La situación en el hogar de Arturo se tornó aún más desoladora con el paso de los minutos, horas y días. Las mascotas, preocupadas y confundidas, no sabían cómo ayudar a su amado dueño a recuperar la cordura que había perdido. Cada intento de acercamiento era rechazado por Arturo, quien parecía atrapado en una pesadilla sin fin.
El niño pasaba sus horas en un estado de letargo, balanceándose de un lado a otro, murmurando palabras incomprensibles y gesticulando como si estuviera tratando de alcanzar algo que solo él podía ver. Las voces en su cabeza lo atormentaban sin piedad, y cada día que pasaba, su mente parecía hundirse más en la oscuridad que rodeaba sus pensamientos.
Desesperadas por la situación, las mascotas trataron de mantener a salvo al niño, evitando que se lastimara nuevamente. Se turnaban para mantenerlo vigilado, y Pompón, en particular, no se alejaba de su lado.
El conejo se sentía especialmente culpable por la situación de Arturo. A pesar de haber recuperado su aspecto rejuvenecido y juguetón, no podía darse el lujo de celebrarlo, puesto que la frustración del momento y la bronca consigo mismo se lo impedían. Por desgracia, Pompón se vio obligado a ser el principal apoyo de su protegido, no obstante la tarea era complicada, y observar a Arturo en este estado le destrozaba el corazón, y se culpaba a sí mismo por no poder ayudar más.
Durante este tiempo difícil, Arturo alternaba entre momentos de completa desorientación y frenéticos episodios de violencia contra sí mismo. Las voces en su mente persistían, eran susurros crípticos y sombríos que lo llevaban al borde de la locura. El niño luchaba con todas sus fuerzas para encontrar un atisbo de claridad en medio de la tormenta que asolaba su mente. Los días se convirtieron en una tortuosa rutina. Arturo apenas comía y rara vez dormía, sumido en una lucha constante contra las voces que invadían su mente. Las mascotas se turnaban para cuidarlo, pero su impotencia era evidente.
En medio de este tormento, Arturo tuvo momentos de lucidez intercalados con sus episodios de delirio. Durante esos momentos, se daba cuenta de lo que estaba sucediendo, lo que lo llenaba de desesperación. Luchaba por recuperar su cordura, pero las voces en su cabeza eran incesantes, y los recuerdos perturbadores que lo atormentaban eran difíciles de superar.
Con el corazón roto por la transformación de Arturo, las mascotas no se rindieron. Continuaron a su lado, sin importar cuántos regaños e insultos recibieran del enloquecido niño. Su amor y lealtad eran inquebrantables, y seguían creyendo que en algún lugar dentro de ese atormentado niño, el verdadero Arturo seguía existiendo. Pompón era quien más luchaba para recuperar la conexión perdida. A pesar de los constantes rechazos de su protegido, Pompón no se daba por vencido. Pasaba horas sentado junto a Arturo, contándole historias felices que narraban disimuladamente la vida de Arturo, tratando de avivar los recuerdos de su infancia. Pero, día tras día, el niño empeoraba y sus esfuerzos parecían inútiles.
El tiempo pasaba, y Arturo continuaba atrapado en su propia pesadilla. Las mascotas no perdían la esperanza y seguían buscando formas de ayudarlo. Copito le pedía a los minihumanos que realizaran ofrendas intentando complacer a los demonios que azolaban al niño para calmar las voces en su cabeza. Tentaculín trató de usar su apéndice para acariciar la cabeza del niño y transmitirle paz. Pero, una vez más, los resultados eran decepcionantes.
Arturo se debatía la vida en una batalla interior, atrapado entre la realidad y las voces que lo atormentaban. A veces, parecía estar a punto de recuperarse, pero a los pocos minutos, su cordura volvía a desvanecerse en una maraña de paranoia y delirios.
Pese a los constantes fracasos y el nulo avance, Pompón no se dio por vencido.
—Arturito, soy yo, Pompón. Tu viejo amigo. No te abandonaré. Estoy aquí para ayudarte a recuperarte—Susurraba Pompón con cariño, mientras acariciaba la mejilla de Arturo.
