Pasaron unos días, aproximadamente media semana, el día de hoy Arturo se hallaba inmerso en una misión con el objetivo de obtener un nuevo trofeo. La tarea en cuestión consistía en asistir al estudiante fantasma que frecuentaba el aula de los alumnos prometedores de la clase 4. Para completarla, debía embarcarse en una serie de tareas tediosas y repetitivas que implicaban descubrir diversos objetos ocultos en el aula.
La misión, en sí misma, no presentaba ningún riesgo y el hecho de que el aula siempre estuviera desierta, sin que ningún estudiante mostrara interés en visitar ese lugar, facilitaba la ejecución de las tareas. No obstante, resultaba irritante tener que buscar objetos para un fantasma que, evidentemente, no podía sujetar esos objetos con sus manos.
—Bien, Arturo… Has encontrado el lápiz sin punta… Felicidades…—Mencionó el fantasma del estudiante fallecido. A pesar de la falta de entusiasmo que caracterizaba a los fantasmas, la voz resonó en el aire, agradeciendo de alguna manera los esfuerzos de Arturo.
El fantasma del estudiante, envuelto en túnicas negras que parecían absorber la luz circundante, exhibía un aspecto verdaderamente fantasmagórico. Su figura etérea se desdibujaba ligeramente, como si estuviera formada por la esencia misma de la oscuridad. La capa de niebla que lo envolvía le confería una apariencia etérea, difuminando los contornos de su presencia con cada movimiento. Sus ojos, sin vida y opacos, destilaban una melancolía profunda que contrastaba con la vitalidad que una vez tuvieron. La expresión perdida en su rostro denotaba la desconexión con el mundo de los vivos, como si estuviera atrapado en una perpetua ensoñación que lo separaba de la realidad.
Mientras flotaba de un lugar a otro en el aula, su movimiento carecía de la gracia terrenal que solía caracterizar a los vivos. En cambio, su desplazamiento era suave y etéreo, como si desafiara las leyes de la física, deslizándose sin esfuerzo a través del espacio. La túnica negra ondeaba sutilmente, siguiendo la corriente invisible que acompañaba sus movimientos.
—¿Necesitas que encuentre algo más, Tom? —Preguntó Arturo con monotonía, como si esta pregunta ya se hubiera formulado cientos de veces.
—Sí, Arturo… Gracias por tu ayuda… Necesito el libro que solía utilizar mi profesor... ¿Puedes encontrarlo por mí? —Mencionó el fantasma llamado Tom. Aunque su voz resonaba en el aire para expresar gratitud por el trabajo de Arturo, su rostro permanecía inmutable, incapaz de transmitir emociones más allá de la nostalgia y la resignación.
—Claro que podemos. ¿Cómo era el libro de tu profesor? —Preguntó Pompón.
—Era grande, pesado, con muchas hojas y siempre estaba abierto… Nunca lo vi cerrado… —Murmuró el fantasma con agonía.
Siguiendo las pistas, Pompón, Arturo y las mascotas se adentraron en la búsqueda del libro en la vasta aula. Sin embargo, la tarea no era tan sencilla como podría parecer. El aula era muy grande y podía albergar cómodamente a unos 50 alumnos, pero ahora yacía en un estado de caos casi surrealista.
El suelo estaba abarrotado de objetos misceláneos, como si una intensa batalla hubiera tenido lugar en esta habitación. Los pupitres yacían rotos y desordenados, cada uno contando su propia historia de encuentros tumultuosos. Las sillas pendían de los tablones de madera que constituían el techo del aula, creando una visión inquietante donde uno nunca sabía si una de estas sillas le caería encima.
El pizarrón, que alguna vez fue el lienzo de ideas y conocimientos, ahora estaba fragmentado en trozos dispersos por el piso de piedra del lugar. Cada esquina del aula parecía susurrar historias de días pasados, donde el bullicio estudiantil resonaba en cada rincón. Mientras que la luz que se filtraba tímidamente a través de las ventanas polvorientas acentuaba las sombras que danzaban entre los restos de muebles y objetos desordenados.
La búsqueda consistía en una exploración entre las ruinas de lo que alguna vez fue llamado aula, donde la magnitud del desorden desafiaba cualquier lógica. Entre los objetos caídos y el silencio opresivo, Arturo y Pompón continuaron su misión con determinación, buscando el libro perdido en un aula que parecía contener los vestigios de una era olvidada.
