―Buen trabajo, Shin. ―Destruí el pequeño glitch con una flecha certera al pecho―. ¡Has aprobado el examen! Vale, era una prueba fácil y...
El aludido se dio cuenta, repentinamente, de que todavía vestía como el protagonista de Irate Alleys y convirtió su postura amenazante y profesional en la de un flan tembloroso. Aun así, terminó por soltar una de esas carcajadas capaces de destensar el ambiente.
―¿Te sobra tiempo hoy?
―Tiempo, sí ―asintió el muchacho―. ¿Energías? No muchas. No sé cómo demonios me estoy manteniendo en pie después de una hora de combate. Todo para que tú acabaras con el bicho de un tiro.
―Venga, va, ¡te invito a comer! Hay un sitio que quiero enseñarte. ―Le hice perder ligeramente el equilibrio con el hombro―. Así podré cobrarme el café que me debes, ya que estamos.
―Latte con avellana, ¿verdad? Que sepas que no me olvido. ―Me dedicó un guiño bondadoso―. De acuerdo, pero cuando acabe, voy directo a casa, me meto al sobre y no abro los ojos hasta el lunes.
―¿Y perderte el cumpleaños de Vero? ―Chasqueé la lengua―. Se va a enfadar.
Si la L que el coche de Elías no era suficiente indicio de torpeza al volante, seguro que los arañazos de sus puertas terminaron de convencerme de que lo suyo no era aparcar. Tras dejar algo de la pintura del automóvil en una farola, nos apeamos frente al edificio de la redacción.
―Aún no has estado en el Thardisia, ¿no? ―Señalé la discreta puerta azul tres números a la derecha del imponente edificio de OTKo.
―He oído hablar de él, pero no. ―Se rascó la nuca―. Las veces que he comido aquí he acabado con tanta prisa que como mucho podía pillar una ensalada o un bocata en la cafetería.
―Pues hoy te acompaña una clienta VIP. ―Me apunté con ambos pulgares y empujé la puerta como si fuera la de mi casa.
―Irasshai ―saludó el dueño al escuchar el estruendo.
Aunque el dueño era japonés, había pasado casi toda su vida en Gailadría y no guardaba prácticamente nada de su acento original. No obstante, le gustaba recibir a los clientes tal y como se haría en su país.
―¡Hola, Sanae! ―anuncié mi presencia―. ¡Mesa para dos!
―Vuestro sitio de siempre está libre ―farfulló sin siquiera salir a saludar―. Hoy tenemos pincho de tortilla de entrante. De primero, sopa de jengibre con fideos de arroz, que hace un frío del carajo... Y de segundo...
―¡Haznos unas costillas! ―le interrumpí―. Te gustan, ¿verdad, Elías?
―Para qué cojones tengo el menú si vas a pedirme fuera de carta cada vez que vienes. ―Aunque áspera, su voz fue ligeramente benevolente―. En fin, tengo los ingredientes en la nevera.
El muchacho asintió con timidez y me siguió a la mesa habitual. Las paredes de ladrillo oscuro hacían parecer el local más angosto de lo que realmente era, pero el lugar admitía media docena de mesas sin ningún tipo de sacrificio. Aun así, una de ellas era «la de Cazadores». El sitio reservado para los parroquianos más habituales.
―Menudo rincón os habéis montado ―apreció el aprendiz―. ¿Son esas fotos de...?
―Tienes buena vista, Elías. Es justo lo que quería enseñarte ―suavicé la voz―. La historia más mundana de la redacción. El otro lado oculto de nuestra historia, el que no va de glitches. Pero, por lo que más quieras, quítate el chaquetón, que me estoy asando solo de verte.
―¡No tengo tanta confianza en mí mismo como para ir de Shin por la vida!
―Con trajes más raros me he presentado yo por aquí. ¿Verdad, Sanae?
―Definitivamente.
Recorrí varias de las fotografías con mi dedo índice y paré en una que rezaba «17 de noviembre de 1986». La primera cara conocida de todo el tablón, un jovencísimo Ramón Lourido que sostenía, con una mueca entre una sonrisa orgullosa y la mayor de las vergüenzas, un diploma que jocosamente lo denominaba empleado del mes.