Arturo parpadeó, tratando de enfocar su mirada en el conejo. Sus ojos rojos reflejaban una profunda tristeza. Pero la conexión con la realidad era frágil y se desvaneció en un instante. Las horas se alargaron y dentro de poco las fechas importantes estaban por llegar, no obstante nada parecía estar cambiando en Arturo, y su sufrimiento se volvía aún más evidente.
Pompón y las demás mascotas no se rindieron, sabían que estaban en una carrera contra el tiempo. Continuaron tratando de acercarse a Arturo, buscando recordarle quiénes eran y el amor que compartían. Pasaron horas junto al niño, hablándole en susurros, contándole historias de sus aventuras juntos, y recordándole los momentos felices que habían compartido. Arturo, en medio de su agonía, ocasionalmente respondía a sus mascotas. A veces, una sonrisa débil cruzaba su rostro, y parecía estar de vuelta por un breve momento. Pero estos destellos de claridad eran fugaces y se desvanecían tan rápido como aparecían.
Los días se convirtieron en una pesadilla interminable para todos en el hogar, una batalla contra las sombras que habían invadido la mente de todas las criaturas de este lugar. Pompón y las demás mascotas estaban agotadas, pero no se negaron a rendirse ¡Su amor por Arturo era inquebrantable!
Una noche, como todas las demás, Pompón se acercó a Arturo una vez más. Esta vez, su mirada estaba llena de determinación y confianza:
—Arturo, por favor, escúchame. Sé que estás atrapado entre dos mundos, pero yo estoy aquí para ayudarte. No importa cuánto tiempo nos lleve, superaremos esto juntos—Dijo Pompón con una voz suave y llena de ternura.
Arturo parpadeó, como si luchara por emerger de las sombras que lo habían envuelto. Miró a Pompón, y en sus ojos, por un instante, se reflejó un destello de reconocimiento.
—Pompón... ¿Tú eres mi amigo, verdad?—Murmuró Arturo con voz débil.
El conejo asintió con lágrimas en los ojos—Sí, Arturito, soy tu amigo. Siempre lo he sido y siempre lo seré.
La noche continuó, y Arturo y Pompón hablaron en susurros. El conejo compartió historias de sus aventuras, anécdotas y recuerdos. Arturo escuchó con atención, y poco a poco, las sombras en su mente comenzaron a ceder. La voz susurrante se desvaneció, y la claridad volvió a sus pensamientos.
—Pompón... estoy asustado. No sé qué ha pasado, pero sé que estoy rodeado de amigos que me aman. No quiero perderlos, pero al mismo tiempo sé que ellos solo quieren hacerme daño—Dijo Arturo con lágrimas en los ojos.
Pompón acarició la mejilla de Arturo con su suave patita—Nada malo te pasará, Arturo. Estamos aquí contigo, y juntos superaremos cualquier desafío que se nos presente. Eres fuerte, y tu amor por nosotros es tu mayor fortaleza.
Las horas transcurrieron, y Arturo finalmente pudo dormir en paz. Pompón y las demás mascotas se acurrucaron a su lado, cuidando de él con amor y cariño. El proceso de recuperación sería lento, pero la voluntad de Arturo y el amor de sus amigos habían logrado lo que ningún medicamento o tratamiento podría hacer.
Mientras Arturo dormía, una sensación de calma se apoderó de él. En su sueño, se encontró en un lugar encantador y exuberante, rodeado de una exótica vegetación y árboles frondosos. Los colores vibrantes y la música alegre llenaban el aire, creando una atmósfera natural y llena de vida. El sol se filtraba a través de las frondosas hojas de la selva, creando un mosaico de luz y sombra en el suelo cubierto de hojarasca. El aire estaba lleno de sonidos misteriosos, desde el canto de aves exóticas hasta el zumbido de insectos desconocidos. Arturo se adentraba cada vez más en el corazón de la selva, maravillado por la belleza y la inmensidad de este paraje.
La vegetación era exuberante y variada. Gigantescos árboles se alzaban hacia el cielo, con raíces que se entrelazaban como las costuras de un tapiz natural. Lianas colgaban enredadas, ofreciendo a Arturo la posibilidad de balancearse de una a otra como el auténtico Tarzán. Plantas de colores vibrantes bordeaban su camino, algunas desconocidas para él y otras que parecían salidas de los libros de historia fantasía que solía leer en su niñez. El niño caminaba con cautela, maravillado por la diversidad de vida que se desarrollaba en este ecosistema. Cada paso que daba le recordaba a los exploradores y aventureros que había leído en las historias. Se sentía como si hubiera sido transportado a un mundo de cuento de hadas.