A medida que Arturo avanzaba en la tarea, el fantasma observaba con una quietud sombría, como si estuviera absorto en una contemplación perpetua.
Transcurrió una larga y pesada hora, pero el libro no aparecía, por lo que todos se pusieron a buscar en los lugares más recónditos del aula. Inclusive Antejitos buscaba en el techo y Copito debajo de los escombros.
Fue entonces, mientras exploraban entre los restos, que Pompón, con su aguda visión y curiosidad de conejo, descubrió un montículo de escombros en una esquina del aula. Con destreza, comenzó a escarbar entre los objetos desordenados, emitiendo un chillido de triunfo cuando sus garras tocaron algo más sólido. Entre trozos de madera y hojas de papel desgarradas, Pompón extrajo con brusquedad el libro que el fantasma Tom había solicitado.
—¡Aquí está, Arturo! —Exclamó Pompón, sosteniendo el libro entre sus patitas y entregándolo a Arturo con una mirada juguetona en sus ojos.
Arturo, sorprendido por la habilidad de Pompón para hallar el objeto entre el caos, recibió el libro con gratitud. El tomo, a pesar del entorno desolado, parecía conservar una cierta majestuosidad. Sus páginas, aunque amarillentas por el tiempo, emanaban un aura de conocimiento imperturbable.
—Buen trabajo, Pompón. Parece que hemos encontrado el tesoro que buscábamos —Dijo Arturo con una sonrisa, acariciando suavemente la cabeza de Pompón.
Con el libro en mano, Arturo se dirigió hacia donde se encontraba el fantasma llamado Tom. El silencio del aula parecía intensificarse mientras avanzaba, cada paso resonando en el vacío del espacio desolado.
—Tom, aquí tienes un libro. ¿Es este el que solía usar tu profesor? —Preguntó Arturo, sosteniendo el libro con respeto frente al fantasma.
Tom, con su rostro inmutable, pero una presencia que denotaba agradecimiento, extendió su mano incorpórea para recibir el libro. Sus ojos opacos se posaron en las páginas desgastadas con una mezcla de nostalgia y anhelo.
—Sí, Arturo, este es su libro… Gracias por tu ayuda… Este libro contiene recuerdos que han resistido al paso del tiempo… —Mencionó Tom mientras sentía como sus manos traspasaban el libro.
—¿Necesitas que encuentre algo más, Tom? —Repitió nuevamente Arturo
Tom emitió un suspiro etéreo antes de dirigir la mirada hacia el suelo. La petición que se avecinaba era de un carácter diferente, más sombrío y profundo.
—Sí, Arturo, hay algo más que necesito que hagas por mí… —La voz de Tom resonó, llevando consigo la pesadez de una solicitud inusual.
Arturo asintió, dispuesto a seguir ayudando al inquietante espectro que habitaba esta aula desolada. Pompón, que observaba con ojos alerta, también parecía intrigado por la nueva tarea que les esperaba.
—Necesito que encuentres mi cadáver… —Las palabras de Tom cayeron como una sombra sobre el aula silenciosa.
Arturo se quedó momentáneamente sin habla, sorprendido por la inesperada solicitud. La idea de buscar el cadáver de un estudiante fallecido introducía un giro oscuro y desconcertante en la misión.
—¿Tu... cadáver? —Preguntó Arturo, tratando de asimilar la extraña tarea. Sin embargo, la determinación que caracterizaba al niño no flaqueó.
—Sí, Arturo… Mi descanso eterno no está completo hasta que mi cuerpo descanse en paz… No puedo avanzar al más allá hasta que encuentres mi cadáver y lo coloques en donde siempre debería haber estado… —La voz de Tom llevaba consigo una mezcla de tristeza y anhelo.
—Lo haré, Tom. Encontraremos tu cadáver y te ayudaremos a descansar en paz —Afirmó Arturo, mirando al fantasma con determinación.
La nueva tarea que se presentaba planteaba desafíos desconocidos, ya que durante todo el tiempo que Arturo y Pompón dedicaron a la búsqueda de objetos, no se toparon con nada que se asemejara a un cadáver. La perspectiva de desentrañar el misterio que rodeaba la ausencia de cualquier indicio del cuerpo prometía llevar a los intrépidos buscadores a explorar los recovecos más oscuros y olvidados del aula, donde se escondían los secretos enterrados en el pasado del estudiante que ahora permanecía atrapado entre dos mundos.
