Tomé asiento en uno de los bancos de la plaza. Aquel día no había mucho tráfico y el autobús había pasado por la parada al poco tiempo de salir de casa. Así que, junto a mi manía de salir con mucho más tiempo del que necesitaba para llegar a los sitios serían...
―Las cinco y cuarto ―leí en voz alta los números de la pantalla LCD―. Pues todavía me queda un rato.
Saqué unos cascos de diadema de la bandolera, los conecté al aparatoso walkman y... Claro. La cinta estaba al final de su recorrido, como no podía ser de otra forma. Tenía que elegir entre escuchar la cara B, que estaba compuesta de temas mal grabados de la radio local o parecer un idiota con un bolígrafo en medio de la calle.
―Definitivamente, estas navidades cae uno nuevo ―pensé para mis adentros, con un largo suspiro―. De los que pueden rebobinar.
Me resigné, y pulsé el botón play para que un locutor gritara lo magnífica que iba a ser la secuela de Kárate Kid y lo mucho que estaba triunfando al otro lado del océano. No le culpaba: ya la había podido ver (la grabación de la cinta tenía meses) y era una auténtica pasada.
***
Entre los temas de rock más populares, algún que otro anuncio y un par de tramos en los que la señal de radio era más débil que el ruido herciano, no tardaron en dar las seis de la tarde. Fiel a mi personalidad, me distraje lo suficiente como para que fuera mi cita quien me tuviera que recordar su presencia con un golpecito en el hombro.
Me puse en pie de un salto y dejé que los cascos reposaran sobre mi cuello. Probablemente, el cable se hubiera desconectado con tanto movimiento, pero no me importó.
―Disculpa el retraso, Jaime. ―Se recolocó la corbata―. He tenido un pequeño percance con...
―Ramón... No me hagas repetirme. Has tardado literalmente cinco minutos. ―Hice brillar la pantalla de mi reloj de un toque―. No tienes por qué disculparte.
―... la máquina de fichar ―concluyó, impasible.
―¡Cuéntame! ¡Cuéntame! ―Dibujé una enorme sonrisa en mis labios―. ¿Qué tal tu primer día en la revista? ¡Quiero saberlo todo! ¿Qué llevas en esa bolsa? ¡Cuéntame! ¡Dímelo!
Ahí donde lo veía, Ramón Lourido había logrado un puesto como redactor en la Revista Silicio. Aunque no era su primera elección (sabía de buena tinta que alguien como él prefería trabajar en un periódico más tradicional, de esos que hablan de política y tragedias), parecía bastante satisfecho con la idea de escribir sobre microordenadores y programación.
Además, y por qué no decirlo: un músico pobre como yo valoraba cualquier oportunidad de echarle el guante a algún que otro videojuego recién salido al mercado sin tener que pagar por él.
―Bastante correcto ―asintió con cortesía―. Es un buen entorno. Los compañeros son agradables. Saben perfectamente de lo que hablan y han asegurado reiteradamente su intención de formarme para suplir mis carencias.
―¿Y qué has hecho? ¿Qué te toca? ―canturreé, intentando rodearle para ver el contenido de la bolsa.
―Responder al correo de los lectores ―replicó, con seriedad―. Y, antes de que pongas esa mirada tuya...
No le dejé acabar. Claro que iba a poner esa mirada mía. Ramón podría ser el redactor más competente y eficaz, pero era alguien con poca tolerancia a las tonterías. Alguien tan cuadriculado que era capaz incluso de reprender a su novio cada vez que intentaba darle alguna muestra de afecto en público. Los lectores se lo iban a comer vivo... O le iban a acabar echando por pasarse de mordaz. Lo que llegara antes.
No, una mirada mía no iba a bastar para zanjarlo. Así que, para terminar de azuzar el avispero, le di un beso en la mejilla. No protestó, pero sí que empezó a caminar sin decir nada.
―Me han asignado a ello a propósito ―dijo finalmente, medio kilómetro más cerca de casa―. Ya han visto lo que puedo hacer bien, ahora quieren ver qué tal me manejo con lo que peor se me da. Por lo que me han contado, ese «bautismo de fuego» es parte del humor retorcido del jefe.
