―Aquí tienes. ―Conté las monedas de nuevo antes de ponérselas en la mano―. Cinco euros por el juego... Y uno más por la bolsa de chuches.
―¡Muchas gracias, mi alma!
La encargada del tenderete me entregó unas gominolas y un cartucho de Game Boy Color semitransparente. Absolutamente todo lo que podía ver en él gritaba «falso» por los cuatro costados: el hecho de que nunca se había lanzado oficialmente un juego de color verde translúcido para la consola, la pegatina desgastada con una sierpe alada azul rodeada de lo que parecían ser las Esmeraldas del Caos de Sonic the Hedgehog, la advertencia de que solo funcionaría en una «Gaem» Boy Color... Y, bueno, el pequeño detalle de que no existiría un juego llamado Pokémon Diamante hasta casi tres años más tarde.
Al menos, el regaliz de cereza que sobresalía de la bolsa (al que di un bocado con no mucha discreción) sí que era de los buenos. Sí, las chucherías de la feria de Gailadría eran algo que había echado de menos esos cinco años.
Eché un vistazo al reloj. Me hubiera gustado quedarme disfrutando del ambiente o buscando alguna camiseta chula entre los puestos ambulantes, pero tenía que llegar hasta el fondo del rumor que había oído en la universidad. Además, tenía pendiente la formación espiritual de un novato desorientado que iba a necesitar toda la ayuda que le pudiera proporcionar. Sí, tocaba volver directa a casa.
―¡Ey, Eli! ―grité al entrar por la puerta―. ¿Estás por ahí?
No hubo respuesta. Estaba sola en casa. La primera idea que cruzó mi cabeza había sido una de desánimo; me habría encantado investigar ese misterio junto a él. Mostrarle, paso a paso, cómo se hacían las cosas entre los cazadores. Tener la oportunidad de guiar su mano y enseñarle a...
Sacudí la idea de mi cabeza. No. Era mejor que no estuviera. Sería más rápido. Además, así podría tener algo más de base antes de aventurarse en todo esto. Ya había estado en peligro por culpa de los glitches y, por muy bien que hubiera salido la cosa, era mejor que entrase en este mundo poco a poco y con el apoyo de todo el grupo. Por muchas ganas que tuviera de protegerle, todo iría mejor si aprendía cómo defenderse por sí mismo a su ritmo.
Aunque, si tuviera que ser sincera, me moría de ganas de cubrirle con mi escudo y que hablara de mí como lo hacía de ese chico que había conocido en la cafetería. Ese héroe anónimo (vale, sí, tenía nombre), tan competente, de métodos tan atípicos, tan sospechoso y, en palabras de mi compañero de piso, «tan mono». ¿Lo peor? Que no podía quejarme de eso en voz alta. Especialmente, de lo último. Solo podía seguir buscándolo, ya fuera por hacerle un favor a un amigo o por quedarme tranquila con sus intenciones.
Al llegar a casa, dejé las pesadas botas en la entrada, me enfundé mis mullidas zapatillas de andar por casa (Elías ya había señalado lo divertido de la discordancia que tenían con mis medias de tela de araña y mis cadenas de plata) y me dejé caer sobre el sofá como si de repente mi cuerpo se hubiera vuelto de granito.
Saqué la bolsa de dulces y mi Game Boy Advance SP recubierta de pegatinas que había traído mi tío de su último viaje a Japón. Primero, rebusqué un par de estas gominolas rellenas de gelatina que parecían una calavera sangrienta (eh, tenía que mantener la imagen de tipa dura, ¿no?) y luego puse el cartucho del que tanto se hablaba entre clases de programación.
Si la pegatina no lo dejaba lo suficientemente claro, se trataba de un bootleg. O sea, de un juego sin licencia que alguien se había molestado en grabar en un cartucho compatible con la consola. Una práctica bastante común en la época; no era raro encontrarse hileras e hileras de cartuchos que prometían incluir un buen puñado de juegos en su interior. Ocho en uno, treinta y dos en uno, doscientos cincuenta y seis en uno... Una perita en dulce para cualquier padre que quisiera que tu hijo dejara de darle la brasa pidiendo nuevos juegos, por muy ilegal que fuera. Aunque, al final, solo podías jugar a tres o cuatro; de todos los que podías reproducir, la mitad eran adaptaciones cutres de Mahjong o copias de los anteriores con cuatro gráficos mal editados. Pero bendito era el Motocross Maniacs que algunos incluían.
Los juegos empezaron a hacerse demasiado grandes como para poder acumularlos de una forma tan atractiva para los compradores incautos, pero la explosión mediática de Pokémon a finales de los noventa hizo despegar un nuevo mercado: copias editadas de los títulos originales con nuevos monstruos, cambios en la historia, traducciones chapuceras o la posibilidad de hacer que tu protagonista, en lugar del chico de la gorra que todos conocíamos fuese alguien como Mortadelo o Son Goku. La imaginación de los hackers era inversamente proporcional a sus ganas de hacer un videojuego propio, y eso era maravilloso.