*Wush, Wush*...Fue entonces cuando Arturo escuchó un sonido peculiar entre el murmullo de la selva. Un chasquido seguido de un susurro de hojas lo hizo detenerse. Giró la cabeza, buscando la fuente del ruido. Para su sorpresa, un mono travieso y curioso estaba observándolo desde una rama cercana. El mono tenía un pelaje de color dorado que brillaba bajo los rayos del sol. Sus ojos, de un vibrante color verde, parecían chispear con inteligencia y diversión. Tenía una expresión juguetona en el rostro, como si estuviera a punto de realizar una travesura.
—¡Hola, Arturo!—Exclamó el mono con una voz que irradiaba alegría y energía—¿Qué te trae a esta selva?
Arturo quedó perplejo ante la presencia del mono parlante. No había visto nada parecido en su vida, pese a que las leyendas acerca de este mono eran muchísimas. El mono, sin embargo, no parecía sorprendido en absoluto de la presencia de Arturo. En lugar de eso, tenía una mirada de complicidad, como si estuviera a punto de revelar un secreto emocionante.
—Lo siento si te sorprendí—Dijo el mono mientras se balanceaba de una liana a otra con una destreza impresionante—Mi nombre es Banano, pero muchos me conocen como ‘el mono que habla’. Estoy aquí para hacerte una pregunta importante. ¡¿Estás listo para la aventura?!
Arturo, aunque desconcertado por la inusual situación, no pudo evitar sentirse intrigado. El entusiasmo y la vitalidad de Banano eran contagiosos. Por lo que el joven decidió darle una oportunidad a esta extraña experiencia y asintió:
—Sí, estoy listo para la aventura, Banano. ¿Qué tienes en mente?
Banano sonrió ampliamente y, con una destreza increíble, arrojó una banana a Arturo. La fruta amarilla voló por el aire y aterrizó en las manos de Arturo. La sorpresa y la incredulidad se reflejaron en su rostro mientras sostenía la banana.
Banano aplaudió y dio un salto emocionado en su rama.
—¡Bien hecho! Ahora, la aventura comienza. Pero antes, debes saber que esta selva esconde secretos oscuros y desafíos que fácilmente podrían costarte la vida. ¿Estás dispuesto a explorar, aprender y, sobre todo, divertirte?
Arturo miró la banana en sus manos y con cierta desconfianza decidió darle un mordisco, solo para decepcionarse al descubrir que era una fruta deliciosa, pero bastante normal. Luego, el niño contempló a la alegre criatura llamada Banano, el mono parlante que parecía llevar consigo un aura llena de misterio. Tomó una decisión y respondió con una sonrisa:
—Sí, Banano. Estoy dispuesto a embarcarme en esta aventura.
La jungla cobró vida con una sinfonía de sonidos y colores mientras Arturo y Banano se adentraban en la selva. El follaje se espesaba a su alrededor, creando un dosel verde que bloqueaba la mayoría de los rayos del sol. Rayos de luz filtrados iluminaban el camino, revelando la riqueza de la vida silvestre que habitaba en la selva. Arturo se maravillaba con cada criatura que cruzaba su camino: aves de colores brillantes, mariposas exóticas y animales juguetones que imitaban a Banano en su actitud traviesa.
Banano saltaba de rama en rama, guiando a Arturo a través de la densa vegetación. Había un ritmo en la selva, un palpitar constante de vida y movimiento. Arturo sentía la energía de la naturaleza a su alrededor, como si la selva misma lo hubiera acogido en su seno.
—¿Qué tipo de aventura estamos buscando, Banano? —Preguntó Arturo mientras seguía al mono a través de la espesura.
Banano se detuvo y miró a Arturo con una sonrisa enigmática:
—La aventura que buscas, Arturo, es la aventura de descubrirte a ti mismo. La selva es un lugar fantástico, lleno de secretos y maravillas, pero su mayor misterio eres tú. Aprenderás más sobre quién eres y quién puedes ser mientras exploramos este sitio.
