Unos días transcurrieron antes de que Arturo recobrara el ánimo suficiente como para superar su anterior aventura. Durante este período, entabló interacciones con su nueva mascota y descubrió que Sir Reginald era considerablemente más pragmático de lo que su primera impresión sugería. El cerdo demostró un gusto peculiar por ayudar a Arturo y siempre lo acompañaba en sus salidas del hogar, ya sea para dirigirse al gimnasio para adquirir provisiones de las máquinas dispensadoras o al visitar el santuario para discutir con Momo.
Aunque, como todas sus mascotas, el cerdo poseía una personalidad distintiva y, por ende, solía mostrar prepotencia y altanería, aprovechando cada oportunidad para jactarse de su magnificencia.
Además, había otro problema, pese a que el cerdo se mostraba dispuesto a colaborar, su relación con Pompón era tensa. Esto se debía a que el cerdo podía hablar y quejarse de manera fluida, siempre dejando cierto aire de molestia sobre la actitud mandona del conejo. Además, el cerdo, al igual que el gusano gigante, era una mascota que, en repetidas ocasiones, hacía lo que le venía en gana y no seguía las órdenes de nadie.
Contrariamente, Copito era sumiso y obediente, pero lo cierto era que era la criatura más mimada del hogar, por lo su actitud era acorde a la lucha por mantener su lujoso estilo de vida. Anteojitos se mostraba pragmático y nunca expresaba dudas frente a un plan que le parecía una buena idea, siempre y cuando al llegar al hogar no se le molestara más de lo necesario y se le permitiera disfrutar de su cuarto de juegos. Por su parte, Tentaculin obedecía órdenes sin cuestionar, aunque siempre era necesario negociar para sacarlo del hogar. Dentro de la vivienda, el tentáculo gigante solía esconderse en su sombra, alejado de las miradas ajenas y las preocupaciones del mundo exterior. Y el gusano gigante simplemente era la reserva de alimentos en caso de que todo fallara, por lo que su estatus era muy especial y nadie esperaba algo de su parte.
Volviendo a la actualidad, hoy, Sir Reginald se encontraba frente al espejo, observándolo intensamente, lo que motivó a Arturo a acercarse y comentar:
—¿Ocurre algo? No noto nada raro en tu reflejo, y tu sombrero está bien colocado.
El cerdo se dio la vuelta, le respondió con cierta altivez:
—Arturo, es tiempo de salir a explorar el mundo exterior. ¡Ya he pasado más de 18 horas en esta pocilga repleta de muebles que no siguen ninguna estética!
—Podemos ir al gimnasio a comprar algunos dulces si quieres… —Propuso Arturo, ya acostumbrado a las exigencias del cerdo, que mostraba una imperiosa necesidad de que lo sacaran a “pasear” con cierta frecuencia.
—¡Basta de dulces, Arturo! Hoy necesitamos algo menos monótono y rutinario. ¿No ves que me estoy poniendo gordo de tanto quedarme sentado? ¡Es hora de atender el llamado a la aventura! —Gritó el cerdo mientras con esfuerzo trataba de dar un pequeño brinco, imitando los que Pompón solía dar.
—Mmm… —El niño meditó la idea, reconociendo que durante estos últimos días había estado haciendo siempre lo mismo. En parte, esto se debía a que se había acostumbrado a su rutinaria vida de estudiante, donde alejarse de la comodidad de lo conocido no era bien recibido por su subconsciente— Podríamos ir a juntar los dos trofeos que me faltan y luego ver qué hacen los que fui ganando, aunque tenemos que tener cuidado; la última vez fue bastante arriesgado.
—¡No seas cobarde, Arturo! La vida es para quienes están dispuestos a vivirla, y únicamente aquellos sin miedo logran mantenerse en lo alto de la pirámide social —Dijo el cerdo mientras se volteaba para ver su reflejo en el espejo con una sonrisa orgullosa— ¡Pronuncia las palabras y convoca la aventura, fiel sirviente!
Arturo se dio la vuelta y miró a su alrededor; nadie los estaba observando, y todas las mascotas estaban inmersas en su propio mundo. Mientras tanto, Pompón se encontraba en el subsuelo recibiendo un masaje del autómata que había comprado en el mercado. Notando que nadie los espiaba, el niño susurró:
—Espera, no es tan fácil, Sir Reginald. Primero, hay que decírselo a Pompón o no podremos salir… Estoy empezando a sospechar de qué tenías razón, el conejo me bloquea esta salida si pronuncio palabras mágicas sin que él esté enterado.