Aun así, este supuesto Pokémon Diamante era distinto al hackrom habitual. Después de una pantalla de título que daría un ataque cardíaco a cualquier diseñador gráfico que se preciara, estaba claro que lo que había debajo no era sino una copia de Keitai Denjū Telefang: Power Edition, otro juego basado en la captura de monstruos que salió al mercado nipón allá por el año 2000, pero no cruzó el charco. Para poder venderlo en nuestro país, lo habían pasado por un filtro de traducción automática que presentaba frases tan graciosas como «has comido arroz cari» o empleaba localizaciones tan cuestionables como «enfermedad grave» en lugar de «golpe crítico».
Generalmente, este tipo de cartuchos no tenía potencial para generar glitches dada su relativa oscuridad frente a las copias genuinas, pero la rumorología que se había generado en torno a este juego en particular me había hecho levantar la ceja. Más allá de que ambos juegos se basaran en la captura de monstruos, ambas franquicias no tenían mucho que ver entre ellas, pero cualquier chaval nacido en los noventa estaría dando palmas con las orejas por un nuevo título en el que capturar monstruos.
Claro: era mi trabajo evitar que una explosión de popularidad hiciera que las consolas de toda una generación de curiosos por el nuevo bootleg de moda liberasen a una legión de glitches. Tenía que atacar antes de que el misticismo les hiciera más fuertes, y a eso iba a dedicar la mañana.
Encendí mis ojos y les pedí que disiparan parte de mi energía por la habitación para que actuara como el «cebo» de esos demonios digitales. No lo necesitaba, ya que el glitch que vivía en mi interior era incapaz de esconderse de su propio mundo, pero proporcionar un poco más de mi propia cosecha siempre daba buenos resultados. También aproveché para liberar a Mako de la V-Pet para que me echara un cable si fuera necesario. Le dejé olfatear un par de gominolas de la bolsa, acaricié su hocico (ese mes había tomado la forma de un dientes de sable de melena llameante) y, cuando ronroneó satisfecho, comencé a romper el juego de todas las formas imaginables. Por suerte o por desgracia, el desastre de implementación de la traducción dejaba las puertas abiertas para atraer a todos los glitches habidos y por haber.
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¿Una palabra demasiado larga que rompe la caja de texto? ¡Bum! Una especie de armadillo con pinchos y ganas de gresca que Mako hizo desaparecer de un bocado. ¿Abrir el inventario una vez habías consumido todos los objetos? Sorprendentemente, nadie lo probó antes de grabar el cartucho. Eso hizo que una suerte de escorpión de agua saliera despedido de la pantalla a la hoja de mi espada etérica. ¿Llegar a un game over y pulsar algún botón? Un minotauro con caparazón. Y ese sí que se había materializado listo para pelear. Muchos más le sucedieron, y me aseguré de narrar cada una de las acciones en voz alta ante la grabadora de bolsillo. Cuando ya me había quedado sin ideas que probar y, al quedarme atascada en un error que no pareció invocar ninguna criatura, me di cuenta de que la combinación de botones que reiniciaba el juego, en lugar de funcionar, producía un error. Y uno gordo; uno que hizo que la sierpe voladora de la pegatina desgastada del cartucho (que no hacía acto de aparición alguna en el propio juego, todo sea dicho) escapara de la pequeña pantalla de la consola con un estallido de luz que recordaba a un relámpago.
―Esto es absurdo... Definitivamente, nadie se ha molestado en probar esta cosa ―Chasqueé la lengua como protesta―. Mako, ayúdame con este.
Sabía perfectamente que esa criatura iba a ser más fuerte que las demás con las que me había cruzado. Generalmente, los elementos con mayor impronta en el imaginario colectivo eran los que más fuerza obtenían al aparecer. ¿Y qué había con más huella que la criatura que todos veían en la pegatina del cartucho? Al fin y al cabo, todos los rumores empezaban por un «eh, encontré en el mercadillo un juego de Pokémon con una serpiente y unas piedras en la pegatina».
―Oh... Las piedras... ―Tragué saliva al darme cuenta―. También eran parte del monstruo.
Si hubiera tardado medio segundo más en reaccionar, una picuda esmeralda me hubiera dado en el hombro. Por suerte, supe pararla con mi fiel escudo de energía para devolvérsela a su dueño. Al sufrir el impacto, soltó un feroz rugido. Menos mal que los vecinos no podían escuchar nada. Y, si alguno era capaz de hacerlo, tampoco despreciaría su ayuda.
Mako lanzó una bola de fuego contra la sierpe, pero la esquivó con gracia. Menos mal que los ataques espirituales eran incapaces de dañar lo material, porque Eli se cabrearía al ver su póster retro de Battletoads calcinado. Sí que me hubiera sido más complicado explicar por qué había tirado la mesa al suelo al usarla como plataforma de salto, pero el que su taza de Naruto se hubiera quedado ahí después de desayunar con unos posos de café resecos era íntegramente culpa suya y yo no podía preocuparme por esas minucias. No mientras combatía contra un reptil de cinco metros en un espacio tan limitado como era el piso de la abuela de Elías.