La respuesta de Banano hizo eco en el corazón de Arturo. Si bien no sabía qué significaban exactamente las palabras del animal, sintió que esta aventura en la selva tenía un propósito especial, y que si este mono había aparecido debía ser por algo.
A medida que avanzaban, Arturo notó que la selva se volvía aún más salvaje y primitiva. Los árboles se volvían más altos, las lianas más largas y las criaturas más exóticas. Algunos árboles parecían tener siglos de antigüedad, sus raíces retorcidas se entrelazaban formando estructuras impresionantes.
Banano de vez en cuando le contaba historias de la selva, de héroes y criaturas míticas que se habían perdido en lo profundo de la jungla. Sus relatos eran oscuros y poco alegres. Pero de todas formas, Arturo escuchaba atentamente, tratando de comprender cuáles eran las intenciones del mono.
Casi sin percatarse del hecho, lo que inició como una caminata por la selva se convirtió en toda una expedición. Y cuando Arturo pudo recobrar el sentido del tiempo, ya había pasado días explorando la selva, cruzando ríos y desafiando obstáculos naturales. La relación entre Arturo y Banano crecía con cada día que pasaban juntos, pese a ello la relación no siempre creció para el lugar correcto. Banano constantemente lo arrastraba hacia las profundidades del bosque y lo seducía con la belleza de la naturaleza que lo rodeaba, no obstante su actitud siempre alegre y traviesa término incomodando a Arturo, el cual ya había empezado sospechar que había algo extraño en este simpático mono.
Una noche, mientras descansaban en una clara cerca de un río, Banano se sentó junto a Arturo y miró las estrellas brillantes en el cielo:
—Las estrellas son como las historias que vivimos, Arturo. Cada una de ellas cuenta un fragmento de nuestra vida, un capítulo de nuestra aventura. Las estrellas también nos recuerdan que somos parte de un universo vasto y misterioso.
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Arturo observó las estrellas y se sintió pequeño ante la inmensidad del cosmos.
—Banano, esta aventura ha sido increíble, pero todavía no entiendo completamente por qué estamos aquí, y porque estamos demorando tanto tiempo en encontrar lo que vinimos a buscar—Confesó Arturo.
El mono sonrió y señaló hacia un árbol cercano donde se mecía una rama llena de frutas jugosas:
—Toma una de esas frutas, Arturo. Comerla te ayudará a comprender mejor el propósito de nuestra aventura.
Sintiéndose un poco incómodo por la respuesta esquiva, Arturo siguió la sugerencia de Banano y cogió una de las frutas. Era de un color dorado y despedía un aroma dulce y tentador. Dio un mordisco y la dulzura llenó su boca. La fruta era deliciosa, pero también parecía tener un sabor especial, un sabor que despertó sus sentidos de una manera única.
Mientras saboreaba la fruta, Arturo sintió el sabor cálido y metálico de la sangre escurriéndose por su boca, mientras sus instintos percibían como una conexión con la selva a su alrededor comenzaba a formarse, casi como si se estuviera fusionando con el entorno. Un poco asustado por la corazonada de que esta fruta no era para nada simple, Arturo decidió no seguir comiéndola y la tiró al suelo del bosque, mientras que con apuro retorno hacia el mono, fingiendo que simplemente la fruta no le había gustado.
La noche pasó en un estado de serenidad, y Arturo durmió bajo un dosel de estrellas, sintiendo constátente como una serie de ojos curiosos y para nada amigables los acechaban desde los arbustos a su alrededor. Pese a ello, el cansado niño se desmayó en el suelo y solamente recobró la conciencia al amanecer, cuando Banano lo despertó con entusiasmo:
—¡Es hora de continuar nuestra aventura, Arturo! La selva tiene mucho más que mostrarte.
Arturo se levantó con un corazón lleno de dudas, pese a ello encontró la determinación que necesitaba en la sonrisa del travieso mono. La selva, con su belleza y sus secretos, se extendía ante él. La aventura continuaba, y Arturo estaba listo para enfrentar lo que vendría a continuación.