Solté una sonora carcajada.
―No te preocupes. ―Aceleré el paso para ponerme junto a él―. Te puedo echar un cable, se me dan bien estas cosas.
―De acuerdo, Jaime ―suavizó el tono lo justo para que, si le conocías un poco, supieras que te hablaba con cierto cariño―. Compartiré contigo mi zurrón de la desesperación.
***
Como ambos sabíamos que sería capaz de implosionar en la entropía del piso de estudiantes al que llamaba hogar, Ramón decidió pasar los primeros días de vuelta en la ciudad en casa de su hermana. Eso sí, era sorprendente la entereza con la que llevaba eso de tener que dormir rodeado de unos muros empapelados con ositos y tener que colgar su ropa, tan elegante como apagada y aburrida, entre diminutas prendas de color rosa pastel.
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―¡Hola, Maite! ―Abracé a mi cuñada con cuidado de no apretar demasiado―. ¿Pero cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que te vi? ¡Si solo han sido unas semanas! ¡Estás inmensa!
Me respondió con una mueca a medio camino entre la frustración y la felicidad absoluta. Sin que siquiera se lo pidiera, llevó mi mano a su vientre y noté un golpe desde su interior.
―Hoy Vero está revoltosa ―intentó mantener la calma―. Sí, nena, ese es el tito Jaime. Y tú, tito Ramón, ¿quieres decirle algo a tu sobrina?
El aludido dejó la mano en el hombro de su hermana y le dedicó un vistazo fugaz pero claramente expresivo. O, al menos, asumí que lo sería, porque parecía que el mensaje había sido transmitido. Yo chasqueé la lengua y me recordé a mí mismo que aún tenía que sacarme el máster en comunicación no verbal de la familia Lourido.
―¿Ha llegado ya Julián de trabajar? ―Por fin usó palabras para comunicarse―. Si no, puedo prepararte algo. Tienes cara de querer comer por dos.
―Puedo valerme por mí misma, ¿sabes?
―A mí me parece que ya estás haciendo un esfuerzo por mantenerte en pie ―le acusó―. Jaime, por favor, acompaña a esta mujer tan terca al sofá.
Cedí mi hombro a la mujer y la guie hacia el salón. No obstante, quería tener la última palabra. Era una dinámica habitual entre los hermanos. Normalmente, me negaba a meterme en medio, pero era incapaz de negar ese lujo a una embarazada.
―Croissant a la plancha con mantequilla y mermelada. Dos. Y un vaso de leche con miel.
Su hermano suspiró y dejó la gabardina perfectamente colgada en el perchero de la entrada. Yo, por mi parte, no pude contener la curiosidad y me hice con el zurrón del periodista para hacer lo que mejor se me daba: ser curioso. En él había un montón de cartas (perfectamente sujetas con unas gomas elásticas, como no podía ser de otra forma), un par de casetes de la MSX que advertían ser copias de prensa, uno sin marcar y un disco de tres pulgadas y media con una etiqueta garabateada de tal forma que resultaba ilegible.
―Siempre trayéndose trabajo a casa ―Maite bostezó. Estaba claramente cansada―, como cuando éramos niños. El único que hacía todos los deberes en el colegio.
―Pero al menos estos deberes se pueden jugar. ―Le dediqué una sonrisa cómplice―. ¡Hostias, el Penguin Adventure! ¡Pero si creía que no lo íbamos a oler en Europa hasta el año que viene! ¿Puedo...?
―Tienes el ordenador donde siempre. ―Levantó el brazo con mucho esfuerzo para señalar―. Pero Ramón se va a enfadar si te pones a jugar antes de...
―¡Bah! Con lo que tardan en cargar estas cosas, me agradecerá que le haya adelantado trabajo.
Ramón no tardó en llegar con la merienda. Por atractivo que me pareciera un hombre encorbatado con mandil, más me llamaba la atención el croissant untado en nocilla que tenía mi nombre. Rebosante, como a mí me gustaba. Y un cola-cao calentito.