Desde el aire, pude sesgar una de las alas de la serpiente en un solo tajo vertical. Sin ella, la criatura voló desequilibrada en espiral hasta precipitarse contra el suelo con estruendo. Había reaccionado rápido a los nuevos rumores y, gracias a ello, el combate había sido más fácil que si hubiera ido por los cauces habituales.
Ahí estaba yo, con mis pintas de heroína gótica. Apuntando con la punta de una espada que refulgía con las llamas azules de mi fuero interno a la mascota de una copia pirata de Pokémon. Junto a un glitch dientes de sable aliado que se agazapaba cual cazador, listo para cerrar su mandíbula sobre ella en cuanto me despistase. Una estampa épica. De las que podrían ser portada de un disco de heavy metal. Es posible que las zapatillas de peluche enturbiaran un poco el mensaje, pero era fácil cambiar los detalles al narrar la historia.
Por supuesto, era el mejor momento para que Elías volviese a casa y se la encontrara. Perdí un par de instantes echándole un vistazo y, en mi distracción, la bestia aprovechó para lanzarme una de las piedras preciosas que orbitaban en torno a ella. Aunque Mako no tardó en deshacerse de la sierpe desgarrándola son sus colmillos de forma violenta, fui incapaz de evadir el golpe a tiempo.
Cuando uno de esos glitches te atacaba, era tu alma (a falta de una palabra mejor para definirlo) la que sentía el daño. Como una bombilla en mal estado, tu energía tintineaba y protegerte de la influencia del monstruo se hacía cada vez más difícil. Poco a poco, tu voluntad se apagaba y el demonio era capaz de permear en tu mente, dejándote presa de sus designios.
Si lo que mi tío había investigado estaba en lo cierto, una vez que había alcanzado ese punto, solo había dos opciones para el anfitrión: domarlo, como había aprendido a hacer Norma a base de pura fuerza de voluntad, o perder la pugna. Someterse a él. En el mejor de los casos, una mente contra las cuerdas podría preparar un rincón con la esperanza de contenerlo en él hasta que pudiera ser exorcizado o, por atrición, te hiciera perder el control sobre el resto de tu ser.
Y, una vez que lo hubiera hecho, era casi imposible volver. El modus operandi más habitual era abandonar a su suerte al cuerpo que controlaban una vez hubieran dejado de necesitarlo, pero algunos glitches eran tan sanguinarios que...
Sentí un escalofrío solo de pensar en las posibilidades.
―Algo me dice que será mejor que no haga muchas preguntas ―dijo el muchacho, aún en el umbral de la puerta―. Pero no hacer muchas no quiere decir que no pueda hacer la más importante: ¿estás bien, Vero? He visto cómo esa piedra te...
Me dejé caer sobre la alfombra. Mako restregó su cabeza contra mi brazo para intentar animarme, pero yo me limité a acariciarle levemente y devolverlo a su V-Pet para que descansara. Él protestó con un leve gruñido, pero no pudo hacer nada frente al haz de luz.
―Estoy bien ―espeté―. Solo ha sido un rasguño.
―Pocas cosas buenas empezaron con esas palabras. ―Alzó un poco mi espalda para incorporarme y se arrodilló junto a mí para examinarme.
―No vas a ver ninguna herida, si es lo que estás buscando. ―Intenté mantener la frialdad, pero me estremecí al notar una de sus manos sobre mi cintura―. Era un rasguño metafórico. Luego te lo explico.
―Yo qué sé, pareces hecha polvo ―impregnó su voz con alegría, pero seguía pareciéndome preocupado―. Y te acabo de recoger del suelo.
―Ha sido una larga mañana de trabajo. ―Me encogí de hombros, restándole importancia―. Te lo vas a pasar pipa cuando te toque estudiar las dos horas y media de la grabadora para sacar tus conclusiones de cara al artículo. Y si no te gusta, no haber desaparecido esta mañana. ¡Venga, vamos! ¡Levanta! ¡Que estoy bien!
Aunque pataleé un poco, no me soltó. De hecho, decidió que lo único que podía hacer para ayudarme era darme un abrazo. Para lo payaso que era, siempre había sabido leer este tipo de situaciones. Estaba ahí para cuidarme cuando lo necesitaba. Desde que era un crío. ¿Cómo no iba a querer tenerle cerca? Su calor era capaz de sanar en un instante la magulladura que ese demonio me había hecho en el alma.
Cuánto le había echado de menos en mi vida.
Ordené a mi cuerpo que dejara de agitarse y me aferré a su brazo. En ese momento era yo la que no quería que me soltara. No hasta que mi pecho se calmara. No hasta que fuera fácil mantenerme estoica. O hasta que tuviera claro qué demonios me estaba pasando por la mente.
―Estás temblando, Vero. ¿Tanto miedo te daba ese bicho?
Negué con la cabeza. No quería deshacerme de mi imagen de luchadora valiente. No quería dejar de ser la protectora. Con cierta confianza en mis ojos, causé una pequeña explosión azul en mi brazo libre. Elías no se asustó, pero fingió un ademán que me arrancó media sonrisa.
Tampoco me atrevía a confesarle que era él quien tenía la culpa de que mi aliento se hubiera cortado. Aunque, para ser justos, no me atrevía ni a decírmelo a mí misma.