Con determinación, Arturo y Pompón se sumergieron en los lugares perdidos del aula, meticulosamente explorando cada rincón en busca de pistas. El silencio opresivo, que solo era interrumpido por el susurro de sus propios pasos y el crujir de los escombros, contribuía a la atmósfera inquietante que se cernía sobre la búsqueda.
Después de revisar exhaustivamente cada rincón visible del aula sin éxito, la sospecha de que el cadáver podría estar oculto detrás de algún secreto bien guardado comenzó a cobrar fuerza en las mentes de Arturo y Pompón. La idea de un escondite misterioso, ya fuera en el piso de piedra o detrás de los tablones de madera que formaban la pared, se volvía cada vez más plausible.
Arturo se dedicó a examinar las paredes de madera con meticulosidad, palpando cada tablón con cuidado en busca de algún indicio de movimiento o hueco que revelara el escondite. Mientras tanto, Pompón husmeaba entre las grietas en el piso, buscando pistas que pudieran conducirlos al descubrimiento del macabro tesoro que se escondía en la penumbra del aula.
Finalmente, en uno de los rincones más oscuros del aula, Arturo sintió una ligera resistencia al presionar un tablón en particular. Con precaución, aplicó más fuerza, y el tablón se movió, revelando un estrecho pasaje detrás de él. La tenue luz de la ventana se filtraba en el interior, revelando un escondite secreto que hasta ahora había permanecido oculto.
—Parece que hemos encontrado algo, Pompón —Arturo indicó con un gesto hacia el pasaje recién descubierto.
—Ten cuidado, Arturo. Hay un rastro de sangre, y huele a sangre fresca. Por las dudas, déjame explorar a mi primero —Mencionó Pompón, aunque en realidad, fue Copito quien fue forzado a aventurarse por el pasillo para descubrir si este conducía a alguna trampa mortal.
Afortunadamente, Copito regresó sano y salvo. La alegría palpable en sus ojos sugería que había encontrado lo que estaban buscando al final del pasillo misterioso.
Siguiendo la euforia de la mascota, Pompón y Arturo se adentraron en el estrecho pasaje, persiguiendo el rastro de sangre que los guiaba. A medida que avanzaban, la estrechez del camino se ensanchaba, revelando un espacio oculto detrás de la pared. Y allí yacía el cadáver de Tom, en un reposo eterno que había eludido la paz durante demasiado tiempo. Curiosamente, el cuerpo de Tom se mantenía intacto como si el tiempo no hubiera transcurrido. En su cuello, alguien había clavado un fragmento de espejo, y la sangre fresca manchaba todos los alrededores, creando una macabra piscina que envolvía el cuerpo del antiguo estudiante.
—Tentaculin, toma el cadáver y arrástralo hacia la salida —Ordenó Arturo con una grata sonrisa, apreciando que el trofeo que había venido a buscar estaba a punto de serle entregado.
Siguiendo la orden, Tentaculin tomó el cadáver con su tentáculo y lo arrastró hacia la salida del pasaje, donde Tom los aguardaba pacientemente.
—Coloca mi cadáver en mi antiguo pupitre, por favor… Es el único lugar donde realmente pertenezco…—Mencionó Tom con voz suave, señalando hacia un pupitre que, sorprendentemente, permanecía intacto en medio del desorden del aula.
Arturo y Pompón siguieron las indicaciones de Tom, depositando con cuidado el cuerpo en el pupitre designado. La madera del antiguo escritorio parecía mantenerse firme y resistente como si hubiera desafiado la decadencia que envolvía el resto del aula.
Una vez que el cadáver reposaba en su lugar original, Tom emitió una expresión de gratitud a través de su mirada. Un momento después, como si una brisa etérea lo envolviera, el fantasma se desvaneció lentamente. La sensación de alivio y serenidad llenó el espacio que antes ocupaba.
El aula, por primera vez en mucho tiempo, experimentó un cambio palpable en su atmósfera. El silencio persistía, pero ahora era un silencio impregnado de paz. La partida de Tom representaba el final de una búsqueda que se había prolongado durante días, una búsqueda que finalmente llevó al fantasma a obtener el descanso eterno que tanto anhelaba.