―Grábate esta imagen en la retina porque va a ser la única vez que veas a Ramón sonriendo en mucho tiempo ―le aseguré―. De hecho, hay quien teoriza que está así porque inmortalizaron el momento anterior a un estornudo.
Seguí la estela. Poco a poco, el hombre empezaba a tomar prominencia y, sorprendentemente, no abandonaba la costumbre de aparecer en las instantáneas. La etiquetada «8 de febrero de 1994» celebraba su ascenso a jefe de redacción enseñando una copa de vino a cámara. En la que aseguraba haber sido tomada el «3 de septiembre de 1998», yo aparecía por primera vez entre el resto del equipo.
Resultaba raro verme tan menuda en las fotografías (no solo por los cinco años que me distanciaban de ese día, sino porque me costaba reconocerme con el cuerpo que tenía antes de empezar a entrenar). Pero ahí estaba, orgullosa, en mi tercer día en el equipo de Cazadores.
―¡Eh! ¡Ahí faltamos Vero y yo! ―clamó Elías. Por su tono, por fin tenía ganas de bromear de nuevo―. ¿Para cuándo un retrato con toda la familia?
―Vero no ―señalé una fotografía de 1989―. Mírala, ahí en brazos. Ni tres añitos tenía. ¿No es una ricura? Si las historias son ciertas, su tío insistió en que el equipo la conociera.
―Por mucho que sepa que esa niñita es su debilidad, me cuesta imaginarle como el tío orgulloso que quiere llevársela al curro ―ponderó―. No sé por qué, pero no me encaja.
No ese tío, Elías.
―Bueno, eran otros tiempos ―solté una carcajada―. O eso he oído. Yo por aquel entonces no era más que una adolescente que mandaba cartas para trolear al tío que se cabreaba respondiéndolas. Sigo sin explicarme cómo estuvo años publicándolas.
―No jodas, ¿tú eras...?
―La Princesa Aran en persona, efectivamente. ―Fingí una reverencia real―. La única persona capaz de darle tal dolor de cabeza al maese Lourido que acabaron invitando a la redacción. Ni tan mal, me dieron trabajo por tocar las narices.
―Joder, eres mi heroína. ―Agachó la cabeza y se llevó la mano al pecho en señal de respeto―. Más todavía, quiero decir. No sé cuántas horas me pasé en la biblioteca buscando los números viejos para ver vuestros duelos epistolares.
Taken from Royal Road, this narrative should be reported if found on Amazon.
―Pincho de tortilla ―interrumpió el barista―. Eh, ya decía yo que la voz no me sonaba... Este es el chaval nuevo, ¿no?
El dueño le extendió su callosa mano al becario y, sin decir mucho más, volvió a la cocina.
―Es un poco raro, pero ya te harás a este hombre. ―Clavé el tenedor en la tortilla. Le había quedado poco cuajada, como a mí me gustaba―. Eso sí, sabe lo que hace en la cocina.
Una de dos: o Elías se había tomado al pie de la letra mis alabanzas al cocinero, o estaba muerto de hambre. Nunca había visto a alguien devorar un plato con tanta ansia; y eso que había compartido mesa con Vero tras un entrenamiento de ocho horas.
―¡Mu fico! ―se empujó el último trozo con una rodaja de pan.
Cuando hubo acabado, volvió a echar un vistazo a las imágenes de la pared. Parecía tan interesado que le hice un gesto para permitirle ponerse en pie.
―Hay algo que me llama la atención. ―Se acarició las pecas que recorrían su rostro en una moción relajante―. Esta cara. Me suena de algo, pero estoy convencido de que no es un trabajador de la revista... No, nunca lo he visto en la página del equipo.
Eché un vistazo atrás y vi dónde tenía posado el dedo. Suspiré aliviada: Ramón me había prohibido sacar el tema de forma explícita, pero si Elías era tan buen periodista como para averiguar lo que le pretendía contar... Bueno, yo se lo había puesto justo en la cara precisamente para que preguntara. Fuera como fuere, entraba en los términos.
―Bueno, si has pasado tanto tiempo en casa de Vero siendo niño, es probable que te hayas cruzado alguna vez con Jaime Llagaria.