Pasaron las horas y Arturo seguía caminando en la selva, siguiendo al alegre mono a un lugar incierto y aparentemente inexistente. La vegetación densa y el calor sofocante rodeaban al niño, creando una atmósfera opresiva. El camino se volvía cada vez más peligroso y el mono no ayudaba en lo absoluto, le pedía a Arturo que saltara sobre troncos resbaladizos, sobre riachuelos llenos de sanguijuelas molestas y lo invitaba a caminar sobre lo que parecían ser los nidos de las codiciosas hormigas de la selva.
A medida que el viaje se hacía más tortuoso, Arturo comenzó a sentir como una serie de susurros inquietantes y advertencias fugaces se filtraban a través de la espesura de los árboles a su alrededor, pero Arturo no podía ver a nadie entre la densa selva. Su corazón le gritaba a gritos que debía dejar de seguir al molesto mono. Pese a ello, Banano, con su risa alegre y su parloteo constante, se las ingeniaba para guiar a Arturo más profundamente en la selva, con la promesa de que tras los infinitos árboles que los envolvían se encontrara algo que realmente valiera la pena encontrar. Por lo que, Arturo se sentía atrapado entre el deseo de obtener “lo que valía la pena” y el dolor de su cuerpo, el cual no paraba de gritarle a los cuatro vientos que escapara de esta selva.
Con el tiempo, Arturo comenzó a dudar si el mono era alegremente ignorante de lo que le pasaba, o si en realidad disfrutara de su sufrimiento. En lugar de guiarlo por los senderos seguros, parecía llevarlo directamente a situaciones peligrosas. Las caídas y los golpes se volvieron frecuentes, y Arturo se lastimó repetidamente mientras la infinita marcha continuaba. Ante las quejas del niño, el mono insistía en que continuará, prometiendo que la recompensa valdría la pena.
Tras unos cuantos días de caminata, el tiempo dejó de tener sentido para Arturo. Los días y las noches se mezclaban en un ciclo sin fin. El hambre y la sed se apoderaron de él, pero el mono no permitía que se detuviera ni por un momento. Las heridas en su cuerpo se multiplicaron, y su ropa se rasgó y ensució hasta dejarla irreconocible. Arturo sentía que la selva misma parecía estar en su contra, y los sonidos espeluznantes que la rodeaban no ayudan a tranquilizar al asustado niño.
En este punto de los acontecimientos, Arturo empezó a cuestionarse su propia cordura ¿Por qué seguía siguiendo al mono? ¿Por qué no se detenía y buscaba su propio camino? ¿Acaso era idiota? Pero algo en la mirada del mono lo mantenía cautivo. Esa mirada inocente e infantil, esos gestos ridículamente extraños y sus palabras alegremente confusas lo cautivaban, como si fuera víctima de una especie de hechizo seductor.
Finalmente, en su camino por la frondosa selva, Arturo se encontró con un río oscuro y pestilente, el cual no tenía nada de especial además de su mal aspecto, pero Banano se mostraba emocionado por encontrarlo, por lo que no parecía ser un simple río. El agua del río, más parecida a un líquido viscoso y fétido, fluía lentamente a través de la selva, sin dar indicios de su naciente, ni mucho menos de su final.
A medida que se acercaba, el niño podía sentir cómo el olor penetraba sus sentidos, envolviéndolo con una fragancia putrefacta. La selva parecía cobrar vida en formas extrañas y grotescas en sus alrededores, como si el mismo lugar se rebelara contra la presencia de Arturo.
—¡Bebe!—Dijo Banano en un tono travieso, pero su voz tenía una seriedad subyacente que Arturo no podía ignorar. La mirada inmutable del mono lo forzó a obedecer, a pesar de sus dudas. La supervivencia en la selva había dependido en gran medida de la sabiduría del mono, y Arturo había llegado a confiar en sus decisiones erráticas, pese a que esa confianza se estaba desmoronando con el paso del tiempo.
Lo cierto es que aunque las dudas ya estaban presentes en la mente del niño, habiendo realizado semejante viaje para llegar a este punto solo para darse la vuelta a último momento, no era una opción válida. Por lo que Arturo juntó coraje y se preparó para probar esta agua misteriosa, confiando en que este sería el final de su tortuosa marcha por la jungla.