El cerdo, captando la atmósfera de conspiración, miró con cierta sospecha la habitación del espejo como si buscara algún espía oculto entre las sombras, pese a que además de ellos dos solo se encontraba Copito, el cual estaba durmiendo plácidamente en su castillo en miniatura, y nadie parecía lo suficientemente cerca para escucharlos. Con un gesto misterioso, el cerdo continuó el diálogo entre susurros:
— Arturo, mi fiel sirviente, las verdades a veces están ocultas a simple vista. ¿No te has preguntado por qué Pompón siempre parece estar un paso adelante, como si supiera lo que estamos a punto de hacer? — El cerdo habló en un tono conspirador mientras señalaba sutilmente hacia las escaleras que daban entrada al subsuelo.
Arturo frunció el ceño, su mirada se desvió hacia las escaleras de caracol, y un atisbo de duda se instaló en sus pensamientos: — ¿A qué te refieres, Sir Reginald? Pompón siempre ha sido mi amigo y me ha ayudado en mis aventuras, no creo que me oculte ningún secreto…
El cerdo dejó escapar una risa astuta y prosiguió: — Arturo, las criaturas no siempre son lo que parecen. Observa a Copito, duerme tranquilamente en su pequeño castillo, ajeno a nuestras conversaciones. Pero Pompón, Pompón siempre está ahí, como si supiera cada palabra que pronunciamos ¿No te parece extraño?
Arturo, influenciado por la semilla de la duda plantada por Sir Reginald, comenzó a repasar en su mente situaciones pasadas en las que Pompon había estado sorprendentemente al tanto de sus decisiones, incluso si las mismas habían permanecido ocultas a sus ojos: — Bueno, quizás solo sea astuto y se dé cuenta de las cosas con mucha rapidez. Después de todo, llevamos mucho tiempo juntos y su intuición como conejo es diferente a la mía.
El cerdo negó con la cabeza con desdén: — No subestimes la astucia de Pompón y lo manipulador que es con las palabras. ¿No te das cuenta de que te controla desde las sombras? ¿Qué pasó con tus sueños y objetivos? Siempre tiene una razón para que sigamos sus planes, como si estuviéramos atados a sus caprichos. ¿No has sentido, en ocasiones, que tu voluntad no es del todo tuya, Arturo?
Las palabras del cerdo resonaron en la mente de Arturo, creando grietas en su confianza hacia Pompón. Una sombra de inquietud se posó en el rostro del niño:
— Pero, ¿qué ganaría Pompón manipulándonos de esa manera?
El cerdo, con ojos astutos, respondió: — Poder, Arturo, poder. Controlar a otros es la esencia misma del poder, y Pompón ha sabido hacerlo sutilmente, guiando nuestras acciones según sus deseos. Si quieres ser verdaderamente libre, necesitas cuestionar lo que parece ser seguro.
La semilla de la desconfianza germinaba en la mente de Arturo, y el cerdo continuaba tejiendo su narrativa de conspiración. La habitación parecía impregnada de secretos, y el niño comenzaba a cuestionar la verdadera naturaleza de su relación con Pompón.
Preso de la paranoia sembrada por Sir Reginald, Arturo lo miró con complicidad y temor. Con voz temblorosa, le pidió ayuda para idear un plan que los liberara de la influencia de Pompón. El cerdo, complacido por la solicitud, comenzó a tejer una intrincada y enrevesada trama para escapar del poder del conejo, sumiendo aún más a Arturo en la confusión.
— Arturo, mi astuto sirviente, la libertad no es un regalo, es una conquista. Escucha atentamente, porque el plan que estoy a punto de revelarte es tan sutil como la danza de las sombras en la penumbra de la medianoche —Declaró Sir Reginald, adoptando un tono solemne y elevado.
El cerdo comenzó a explicar el plan con una serie de términos complejos y giros lingüísticos, creando una red de palabras que más parecían acertijos que instrucciones claras. Arturo, con los ojos entrecerrados y la cabeza ligeramente inclinada, intentaba seguir la enrevesada narrativa del cerdo.
— Primero, debemos despojarnos de las cadenas invisibles que atan nuestros destinos. Para ello, en la penumbra del crepúsculo, nos sumergiremos en el rincón más recóndito del jardín, donde la luna, cómplice silenciosa, nos guiará hacia la fuente del conocimiento prohibido —Exclamó el cerdo, usando gestos grandilocuentes para acompañar sus palabras.
Arturo frunció el ceño, tratando de descifrar la lógica detrás de las metáforas elaboradas por Sir Reginald. El cerdo continuó con su explicación, utilizando un lenguaje que se alejaba cada vez más de lo que la mente del niño podía comprender:
— Allí, en el epicentro de la sabiduría vedada, desplegaremos un pergamino codificado con símbolos ancestrales que solo los iniciados comprenden. Nuestros ojos, abiertos a la verdad oculta, absorberán las revelaciones que desafían la lógica mundana —Prosiguió el cerdo, moviendo sus patas como si estuviera trazando intrincados símbolos en el aire.