Arturo y Pompón quedaron en el aula, observando el pupitre que había sido el último reposo de Tom. El silencio reinante parecía estar impregnado de la tranquilidad que Tom finalmente había encontrado, una paz que trascendía la frontera entre los mundos de los vivos y los muertos.
—Cuando nos vayamos del aula, ¿Tom volverá a aparecer? —Preguntó Arturo, rompiendo el silencio que envolvía el espacio desolado.
—Lo dudo, al menos no para nosotros... —Respondió Pompón mientras comenzaba a recitar las palabras mágicas que lo llevarían de regreso a su hogar.
—Qué destino tan trágico... —Mencionó Arturo, quien a lo largo de los días le había tomado cariño al fantasma. Dio un último vistazo al cadáver de Tom mientras su cuerpo se volvía cada vez más transparente.
Con la tarea cumplida, Arturo y Pompón abandonaron el aula, dejando atrás un espacio que, aunque desolado, llevaba consigo la historia de un estudiante que finalmente había encontrado la paz, descansando en su antiguo pupitre.
Pasaron varios días antes de que Arturo recobrara el deseo de embarcarse en una nueva cacería para obtener un trofeo. La serie de misiones anteriores lo habían dejado exhausto. Durante este período, el niño se entregó a la ociosidad en su hogar, deleitándose con la indulgencia de devorar libros de chocolate hasta sentir que iba a reventar. En estos días, Arturo volvió a perderse el encuentro con los pescadores. Lamentablemente, sus horarios eran completamente opuestos a los del niño, lo que complicaba la posibilidad de que estuviera despierto para recibirlos.
El día de hoy, Arturo se encontraba frente al espejo, con la energía recargada y el espíritu listo para responder al llamado de la aventura y capturar su próximo gran trofeo. Con entusiasmo, exclamó: —¡Rumbo al comedor!
Curiosamente, el niño había cambiado su atuendo. En este momento, llevaba puesto el conjunto de vagabundo, con la astuta idea de pasar desapercibido, utilizando la habilidad pasiva de esta vestimenta.
—¡Para, Arturo, para! Primero, debemos invocar al cerdo. No sabemos si el poder del conjunto de ropa será suficiente para que los chefs no nos noten —Mencionó Pompón mientras sacaba el objeto de invocación que habían adquirido hace mucho tiempo atrás.
Help support creative writers by finding and reading their stories on the original site.
Con apuro, Arturo tomó el objeto de invocación y buscó algún lugar en la habitación para colocarlo. Tras hacerlo, el objeto se evaporó como agua hirviendo, y entre la neblina una misteriosa criatura comenzó a emerger. La criatura poseía piernas, orejas, cola, hocico y cuerpo de cerdo, dejando claro que se trataba indiscutiblemente de un cerdo. Este peculiar cerdo tenía la piel rosada y era del tamaño de un perro, pero lo que lo destacaba era que llevaba un sombrero de copa y un elegante monóculo.
El cerdo, una vez completamente materializado, enderezó su postura con un porte digno y habló con un tono de voz elegante y refinado que resonó en la habitación:
— ¡Oh, queridos amigos! ¿Han tenido el placer de experimentar la inigualable dicha de mi presencia? Soy Sir Reginald Winston Swinington VI, a su servicio.
Arturo y Pompón se miraron incrédulos mientras asimilaban la presentación del cerdo. Sir Reginald, con su sombrero de copa y su monóculo, se movía con una gracia propia de la alta sociedad, a pesar de sus características porcinas. Continuó con una actitud de presumida opulencia:
— Permítanme expresar mi inmenso deleite por ser convocado a este encantador escenario. Por supuesto, no es sorpresa que hayan requerido mis distinguidos servicios. Ahora, ¿en qué puedo ser de utilidad a dos seres tan... comunes?
La arrogancia en sus palabras dejó en claro que Sir Reginald consideraba su presencia como un honor para Arturo y Pompón, quienes se veían entre sorprendidos y divertidos por la peculiar situación.
Ante la altanera presentación de Sir Reginald, Arturo no pudo contener una risa sarcástica que resonó en la habitación:
— Ja, ja, ja... ¿Sir Reginald Winston Swinington VI? ¡Qué título más pomposo para un cerdo!