Arturo se inclinó hacia el río y recogió un poco de agua en sus manos temblorosas. Cuando la sustancia espesa tocó su piel, pudo sentir una especie de frío que se deslizaba por sus manos. La sensación era completamente incómoda, como si algo dentro del agua intentara adherirse a él. A pesar de ello, decidió seguir adelante y llevar sus manos a sus labios.
El primer sorbo fue un tormento para sus papilas gustativas. El sabor del agua era repulsivo, como una combinación de moluscos rancios y leche podrida. Arturo luchó por no vomitar. Mientras tanto, Banano le observaba atentamente con sus ojos inyectados de un conocimiento secreto. Los dientes amarillentos y desprolijos del mono parecían chocar entre sí, casi como si disfrutara de la tortura que Arturo estaba experimentando.
Cada sorbo subsiguiente provocaba un malestar aún mayor en el estómago de Arturo, como si su interior se retorciera en protesta. Mientras el líquido viscoso recorría su garganta, sus músculos se tensaban, y un sudor frío y pegajoso empapó su frente. Aunque el agua tenía un sabor nauseabundo, el niño se dio cuenta de que no podía detenerse. Algo en la mirada de Banano le decía que debía continuar, y por desgracia el sabor de esta agua rancia lo impulsaba a seguir bebiéndola, había quedado atrapado en una especie de adicción enfermiza por este nauseabundo líquido.
El interminable río oscuro se extendía ante ellos, y Arturo se vio obligado a beber más y más, sintiendo cómo su garganta se contraía y su estómago se revolvía. La náusea lo envolvía como una manta pegajosa, pero Banano seguía observando con una especie de deleite travieso y a la vez incómodo. Su mirada era compleja, era como si el mono disfrutara de su tormento, pero al mismo tiempo no fuera consciente del mismo.
Con cada sorbo, Arturo comenzó a sentir cambios en su cuerpo. Una picazón incómoda recorrió su piel mientras comenzaba a pelarse por su cuenta, como si se estuviera pudriendo a simple vista. Su visión poco a poco se volvió borrosa, y la selva a su alrededor comenzó a volverse más oscura y solitaria de lo que antes parecía. Los sonidos de la selva comenzaron a distorsionarse; los ruidos de las aves se volvieron los espeluznantes lamentos de otros niños que se perdieron en esta selva y el viento chocando contra las hojas de los árboles se transformó en los murmullos de quienes fueron engañados por este inusual mono parlante.
Finalmente, las extremidades del niño se volvieron pesadas, y sus movimientos se hicieron torpes, cada vez le era más complicado seguir tomando el líquido putrefacto. No obstante, su codicia por el líquido lo impulsaba a intentar tomar un trago más. Mientras esto ocurría, Banano seguía observando con una sonrisa burlona en su rostro peludo, sin la más mínima intención de ayudar al niño.
—Sigue tomando, solo debes beber un poco más, Arturo…—Murmuró el mono en un tono que resonó en la mente de Arturo como una orden absoluta.
A pesar de su sufrimiento, Arturo no pudo resistirse, se había vuelto adicto a beber esta sustancia. Levantado sus manos con esfuerzo, tomó otro sorbo del agua espesa y viscosa. Cada trago lo arrastraba más profundamente en un viaje sin retorno. A medida que la intoxicación por el agua aumentaba, Arturo comenzó a ver cosas que no podían ser reales. Criaturas grotescas y horrores indescriptibles se movían en las sombras de la selva. Los árboles retorcidos parecían susurrarle las tragedias que habían presenciado, y el cielo se volvía una maraña de colores distorsionados. La línea entre la realidad y su imaginación se desdibujaba, pero lamentablemente Arturo no tenía forma de escapar de este destino.
Banano seguía alentándolo, instándolo a beber más del agua maldita. Su voz resonaba en la mente de Arturo como un eco lleno de locura. El mono parecía disfrutar de su sufrimiento, y cada sorbo lo sumía más profundamente en la oscuridad. Arturo luchaba por seguir bebiendo, pero sus piernas temblaban y amenazaban con ceder bajo su propio peso. Finalmente, Arturo no aguanto más y se desplomó en suelo, su cuerpo no tenía la fuerza para poder seguir tomando el siniestro líquido de color negro, pese a que su mente solo pensaba en poder saborear otro nauseabundo trago.