Arturo, sintiéndose abrumado, intentó seguir la elaborada explicación, pero la complejidad del plan diseñado por el cerdo lo dejaba más aturdido con cada palabra.
— Y finalmente, en el momento culminante de la operación, te concentras en el monóculo de la verdad que yace sobre mi noble hocico. Mirar fijamente este oráculo será la clave para liberarte de las ataduras impuestas por el malvado conejo. Solo entonces, Arturo, verás la verdad detrás de las sombras —Concluyó el cerdo, mirando a Arturo con una mezcla de satisfacción y arrogancia.
Arturo, perplejo y aturdido, parpadeó varias veces antes de preguntar con desconcierto: — ¿Entonces... todo se reduce a mirar fijamente tu monóculo?
Sir Reginald, con una sonrisa petulante, asintió con solemnidad: — Exactamente, mi querido sirviente. La simplicidad subyace en la complejidad, y sólo aquellos dotados de una mente aguda pueden apreciar la genialidad detrás de mi estrategia maestra.
Arturo, aún tratando de procesar la exagerada complejidad del plan, se encontró preguntándose si la conspiración del cerdo era realmente tan intrincada como parecía o simplemente una elaborada farsa digna de su egocentrismo porcino.
Arturo, siguiendo la exquisita instrucción del cerdo, fijó su mirada en el monóculo de la verdad. En el reflejo, descubrió su propia imagen y, para su sorpresa, unas palabras misteriosas aparecieron sobre su cabeza: “Su nombre es Arturo, el restaurador de estatuas, se dice que es una leyenda viviente, el sirviente de Sir Reginald y el protegido de Pompón, pero en realidad es un joven estudiante que le gusta hacer travesuras”. Las palabras flotaban en la visión del reflejo, y Arturo, perplejo, intentaba comprender el significado oculto detrás de ellas.
Sir Reginald, con una expresión de sabiduría entendida, miró a Arturo como si pudiera penetrar en los secretos más profundos de su ser: — Arturo, querido sirviente, las palabras que te he revelado son el mapa hacia la verdad que yace más allá de las apariencias. Ahora, dirígete a una de las esquinas de la habitación y confiésame un secreto impactante, uno que haga temblar los cimientos de tu ser.
Arturo, aún desconcertado por las instrucciones del cerdo, decidió seguirle el juego y se dirigió a una esquina de la habitación, sintiendo una mezcla de nerviosismo y curiosidad. Se inclinó hacia Sir Reginald y, en voz baja, compartió un secreto que había permanecido oculto en lo más profundo de su ser: — En ocasiones, tengo sueños en los que veo a las estatuas de mi santuario cobrando vida y me hablan, como si tuvieran historias que contar, me dicen que tengo un duro camino por delante y muchas otras cosas sin sentido. La verdad es que eso no me asusta, lo que me asusta mucho es que siempre despierto del mismo modo: Mirando el espejo de la habitación contigua y descubriendo que soy otra persona, un jorobado con el pelo rancio y la mirada marchita.
Sir Reginald, manteniendo su compostura altiva, asintió como si hubiera descubierto un tesoro perdido: — Ah, Arturo, eso no es un simple secreto, es la llave que abrirá las puertas de tu verdadera libertad. Pero ahora deja que ese secreto se oculte en mi sombrero y permíteme revelarte el misterio detrás de las palabras sobre tu cabeza.
Con solemnidad, el cerdo explicó: —Esas palabras refieren a tu persona, y todas te deberían sonar conocidas, salvo las palabras que Pompón ha querido mantener ocultas. La parte en la que te menciona como «protegido de Pompón» es la cadena que te mantiene prisionero de su voluntad. Esas palabras actúan como un conjuro que ata tu alma a la del conejo. Necesitas liberarte de ese título para alcanzar tu verdadero potencial y escapar de las maquinaciones de Pompón.
Arturo, asimilando la revelación, frunció el ceño: — ¿Cómo puedo liberarme de eso? No entiendo completamente el valor de las palabras que solo puedo ver con tu monóculo.
El cerdo, con su característica altivez, respondió: — Es simple, Arturo. En el mismo rincón donde confesaste tu secreto, susurra en la penumbra que ya no aceptarás ser el protegido de Pompón. Rompe las palabras mágicas que te atan y verás cómo se despliegan nuevas oportunidades frente a ti.