Mientras tanto, Pompón, un tanto desconcertado por la situación, decidió presentarse de manera más sencilla, tratando de aliviar la tensión en la habitación:
— Bueno, yo soy Pompón, y este es Arturo. Él es mi compañero de aventuras y, aparentemente, un crítico de nombres elegantes.
Sir Reginald, aunque claramente descontento con la falta de reverencia hacia su distinguida persona, mantuvo su compostura y se dirigió a Arturo con cierto desdén:
— Ah, un mocoso. Qué sorpresa tan... molesta. No obstante, parece que tienen una petición que necesita de mi singular experiencia. Les escucho, pero háganlo rápido. Mi tiempo es valioso.
Pompón, sin inmutarse, se acomodó sobre sus patas traseras y respondió:
— Bien, Sir Reginald, aunque no estemos acostumbrados a tratar con cerdos de alta alcurnia, estamos aquí por una razón. Necesitamos tu ayuda para infiltrarnos en los comedores sin ser detectados. ¿Puedes usar tu... elegancia para lograrlo?
El cerdo, a pesar de su actitud condescendiente, pareció intrigado por el desafío propuesto. La extraña alianza entre Arturo, Pompón y el altivo cerdo prometía una aventura única y llena de giros inesperados. Sir Reginald, después de una breve pausa de consideración, decidió aceptar la propuesta con una inclinación teatral de su cabeza:
— Muy bien, mis estimados compañeros de expedición. Les demostraré cómo la elegancia puede abrir las puertas más allá de la comprensión común.
Acto seguido, Pompón se acercó al espejo con solemnidad. Arturo y Sir Reginald observaban con curiosidad mientras el conejo, con un toque de su pata, murmuraba unas palabras mágicas:
> “En la sartén baila, danza el sabor. Un misterio en plato, un deleite al paladar. En la mesa me sirven con gran amor, un festín de colores, un manjar lleno de pasión. Tantos aromas y sabores a elegir, ¿puedes adivinar qué plato me hace sonreír?”
Cuando todas las palabras fueron pronunciadas, un destello misterioso iluminó la habitación, y el reflejo en el espejo comenzó a cambiar.
El reflejo pasó de mostrar la habitación a revelar un lujoso comedor. Mesas elegantes, sillas decoradas y una atmósfera refinada ocupaban el lugar reflejado. Los alumnos de la escuela se encontraban disfrutando de una merienda abundante y conversaciones animadas se escuchaban por todas partes. La transición fue tan fluida que Sir Reginald apenas podía creer lo que veían.
—Hay muy pocas personas, de suerte hay 60 alumnos, y se nota por sus platos que están merendando…—Mencionó Arturo, asombrado por la carencia de personas en el comedor, en general este era una de las habitaciones más concurrida de la academia , sin embargo, había muy pocos estudiantes a la vista.
Pompón, con una sonrisa de satisfacción, respondió:
— Mejor así, tendremos más espacio para correr si las cosas se complican. Debemos infiltrarnos en este comedor sin ser detectados. Sir Reginald, ¿puedes usar tu encanto para que los chefs nos ignoren?
El cerdo, sintiéndose en su elemento, ajustó su sombrero de copa y sonrió con confianza.
— Permítanme encargarme de eso, queridos amigos. Verán que su presencia será tan insignificante como la de una sombra en la noche. ¡Nadie podrá apartar las miradas de mi maravilloso sombrero!
— Muy bien, confiamos en tu colaboración, Sir Reginald. Tentaculin, necesitamos que nos proporciones el tiempo necesario para escapar. Anteojitos, tu misión será arrebatar la comida de algún estudiante cercano tan pronto como entremos. Copito, por tu parte, estarás apoyando al cerdo en la distracción de los chefs. Por lo demás, Arturo esperarás en la habitación hasta que puedas ver por el espejo que conseguimos la comida que tienes que comer —Planificó Pompón, dando órdenes mientras apuntaba con su patita a todos los miembros de este singular grupo de aventuras.
Con las asignaciones claras, el grupo se preparó para adentrarse en el espejo, siendo Sir Reginald el primero en cruzar la frontera entre la realidad y la ilusión. La transición fue suave, como si estuvieran atravesando un velo mágico.