El tiempo se convirtió en un concepto abstracto para Arturo. No podía decir si habían pasado horas o días desde que se tumbó en la orilla del río oscuro. Pero su cuerpo estaba cada vez más demacrado, sus fuerzas menguaban, pero la sed implacable e incesante lo obligaba a continuar despierto, incapaz de descansar un mísero segundo, sumido en el incansable placer que le generaba pensar en tomar solo un poco más del nauseabundo líquido que fluía a unos pocos centímetros. En medio del delirio, Arturo se dio cuenta de que no podía recordar cómo había llegado a la selva en primer lugar. Su vida, sus recuerdos, todo se había desvanecido como si su propia alma hubiera sido arrastrada por el agua del río. Solo quedaba él, el alegre mono y la distorsionada selva.
Banano se acercó a él, y comentó con un tono triunfante:
—Lo has hecho, Arturo. Has bebido lo suficiente. Ahora, tu verdadera prueba comienza.
La mente de Arturo era un torbellino de confusión. No podía comprender las palabras de Banano, pero sabía que algo extraño estaba a punto de ocurrir. El mono extendió una garra peluda y la posó en la frente de Arturo, y de repente, todo se volvió oscuro.
Cuando Arturo recobró la conciencia, se encontró en medio de la selva. Estaba agotado, herido y lleno de miedo. Miró con desesperación al mono mirándolo con curiosidad sobre una de las lianas. Pero el mono no habló. En cambio, arrojó algo hacia Arturo.
Una banana.
Arturo la atrapó instintivamente, pero no podía entender lo que estaba sucediendo. La banana parecía completamente normal, pero el silencio del mono era molesto. La mirada del mono se volvió más intensa, como si estuviera esperando que Arturo hiciera algo.
Confundido, Arturo comenzó a pelar la banana. Cada movimiento que hacía era seguido atentamente por el mono. Cuando finalmente la banana estuvo pelada, Arturo la sostuvo en sus manos, sin saber qué hacer.
El mono habló por primera vez en mucho tiempo. Su voz era suave y su tono estaba lleno de una curiosidad oculta:
—Cómetela.
Arturo dudó por un momento, pero el mono seguía mirándolo fijamente. Con un nudo en el estómago, Arturo mordió la banana y comenzó a comerla. El sabor era dulce y delicioso, pero la sensación que lo invadió fue completamente diferente.
A medida que masticaba, Arturo sintió un intenso ardor en su garganta. El sabor se volvió amargo y desagradable, y una sensación de náusea lo inundó. Trató de escupir la banana, pero el mono lo miraba con una expresión de triunfo en su rostro.
Arturo se sintió invadido por un terror indescriptible. Había caído en una trampa mortal tendida por el mono. Las palabras de advertencia que había ignorado durante su odisea en la selva finalmente cobraron sentido.
El ardor en su garganta se intensificó, y Arturo comenzó a jadear por aire. Sus pulmones se llenaron de un dolor agudo, y se tambaleó hacia atrás. El mundo a su alrededor se volvió borroso y oscuro, y el mono continuaba mirándolo con una sonrisa retorcida.
Fue al ver esa desagradable sonrisa que Arturo llegó a un punto de quiebre. Ya no podía soportar la tortura de este desgraciado mono y de esta selva opresiva. Ya no podía tolerar sentir como sus fuerzas se agotaban, y mucho menos iba a seguir permitiendo ver cómo su mente se desmoronaba. La desesperación que se había apoderado de él se transformó en un odio intenso, y finalmente, se volvió hacia Banano, el mono travieso que lo había llevado a esta tortura.
Con un grito de rabia, Arturo se lanzó sobre el mono, sus manos agarraron la cola de Banano con ferocidad. La expresión de sorpresa en el rostro del mono se desvaneció rápidamente cuando Arturo comenzó a golpearlo, liberando toda su ira y frustración acumulada. Banano intentó defenderse, pero Arturo estaba cegado por la locura y la desesperación.