Arturo, con un nudo en la garganta y la determinación en sus ojos, se dirigió nuevamente a la esquina designada. E intentó murmurar en la oscuridad que ya no aceptaría ser el protegido de Pompón. Sin embargo, el cerdo detuvo a Arturo con una patada suave, pero decidida antes de que pudiera completar su declaración en la penumbra. Una ceja arqueada y una mirada penetrante indicaban que el niño estaba pasando algo por alto, por lo que Sir Reginald le recordó con voz baja y enigmática:
— Arturo, debes ser astuto con tus palabras. Aunque queremos liberarnos de la influencia de Pompón, no olvides que, por ahora, el conejo sigue siendo útil para nuestros propósitos. Necesitas desvincularte solo lo suficiente para que puedas ser libre durante el tiempo que dure nuestra aventura. Luego, regresarás bajo la sombra protectora del astuto conejo. Un día debería bastar.
Arturo, confundido, asintió con comprensión. Sabía que las dudas lo atormentaban, pero la promesa de la libertad temporal le llenaba de determinación:
— No aceptaré ser el protegido de Pompón. Buscaré mi propio camino y decidiré mi destino, incluso si eso significa apartarme de su sombra durante este día —Susurró Arturo con convicción, sintiendo que cada palabra tenía un peso monumental.
Sir Reginald, satisfecho con la elección de palabras de su sirviente, le permitió continuar. Arturo, sin darse cuenta completamente de la magnitud de lo que acababa de decir, sintió una extraña mezcla de liberación y temor. La habitación parecía vibrar con una energía inusual mientras las palabras resonaban en el aire.
A medida que Arturo salía de la esquina, una sensación de cambio envolvía la habitación. El reflejo en el monóculo revelaba una sutil alteración en las palabras sobre su cabeza. Ahora decían: “Su nombre es Arturo, el restaurador de estatuas, se dice que es una leyenda viviente, el sirviente de Sir Reginald y el amigo de Pompón, pero en realidad es un joven estudiante que le gusta hacer travesuras”
Sir Reginald guió a Arturo hacia otra parte de la habitación, lejos del espejo, y comenzó a trazar un complicado símbolo en el suelo con su pata: — Arturo, ahora viene la parte crucial. Debes contarle a la habitación un secreto impactante, uno que haga temblar los cimientos de tu ser. Pero recuerda, debes hacerlo de manera que Pompón no perciba la verdadera profundidad de tus palabras.
Arturo, consciente de la complejidad de la tarea, se sumió en sus pensamientos. Después de unos momentos, compartió un secreto enigmático que parecía inocuo a primera vista, pero que ocultaba capas de significado. Las palabras se disolvieron en el aire, como hojas llevadas por el viento, dejando a la habitación en un silencio cargado de anticipación.
Sir Reginald, con un gesto de aprobación, indicó que había llegado el momento de dirigirse a otra esquina de la habitación: — Ahora, Arturo, confiésame otro secreto en esa penumbra. Uno que haga que el destino mismo titubee ante tu revelación.
This tale has been unlawfully lifted from Royal Road. If you spot it on Amazon, please report it.
El proceso continuó, cada confesión tejía una red de misterios y engaños. Palabras cuidadosamente elegidas creaban una ilusión de confidencia, mientras que en realidad la conspiración para liberar a Arturo de las garras de Pompón se intensificaba. El cerdo continuaba guiándolo con su sabiduría maestra, manteniendo la intriga y el suspense en cada paso del plan, aunque en realidad el trabajo ya estaba hecho y solo quería aprovechar la oportunidad para fisgonear los secretos del niño.
Los secretos susurrados en la penumbra, las palabras disfrazadas y las miradas furtivas contribuían a la creación de una compleja red de engaños. Arturo, a medida que avanzaba en el proceso, se sumergía más profundamente en la conspiración que se desarrollaba en la habitación.
Finalmente, después de una sucesión de secretos y confesiones, Sir Reginald llevó a Arturo de vuelta al espejo. El cerdo, con una expresión de triunfo, declaró: — Lo has logrado, Arturo. Ahora, durante el tiempo que dure nuestra aventura, serás libre de las cadenas de Pompón. Pero recuerda, este es un juego de sombras y palabras, y debes regresar bajo el manto del astuto conejo después de que termine el día.
En el fragor del momento, Arturo susurró algunas palabras mágicas al espejo, provocando que el reflejo se distorsionara:
> “En un aula sin vida, donde el silencio acecha, un ser sin rostro, con conocimiento despierta. Su mirada fría, en la penumbra se refleja, enseña secretos que la mente inquieta no suelta. Bajo luces tenues, susurra el saber, entre sombras danzan, los secretos del ayer. Con tiza escribe, un destino a temer, profundo misterio, que no puedes entender. En exámenes macabros, pone a prueba tu cordura, preguntas retorcidas, de su mente oscura. La respuesta se oculta, entre tu propia locura ¿Es él?”
Sin embargo, esta vez, ningún impedimento interrumpió el cambio, y una pequeña habitación surgió al otro lado del espejo.
¡Arturo había alcanzado la libertad tan anhelada!
