón había evaluado su cuestionario y empezado a redactar un esbozo de informe en su ordenador.
―Aquí tienes ―intenté suavizar el ambiente con un tono meloso―. Espero un trato ligeramente mejor que el que le das a los lectores.
Interpreté su falta de respuesta como un «ya lo juzgaré yo» y comenzó a leer las respuestas con una cara de póker digna del campeonato de Las Vegas durante unos minutos que se me hicieron eternos. Como mis manos no dejaban de moverse como con vida propia, Vero me ofreció la suya, pero estaba tan distraído con mis cavilaciones que no me di cuenta hasta que fue demasiado tarde.
―De acuerdo ―sus palabras me alertaron más de lo que cabría esperar―. Buena pluma, Delfín. Una caligrafía nefasta, pero no es una queja que pueda formular en la era de los procesadores de texto y las impresoras. Sí que tengo que expresar un poco de desazón ante la falta de seriedad con la que ha abordado las preguntas relativas a la psicología. Huelga decir que no quiero bufones en mi equipo. Máxime, bufones tan brillantes.
Agaché un poco la cabeza, pero mi fuero interno brilló con orgullo. Había arrancado justo la reacción que buscaba del jefe que tanto idolatraba.
―Y, aunque el test no lo requería, su redacción libre sobre la trayectoria de esta casa es encomiable. ―Sus ojos se mostraron algo más gentiles―. No obstante, espero que para la próxima ocasión se atenga al enunciado. Lo dejaré pasar por esta vez.
―Tenía que enseñar lo mucho que molo. ―Me apunté con los pulgares―. Buena entrada, ¿eh?
―Enseñe «lo mucho que mola» ―aunque no gesticuló, las comillas iban implícitas en el ambiente― en su puesto de trabajo a partir de mañana. Nosotros haremos lo propio al mostrarle el lado que no conoce de la redacción. Mas, como se suele decir, tiempo al tiempo. Les dejaré marchar por hoy, no sin un contrato que firmar. Ruego, señor Delfín, que esta vez lo revise concienzudamente.
Dejó algo de espacio vacío en el que acabé, por despiste, haciendo un amago de levantarme de la silla. Por suerte, Vero supo tirar de mi manga antes de que su tío se percatara de la jugada.
―Ahora sí, puedo darles la bienvenida a la revista Cazadores de Silicio.