―¿Le has echado azúcar? ―Pestañeé―. Ya sabes que me gusta con azúcar.
―¿Pero es que no tienes suficiente dulce ya? ―me amonestó. Pero, aprovechando que su hermana cabeceaba, me revolvió el pelo con cariño. Guau, una muestra de afecto con alguien mirando. No me podía quejar―. Maite, aquí tienes.
Con mucha calma, se tomó su taza de café mientras nos contaba las anécdotas más destacadas (y, visto lo visto, lacónicas) de su primer día en la revista. Presentaciones rápidas de sus nuevos compañeros, quejas sobre la máquina de escribir que le había tocado sufrir, las promesas de un nuevo ordenador... y una metralla de datos de la que era difícil sacar algo en claro, más allá de que el café de la máquina era bueno y solo costaba dos duros.
De repente, los altavoces del ordenador empezaron a sonar. Como la anfitriona ya había caído rendida al sueño, me di una carrera hasta el escritorio para bajar su volumen, pero trastabillé y acabé dándome un cabezazo contra el escritorio.
―Me cago en la... ―Me acaricié la frente―. Al menos no la he despertado.
Ramón no tardó en componer una expresión con la que, si bien fuera de su estoicismo habitual, era capaz de juzgarme de una forma casi paternalista. Sin mediar muchas más palabras (casi nunca las necesitaba), se marchó a fregar los platos.
El videojuego me distrajo lo suficiente como para que fuera incapaz de reaccionar a su vuelta. Armado con un afilado abrecartas en su mano derecha y un montón de sobres en la izquierda, forzó la pausa del microordenador.
―Bueno, hora de trabajar.
―¡Cinco minutos más! ―protesté―. ¡No puedes quitarme un juguete nuevo así como así!
Me ignoró y dejó caer el fajo de cartas sobre la mesa. No pesaba demasiado, así que no hizo demasiado ruido. Después, extrajo una de entre las gomas y la abrió. En su interior solo había una hoja de papel, que leyó rápidamente, hizo una bola y encestó en la papelera más cercana. No fue hasta mi mirada atónita que reaccionó:
―Ya me habían advertido de esto: correos sobre cómo desnudar a la protagonista de un juego ―resopló―. Con un dibujo un tanto fuera de lugar, para más señas. En fin, voy a ser bueno por esta vez. Este chaval agradecerá en un futuro que me negase a responder su cuestión en público.
Me incliné hacia la papelera, lleno de curiosidad. Algo en mi interior me decía que no me podía perder a un tipo mandando bocetos guarros a una revista. Tras deshacer el gurruño en el que se había convertido el folio, no pude evitar soltar una de esas risotadas con las que se te saltan las lágrimas.
―En fin, segunda carta, algo más normal. Una pregunta sobre programación BASIC... Que escapa a mis conocimientos. Me temo que tendré que consultar mañana en redacción. ―La dejó de lado y abrió otra más―. Este pide ayuda en el Splork II. ¿Se cree que somos un servicio de guías?
―Bueno, generalmente las revistas resuelven ese tipo de dudas. ―Me encogí de hombros―. Es normal que...
―Pero yo no he jugado ese juego ―respondió, tajante.
―Trae aquí, yo sí. ―Revisé el texto. Su caligrafía no lo hacía muy fácil de leer―. ¡Ah! ¡Claro! Aquí me quedé yo también atascado. Dile que tiene que usar la enciclopedia galáctica en el astrallo. Ya de paso, que si se la lleva al guardia del puesto fronterizo hay unos diálogos muy graciosos. Y si...
Con diligencia, tomó nota de todo lo que le contaba. No tardé en ver que su estilo era demasiado artificial, pero no quería decirle cómo debía hacer su trabajo. Conociéndole, era probable que estuviera simplemente tomando notas con demasiada elegancia para componer su propia respuesta más adelante. Era así de concienzudo.
―¡De acuerdo! ―Chasqueé los dedos―. ¡Siguiente carta!