Emocionado por el descubrimiento, el niño extrajo las monedas de oro de su inventario, las auténticas, y convocó la habitación que necesitaba para ganar su siguiente trofeo. Sin dar aviso alguno a Pompón ni al resto de sus mascotas, Arturo, acompañado de Sir Reginald, se sumergió en la exótica aventura de cazar trofeos.
Tras adentrarse en el espejo, Arturo y el cerdo emergieron en una misteriosa habitación construida con robustos bloques de piedra, iluminada por reconfortantes candelabros que colgaban del techo. La estancia parecía semejante a una oficina, y maniquíes trabajaban arduamente en tareas tan monótonas y repetitivas que ni siquiera notaron la presencia del niño que acababa de colarse en su dominio.
Superando el aturdimiento inicial, Arturo observó cómo los maniquíes continuaban colocando sellos, leyendo pergaminos, escribiendo en tablas rebuscadas y contando con las balanzas que adornaban sus escritorios. Estos últimos ocupaban los costados de la habitación cuadrada, dejando un pasillo en el medio que parecía más una decoración, ya que ningún maniquí se levantaba de su asiento. Al final del pasillo se encontraba un gran escritorio en forma de media luna. Un maniquí lo suficientemente grande para tocar el techo se afanaba en su tarea monótona: un pergamino emergía de uno de los múltiples tubos en su escritorio, giraba su silla con rueditas hacia el pergamino, lo tomaba, lo abría, lo leía y lo sellaba con uno de los múltiples sellos dispersos por su mesa. Luego, enrollaba el pergamino y lo empujaba por el tubo por donde había aparecido, haciendo que desapareciera de su vista.
La habitación en la que Arturo se encontraba era, en realidad, la sala de profesores. La atmósfera de la habitación estaba impregnada de una luz cálida, proveniente de los candelabros que arrojaban destellos dorados sobre las piedras rugosas que conformaban las paredes. Los escritorios, dispuestos en filas y columnas, eran extensiones de trabajo en las que los maniquíes, con sus vestiduras elegantes, llevaban a cabo sus tareas con una meticulosidad casi mecánica.
Cada escritorio estaba adornado con pergaminos enrollados, plumas de aspecto antiguo y almanaques de diseño artístico. Símbolos arcanos decoraban las paredes, confiriendo a la habitación un aire de misterio y solemnidad. Los maniquíes, con sus expresiones impasibles y posturas estáticas, parecían ser figuras de cera atrapadas en una eternidad de deber repetitivo.
El maniquí en el gran escritorio de media luna, situado al final del pasillo, destacaba por su tamaño y presencia imponente. Cada movimiento estaba coreografiado con precisión, como si fueran engranajes en una máquina perfectamente ajustada.
Arturo y Sir Reginald se acercaron con cautela al imponente maniquí, sintiendo que este gigante de tela y madera debía de tener las respuestas que buscaban. Cada paso era medido, con la mirada de Arturo escudriñando cada detalle del maniquí gigante: la túnica de colores rojo y fucsia que lo envolvía, las arrugas talladas en su rostro inmutable y la cadencia mecánica de sus movimientos, que continuaban con una precisión casi hipnótica.
Sir Reginald, a su lado, observaba el entorno con ojos agudos, como si buscara alguna pista que pudiera arrojar luz sobre la situación. En el momento en que Arturo decidió dirigirse al maniquí con sus preguntas, el cerdo se mantuvo firme a su lado, listo para respaldar las palabras de su joven sirviente.
— ¿Quién eres tú? ¿Y por qué estás aquí? ¿Dónde está el fantasma del director? —Inquirió Arturo, su mirada fija en el maniquí, intentando captar su atención.
El maniquí, aparentemente molesto por la interrupción, respondió con un tono cortante sin detener sus movimientos repetitivos: — ¿Y quién eres tú para hacerme preguntas?
Antes de que Arturo pudiera replicar, Sir Reginald intervino con la magnificencia que solo un cerdo tan altivo podría reunir: — Este joven mago es conocido como Arturo, el restaurador de estatuas, mi sirviente más leal y un miembro de la familia real de los mares.
Arturo, aprovechando la introducción del cerdo, levantó a Sir Reginald con sus brazos y lo mostró al maniquí: — Y este cerdo es Sir Reginald, un miembro de la alta realeza porcina.
El maniquí, sin mostrar ninguna emoción facial, se detuvo brevemente en su tarea para dirigir una mirada penetrante hacia Arturo y Sir Reginald: — Soy el director de esta escuela, aunque hace ya demasiado tiempo que nadie me reconoce como el fantasma que alguna vez fui. En estos tiempos hay pocos profesores y los maniquís sobran, por lo que no hay razón por la cual ser tan pragmáticos con el uso de los recursos escolares.