Los golpes de Arturo llovieron sobre el mono, y sus gritos de angustia llenaron la selva retorcida. Banano, que una vez había sido su alegre guía, ahora era el objeto de su furia desenfrenada. El mono luchó por liberarse, pero Arturo estaba decidido a destruirlo, y sus duros golpes arrastraban un odio salvaje que había acumulado durante días.
Finalmente, después de una violenta lucha, Arturo logró desfigurar el rostro del mono a tal punto que era indudable que la vida de Banano se había extinguido. El mono yacía inmóvil en el suelo, su cuerpo inerte, irreconocible y ensangrentado. Agotado por la lucha, Arturo se desplomó de rodillas al suelo y notó cómo el mundo a su alrededor se volvió borroso y oscuro hasta que finalmente perdió el conocimiento.
Los minutos, las horas y los días se arrastraban lentamente mientras el niño dormía en el cómodo suelo de la selva. Sin embargo, tarde o temprano, una inusual sensación lo sacó de su sueño. Como era común en la selva, la lluvia comenzó a caer, y las gotas de agua golpearon su infantil rostro. Arturo, extrañado, notó que estas gotas de agua parecían más cálidas de lo habitual y tenían un sabor extrañamente ácido.
Con una repentina sacudida, Arturo abrió los ojos solo para descubrir que el travieso mono, Banano, estaba de pie frente a él, con su peculiar actitud juguetona. Pero en esta ocasión, Banano estaba realizando una travesura un tanto inusual. El niño observó con sorpresa mientras el mono estaba con el pene al aire, meándole en la cara.
Arturo, furioso y asqueado por la inusual travesura de Banano, intentó atrapar al mono de un salto. Sin embargo, se sorprendió al descubrir que Banano era sorprendentemente ágil y escurridizo. El mono se deslizó entre sus dedos y se movió con una agilidad asombrosa, escapando de su alcance.
En cuestión de segundos, Banano ascendió a un árbol cercano, riendo alegremente mientras se balanceaba en las ramas. Desde su posición elevada, miró hacia abajo a Arturo y dijo:
—¡Lo lograste, Arturo! Has superado la prueba y has aprendido la lección que necesitabas aprender para continuar tu hermosa infancia.
Arturo, completamente aturdido por la extraña situación, miró al mono con incredulidad:
—¿Lección? ¿De qué mierda estás hablando, Banano?
El mono siguió riendo mientras se columpiaba en las ramas:
—Aprendiste que en la vida, a veces te enfrentarás a situaciones desafiantes y tendrás que superar tus propios prejuicios y miedos. Esta era una prueba para ver si eras lo suficientemente valiente y fuerte para seguir adelante.
Arturo, enojado y confundido, recogió algunas ramas del suelo y las arrojó hacia el mono:
—¡Eres un mentiroso, Banano! ¿Cómo puedes decir que esto fue una lección? ¿Prejuicio? ¿Miedos? Me measte en la cara y por poco me matas, ¡eso no es una lección, rata traidora!
Banano esquivó las ramas con facilidad y continuó riendo mientras explicaba su perspectiva:
—A veces, Arturo, las lecciones en la vida no son lo que parecen a primera vista. Pero ya has demostrado tu fortaleza y tu capacidad para enfrentar los desafíos inesperados que tarde o temprano tendrás que afrontar. ¡Escucha bien, niño, y no te atrevas a olvidar mis palabras! Lamentablemente, no puedes hacer nada para evitar a la gente que te busque para aprovecharse de ti, por lo que es importante que aprendas a dejar de temerles a estas personas y comprendas que siempre puedes desfigurarles el rostro con tus puños si notas que abusan de tu confianza. ¡La vida es para quienes se atreven a vivirla! ¡Y si confías en tus puños, no deberás confiar en nadie más! ¡Eso es lo que importa!
El niño, frustrado y enojado, se dio cuenta de que el obstinado mono tenía cierta razón desde un punto de vista demasiado retorcido para considerar sus enseñanzas como una “gran lección”. Pero lo cierto es que tras esta experiencia traumática, Arturo no tenía duda alguna que si algún día se cruzaba con alguien como esté molesto y travieso mono, le desfiguraría el rostro a patadas.
Con la lección aprendida, Arturo se desmayó bruscamente en el suelo de la selva, casi como si un interruptor se hubiera activado en su cerebro.