El chico se llevó los dedos a las sienes y se masajeó la cabeza, como intentando recordar algo. Tras un silencioso minuto, chasqueó los dedos con fuerza. Solo le faltó vociferar un «eureka».
―¡Hostias, sí, el músico! ―Subió demasiado la voz, pero por suerte no había nadie más cerca―. ¡Me encantaba cantar con él! ¿Qué ha sido de ese buen hombre?
Señalé el tablón de fotos. No tardó en darse cuenta de que en la última imagen en la que aparecía la leyenda apuntaba «10 de octubre de 1998». Justo hacía cinco años.
―¿Recuerdas que ayer decías no enterarte de nada de lo que hablábamos Vero y yo? ―Le guiñé el ojo―. Pregunta lo que quieras, que yo estiraré mis promesas hasta sus límites lógicos. Puedes fiarte de mí. Te pararé cuando lleguemos a algo de lo que no pueda hablar.
―Vale. ―Escudriñó las fotos con atención―. Supongo que la primera pregunta es obvia: ¿qué relación tiene con vosotros? Recuerdo que era alguien cercano a Vero, pero...
―Esa es fácil: es el novio de Ramón. ―Terminé con mi plato y me levanté para contemplar las imágenes con él―. Lo que supongo que le convierte también en tío de Vero.
Intentó hacer un esfuerzo por recordar. Casi podía escuchar los engranajes de su cerebro intentando llegar a alguna conclusión.
―¿Es?
―A falta de una palabra mejor, digamos que sí. ―Estiré los hombros hacia atrás―. Pero de eso sí que no puedo hablarte.
―Es raro... ―Aceptó mi cambio de tema―. Aunque ya hace mucho, le recuerdo. Recuerdo las canciones. Recuerdo que siempre jugaba con nosotros... Pero nunca me hubiera imaginado que Ramón y él fueran...
―Lo de «nada de muestras de afecto en público» es algo que siempre se ha tomado a rajatabla. Bueno, Jaime no. Era bastante divertido ver cómo le gustaba llevar las normas de Ramón al límite. En eso siempre ha sido como nosotros.
Me señalé con el pulgar, orgullosa. Cada uno tenía su forma de retorcer el sentido del humor para enfrentarse al cuadriculado Señor SiliMAX, pero era lo que nos unía. Quizá por eso el muchacho me había caído tan bien desde el primer momento. Al fin y al cabo, se las había apañado para llenar el hueco que había dejado la desaparición de Jaime sin siquiera pretenderlo.
Pero también hacía que lo echase más de menos. Quizá por eso me había autoconvencido para estirar los límites de mi promesa y darle una o dos pistas de más para que empezara a trabajar por su cuenta. Con un poco de suerte (y si confirmaba mis sospechas sobre la Catedral), podría convencer a Ramón para que me dejase contar con su ayuda.
―Nunca trabajó para la revista, pero siempre estaba paseándose por la oficina ―le conté, con cierta nostalgia―. Nunca decía que no a un misterio... Ni a una copia de prensa que ya no necesitaran.
―Solo salís juntos en tres fotos ―señaló―. Si tengo que juzgar por las fechas viendo aquí, solo coincidisteis un mes. Pero hablas con bastante más cariño de él del que cabría esperar para una relación tan corta.
―Suspicaz, mi querido Shin. ―Me senté para probar la sopa que el cocinero había dejado con sigilo―. En efecto, fue Jaime quien me descubrió, por decirlo de algún modo. El que convenció a Ramón de que la Princesa Aran era un buen activo para el equipo.
―¿Por los duelos? ―Miró hacia el techo con una sonrisa―. Pero si acabaron cuando la revista volvió a cambiar su nombre a finales de ese año. Menuda decepción, Princesa.
―No, no. ―Paré para probar la primera cucharada, pero no tardé en darme cuenta de que eso había sido un error―. Ya te dije ayer que siempre he podido ver los glitches, ¿verdad?
―Eso creo.
―Pues él también se dio cuenta. ―Soplé la sopa, que por algún motivo aún parecía salida del averno―. Nunca intentes abusar de errores para clonar pokémon en público. Y menos con una de esas copias piratas de importación. Aunque, para ser justos, la culpa fue de Ramón. Prácticamente me retó a hacerlo.