Aunque su voz era fría y seria, Arturo percibió un toque de melancolía en sus palabras. La sala, sumida en la extraña rutina de los maniquíes, se llenó de un silencio incómodo mientras el maniquí continuaba con su labor, aparentemente indiferente a la presencia de los recién llegados.
—La rutina de esta habitación se mantiene inalterada desde hace años. Pocos estudiantes parecen notar mi presencia, y la magia que me unía a este lugar se ha desvanecido lentamente con el tiempo, pero no se ha desvanecido lo suficiente —Dijo el maniquí, sus palabras resonaron por la estancia como un eco lejano, rompiendo el silencio que se había formado.
Arturo, intrigado por la historia que el maniquí parecía llevar consigo, decidió indagar más: — ¿Por qué te encuentras aquí? ¿Hay algo que podamos hacer para ayudarte?
El director, aunque inmutable en su aspecto, pareció contemplar la pregunta por un momento antes de responder con una solemnidad que contrastaba con la monotonía de su entorno: — Hay un hechizo antiguo que mantiene esta habitación en su constante estado de repetición. Si lograran romper ese hechizo, podría encontrar la paz y quizás, finalmente, ser recordado como el director que alguna vez fui. No obstante, tú no tienes el poder necesario para lograr esa hazaña.
—Pero…—Medito el director durante unos cuantos segundos— Niño, si de verdad quieres ayudarnos, necesitamos resolver muchos asuntos administrativos que surgieron luego del gran “evento”, cada uno de nosotros necesita ser atendido, incluyéndome. Según el orden establecido, te recomendaría comenzar con los maniquíes más alejados de mi escritorio.
—Director, según lo que mis compañeros me han comentado, la tarea más interesante es la que usted me pueda asignar. Las demás son demasiado repetitivas y aburridas como para malgastar mi tiempo en ellas —Mencionó Arturo, colocando la bolsa de oro que había traído de su hogar sobre el escritorio del director.
—Las reglas son las reglas, y debes comenzar con... —Empezó a responder el director, pero sus palabras se vieron interrumpidas al notar las brillantes monedas de oro que salían de la bolsa que el niño le había entregado —... conmigo. Claro está, al parecer eres un estudiante con muy buenos modales, Arturo. Por lo tanto, haré una pequeña excepción y consideraré que ya has ayudado al resto de los profesores que se encuentran en esta habitación.
—Gracias, director —Respondió el niño con alegría —¿Cuál es mi tarea?
El director guardó la bolsa llena de monedas de oro entre sus túnicas, y abrió uno de los cajones de su escritorio, sacando pergaminos enrollados. Los ojeaba y volvía a guardarlos, mostrando cierta indecisión al elegir uno.
—Mmm… Hay muchas opciones, mucho trabajo. Por desgracia, he visto muy pocos chicos con tu talento desde que el “suceso” ocurrió. Incluso estoy empezando a pensar que eres el primer estudiante al que le encomiendo una tarea desde que ocurrió el dichoso evento.
—¿De qué evento habla, director? —Preguntó Arturo mientras observaba cómo el director continuaba buscando entre los cajones.
—¡La caída de los gremios, por supuesto! El evento más importante que ha ocurrido en siglos —Respondió el director. Finalmente, se decidió por un pergamino especialmente amarillento y se dispuso a entregarlo al niño junto con la siguiente orden:
—Debes entregar este pergamino al antiguo profesor del aula número 4 de estudiantes desechables… el aula para los bufones… al aula abandonada número… ¿Dije bufones?… Sí, bufones… Juraría que hace milenios no usaba la palabra “bufón”. De hecho, ni siquiera recuerdo por qué me suena tan importante haberme olvidado de ella. ¿Tú sabes lo que significa ser un bufón?
—Sí, es alguien que hace bromas —Respondieron Arturo y Sir Reginald al unísono, casi como si hubieran coordinado sus palabras.
—¿Los que hacen bromas?… ¿Bromas?… Bromas —Murmuró el director con calma. Por primera vez, abandonó su trabajo desde que Arturo llegó a esta aula.
—¿Me darán un trofeo por hacer eso? —Preguntó Arturo, arrebatándole el pergamino de la mano al director al ver que este se había quedado absorto en sus pensamientos.
—Sí… Un trofeo… Sí… Ayudarás mucho a tus compañeros, Arturo, y se te premiará por ser un estudiante ejemplar con un reluciente trofeo —Dijo el director, provocando que Arturo se emocionará.
—¡Qué esperas, Arturo, vayamos a entregar ese pergamino! —Chilló Sir Reginald, dando lugar a que el niño comenzara a recitar las palabras mágicas para regresar a la habitación del espejo.
Arturo pronunció las palabras mágicas con destreza, y él y Sir Reginald regresaron a la comodidad de su hogar. Después de un breve descanso y asegurándose de tener todo lo necesario, el joven mago se dispuso a cumplir la tarea asignada por el director. Se encaminó hacia el aula número 4 de estudiantes descartables, un lugar que le resultaba sumamente familiar.
Al aparecer en el aula, una ola de recuerdos inundó la mente de Arturo. Aquel lugar había sido testigo de sus primeros intentos como aprendiz de mago, donde había adquirido las herramientas y conocimientos que lo llevaron a convertirse en el mago que es ahora. La atmósfera estaba cargada de nostalgia y melancolía, como si el tiempo hubiera dejado su huella en cada rincón.
En el centro del aula, yaciendo como un testigo silente de los años transcurridos, se encontraba un maniquí roto y corrompido por el implacable paso del tiempo. Arturo se aproximó con cautela, llevando consigo el pergamino que le había entregado el director. El lugar estaba en silencio, solo interrumpido por el suave crujir de la madera y la tela desgastada bajo sus pies.
—Aquí está el pergamino, profesor —dijo Arturo mientras extendía el documento hacia el maniquí, quien parecía inerte y sin vida.
En el momento en que el pergamino tocó la mano del maniquí, este reaccionó de manera sorprendente. Una energía vibrante recorrió su figura inanimada, sus partes rotas comenzaron a recomponerse y un destello de luz iluminó sus ojos. El maniquí alzó rápidamente la cabeza, mirando en todas direcciones con aturdimiento, como si acabara de despertar de un largo letargo.
La mirada del maniquí se encontró con la de Arturo y Sir Reginald, quien, con su sombrero elegante y monóculo distintivo, destacaba incluso en medio de la extraña escena. El maniquí, con una expresión de asombro y confusión, comenzó a hablar con una voz que resonaba con su aturdimiento:
— ¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú?
— Él es Arturo, y yo soy Sir Reginald. Hemos completado nuestra misión y estamos expectantes de que nos otorgues nuestro ansiado trofeo —Se presentó el cerdo con un aire de dignidad.
— ¿Tu mascota habla? —Se cuestionó el maniquí mientras se agachaba y miraba al cerdo con curiosidad.
— A estas alturas de las circunstancias es obvio mi destreza en tu idioma. Lo que no es obvio es quién eres, puesto que si no lo has olvidado, no te has presentado y mucho menos nos has entregado nuestra recompensa por completar la misión —Replicó el cerdo con un tono demandante.
— Podrías usar tu monóculo en busca de información, Sir Reginald. Este hombre parece tan perdido como nosotros… —Recomendó Arturo.
— Soy León, un profesor de la academia. Estaba dando clases a los alumnos en el aula común cuando de la nada me desmayé y aparecí en esta habitación, la cual estimo que es una de las numerosas aulas abandonadas —Se presentó el profesor.
— Al parecer, verdaderamente eres León, el cobarde, profesor de la academia del aula 4 para estudiantes descartables, un traidor de baja monta que asesinó a muchos de sus compañeros de clase y un hombre de mal corazón que vendió al amor de su vida por unas meras monedas de oro —Replicó Sir Reginald, haciendo retroceder al maniquí unos pasos.
— ¿Quién carajo eres tú? ¿Cómo sabes todo eso? —Gritó el maniquí asustado.
— Nuestros nombres ya te fueron mencionados y tu incapacidad para apreciar nuestro estatus social únicamente demarca el hecho de que malgastamos palabras hablando contigo —Se quejó el cerdo.
—Sir Reginald es un noble con muchos contactos, claramente está muy informado de lo que hacen los plebeyos, y según los rumores, eres un hombre muy malvado, León —Dijo Arturo en un tono acusatorio, mientras infantilmente lo apuntaba con el dedo.
—Soy un buen hombre, un gran profesor, Arturo. Pero no niego que he cometido errores en el pasado, y tampoco niego que no me arrepiento lo suficiente como para ir contando mis secretos a unos desconocidos. Según has dicho, Sir Reginald, yo soy un profesor del aula 4 para estudiantes descartables, pero puedo afirmar que dicha aula no existe en nuestra academia —Argumentó el profesor.
—¡Acaso crees que un plebeyo puede ir refutando lo que manifiesto! ¡Si te digo que eres profesor del aula 4 para estudiantes descartables, entonces eso es lo que eres, sucia rata traidora! —Chilló el puerco mientras se daba la vuelta y se tiraba un fuerte pedo hacia los pies del maniquí.