―Vale, esa historia me interesa. ―El muchacho se crujió los nudillos y se inclinó hacia delante.
―Ya sabes, SiliMAX siempre ha estado trayendo mucho contenido directamente desde Japón y para una joven impresionable, el juego de monstruos del momento era un caramelito muy jugoso. Así que busqué una tienda que tuviera un copión y convencí al dueño para que se trajera una o dos copias. Me costó justificarle que iba a poder sacar pasta de un juego de rol en japonés, pero también dijo lo mismo de Live a Live y los chavales del videoclub no estuvieron hablando de otra cosa en semanas.
―Menuda paciencia ―suspiró el chaval―. Lo probé en un emulador con una guía de traducción hace unos meses y no fui capaz de pasarme el nivel del ninja.
―En fin, lo que te decía: decidí vacilar a Ramón en una de mis cartas y acabó dejándome caer que «había oído» cosas sobre ese misterioso MissingNo. Que los rumores en ese precario internet de cincuenta y seis kilobytes eran ciertos.
―Pero, si él lo sabía... ya no debería haber un glitch ahí, ¿no?
―Sí, vaya. De hecho, vimos el artículo que escribió a raíz de todo eso el día que te incorporaste, ¿no te acuerdas? Pero solo mostraba la foto de la forma del fantasma.
―Sí. ―Se inclinó hacia atrás en la silla―. Ya te sigo: encontraste una variación del error que invocó a otro glitch por accidente. No se descubrió hasta bastante más tarde que el nombre de tu personaje era clave para encontrarte a esa criatura y muchas de ellas no tenían tanto bombo detrás. Asumo que tu elección de apodo te proporcionó la clave exacta para llegar a uno de los resultados que más se especulaban en los foros de la época.
―Exacto. Y Jaime estuvo allí en el momento justo. Para él fue fácil darse cuenta de que la mujer que estaba intentando enfrentarse a un fósil en medio del parque era la misma que había asegurado a su novio que estaba jugando a un juego en un idioma que la mayoría de los de por aquí no entendería. Que sí, podría haber sido cualquier otra: pero era lo suficientemente adulta como para llevar casi una década tocando las narices por correo postal y tan malhablada como para ser identificable solo por sus tacos.
―Juas ―replicó el muchacho, divertido por la situación―. ¿Y qué hiciste?
―Atravesar a ese bicho por la mitad y aceptar la invitación del hombre que me había reconocido a mí y a mi arco de luz a un café, claro está. ―Crucé los brazos con algo de soberbia―. Tener la oportunidad de decirle a Ramón Lourido a la cara que se equivocaba era demasiado tentador.
***
Tras despedirme de Elías, que de alguna forma se las apañó para golpear de nuevo la misma farola de antes con el coche, eché la mano al bolsillo para coger el móvil y marcar el número de Ramón.
―¿Qué haces en la oficina? ―Fui directa al ataque―. Estoy viendo las luces encendidas desde aquí. Pasa tiempo con tus seres queridos o algo.
―Maldita sea, Guarnido ―protestó a través de la estática de la llamada―. Para su información, estoy preparando el viaje de la próxima semana. No quería dejarla sin las directrices y el material adecuado para mi ausencia.
―Hostias, sí. ―Casi lo había olvidado―. Era lo de los Yaroze-kai estos, ¿no?
―Un concepto tan prometedor como caótico, ¿no cree? ―su voz volvió al su tono habitual―. Monstruos personalizables y combates a través de internet.
―Yo misma escribí el reportaje, Ramón ―bufé―. No tienes por qué contármelo. Ya me jode lo suficiente quedarme fuera de la presentación por la mierda esta de la Catedral. Pero no te llamaba por eso.
―¿Le apetece subir a plantear el tema con una buena taza de café, señorita Guarnido? ―No sabía si el tono era simplemente cordial o quería imprimir algo de cariño―. Me apetece ver con qué me sorprende hoy el bueno de Sanae.
―Vale, Ramón ―suspiré con fuerza para que me pudiera oír―. Iré a por el café, pero hazme un favor.
―Por supuesto.
―¿Puedes prepararme las fichas de las víctimas del Efecto Pirita? Por fin tengo una pista real sobre la Catedral.