*Coff*… *Coff*... Tosió el niño mientras retrocedía unos pasos. El maniquí, sin embargo, permaneció inmutable y simplemente se cubrió la mano con la nariz:
—¿Se supone que ahora voy a dar clases en esta habitación polvorienta y destrozada? ¿Acaso mis años de servicio no merecen un mejor trato, Sir Reginald? Por favor, mándame de regreso a trabajar en el aula común; estoy seguro de que los estudiantes a quienes he enseñado pueden defender mi trabajo y carrera docente —Trató de negociar el profesor, el cual, en el aturdimiento de la situación, había conferido al misterioso cerdo parlanchín la habilidad de asignar trabajos.
—Arrodíllate y pídelo bien, ¿no notas que soy un cerdo de alto estatus? —Dijo el cerdo mientras se daba la vuelta con una elegante sonrisa, aparentemente encantado de escuchar a alguien suplicar por su ayuda.
Curiosamente, el maniquí se arrodilló de forma completamente exagerada e incluso comenzó a darle besos en la pezuña del cerdo, provocando que Arturo se tirara al suelo para llorar de la risa. Tras lo cual, el maniquí continuó suplicando:
—Por favor, señor, soy un gran profesor, un gran hombre. He cometido errores, pero nunca he replicado los errores de mi juventud en mis estudiantes. El camino de la traición, la cobardía y el asesinato marcó mi etapa en la academia, pero mis estudiantes se nutren de ello, y me aseguro de que aprendan a no caminar el mismo sendero lleno de dolor que yo he transitado.
—Eres un gran halagador, León, y por ello, tu súplica será escuchada. Sirviente, di las palabras mágicas para que este plebeyo arrepentido pueda cambiar su trabajo —Ordenó el cerdo.
—No puedo hacer eso, este hombre firmó un contrato y se convirtió en profesor. Yo no puedo cambiarlo. Pero creo que solo tenemos que salir de la habitación para que esta aula se restaure y vuelva a ser la que yo conocí durante mi infancia —Respondió Arturo, recordando vagamente cómo trabajaba la oruga en su cuarto.
—¿Tú eres un estudiante?, ¡Vistes como uno! ¡¿Completaste una misión que terminó creando esto? Sí, sí, ahora recuerdo, ¡mencionaste un trofeo! —Exclamó el maniquí, comprendiendo vagamente las palabras de Arturo. No obstante, el niño ya había comenzado a decir las palabras mágicas para retornar a su hogar, y antes de que pudiera reaccionar, el niño había desaparecido.
Tras unos pocos segundos, el niño volvió a aparecer en la habitación, y se dio cuenta de que efectivamente su idea era correcta. El aula estaba tan reluciente como lo había estado cuando él estudiaba; es decir, no era nueva y se notaba el uso, pero sí era funcional, y el maniquí había sido restaurado. Una colorida túnica se encontraba entre su cuerpo y parecía estar a punto de dar una clase, sin embargo, el maniquí no se movía. Aparentemente, el trabajador se había ido, y ahora no se encontraba nadie ocupando la “posición” de profesor.
Con apuro, el niño se acercó al maniquí y le tocó el brazo como buscando despertarlo, tras lo cual el ser reaccionó con un levantamiento de cabeza súbito y una mirada aturdida:
—¿Arturo?, ¿Sir Reginald? Estaba hablando con el director hace unos segundos; aparentemente, ustedes han creado una nueva cátedra y me la han concedido —Exclamó el maniquí con orgullo, mientras miraba con los brazos abiertos y una sonrisa encantadora el aula a donde lo habían mandado— Es sorprendente, según el director, soy uno de los 4 afortunados profesores en recibir esta cátedra, y lo más sorprendente es que no hay ningún alumno que cumpla los requisitos para usarla, por lo que tengo varios años de vacaciones antes de que aparezca mi primera camada de estudiantes. Ciertamente, les debo mucho.
—Me alegra que se alegre, profesor. Pero ¿sabría si me han otorgado mi trofeo? —Se cuestionó Arturo.
—Con lo alegre que estaba el director y lo extraño que es este evento, no tengo ni la menor duda de que es posible que haya un trofeo esperando en tu salón de trofeos. Pero más importante aún, es que has ayudado a 4 personas, Arturo. Te prometo que dedicaré el tiempo libre que me has regalado para tratar de pagar los pecados que he cometido durante mi infancia —Dijo el profesor con una sonrisa.
—Eso sería lo justo —Afirmó Sir Reginald con orgullo—El ladrón, trabaja, el asesino, cría y el violador, protege; cada quien paga su condena como la ley ordena. Por lo demás, debemos despedirnos, León. Mi sirviente y yo aún tenemos otro trofeo que ganar este día.
—¡Hasta luego, profesor! —Saludó Arturo infantilmente, tras lo cual dijo las palabras para regresar a su hogar.
—Hasta luego, Arturo, Sir Reginald. Me han regalado el día más feliz de mi vida. ¡Gracias por todo! —Se despidió León riendo alegremente mientras agitaba su mano con euforia.