Al otro lado del espejo, se encontraron en el exquisito comedor de la escuela de magia. Los aromas de manjares flotaban en el aire, y la elegancia del lugar contrastaba fuertemente con la peculiar comitiva formada por Sir Reginald, Pompón, Tentaculin, Anteojitos y Copito.
Sir Reginald, con su porte majestuoso, se deslizó entre las mesas con una gracia que desafiaba las expectativas para un cerdo. Mientras tanto, Tentaculin desplegó sus tentáculos hacia una mesa abarrotada de estudiantes, golpeándola y partiéndola en dos con un estruendo que generó pánico instantáneo. Los estudiantes, presas del miedo, comenzaron a correr en desbandada, mientras que aquellos más experimentados se esforzaban por recordar las palabras mágicas que les permitirían escapar de la caótica situación.
El caos propiciado por Tentaculin logró crear la distracción necesaria para que Anteojitos, con su habilidad, hiciera levitar un plato de comida y lo colocara estratégicamente en una esquina apartada del tumulto que se estaba desatando en los comedores. Con esto, se aseguraba de que el robo pasará desapercibido en medio del tumulto.
Sintiendo que el momento adecuado había llegado, Arturo se lanzó valientemente al espejo. La magia lo envolvió, y en un destello, comenzó a materializarse en los comedores, preparado para continuar con la misión de manera directa e inesperada.
Fue entonces cuando los chefs, armados con cuchillos de cocina y enormes ollas, emergieron desde la parte trasera de la sección del comedor donde se servían los alimentos. Estos chefs, lejos de ser humanoides, eran deformidades abominables que superaban los cuatro metros de altura. Poseían múltiples brazos, cada uno de diferentes tamaños, algunos de los cuales parecían completamente inútiles. Su piel, grasosa y abultada, estaba plagada de granos amarillentos que despedían un olor nauseabundo. A pesar de la gigantesca estatura de sus cuerpos, tenían cabezas inusualmente pequeñas. Sin embargo, estas cabezas albergaban bocas grotescas y repulsivas, mostrando una larga hilera de dientes amarillentos y dos diminutos ojos del tamaño de pequeños botones, lo que contribuía aún más a su aspecto espeluznante.
Al percatarse de la inesperada aparición de los chefs, Pompón dio un salto histérico y comenzó a gritar nerviosamente:
— ¡Mierda, mierda, son más de los que pensábamos! Copito, ve a distraerlos. Sir Reginald, cumple con tu parte. Tentaculin, haz lo mismo y trata de mantenerlos alejados del muchacho, ¡y Anteojitos, tira mesas, platos, o estudiantes, lo que sea!
Sir Reginald, notando que su momento había llegado, se deslizó entre los estudiantes aterrorizados y se detuvo frente al grupo de chefs. Curiosamente, estos chefs quedaron momentáneamente inmovilizados, mirándolo con cierto encanto. Sin embargo, la extraña habilidad del cerdo no lograba retener a todos, y algunos chefs lograron escapar de su fascinación, ignorándolo por completo mientras se dirigían hacia el lugar donde Arturo se estaba materializando.
Copito, con valentía, dio un salto lleno de valentía y se propuso distraer a uno de los chefs. Mientras tanto, los estudiantes, corriendo aterrados de un lado a otro, lograron ralentizar a los chefs lo suficiente como para que Arturo recobrara la noción del lugar. Sin embargo, al hacerlo, se encontró que a pocos metros de él había una gigantesca mole de carne armada con cuchillos afilados.
Sobresaltado, Arturo se quedó paralizado por un instante, sin saber dónde resguardarse. Por suerte, escuchó las indicaciones de Pompón, quien saltaba en círculos mientras observaba el caos que se desataba a su alrededor:
— ¡Arturo, ve hacia la esquina! Allí está la comida que debes comer. Nosotros te daremos tiempo. ¡Solo come lo que pusimos ahí y sal de este lugar!
Siguiendo el grito de Pompón, Arturo dirigió la mirada hacia una de las esquinas y descubrió una bandeja con cuatro medialunas grandes flotando de arriba abajo, como si estuvieran buscando llamar su atención. El niño no perdió tiempo y corrió hacia ese lugar, mientras observaba de reojo como Pompón saltaba hacia el chef que se encontraba detrás de él, intentando detenerlo en un acto de valentía.
Arturo, con el corazón latiendo aceleradamente, se abalanzó hacia la esquina donde flotaban las medialunas. Mientras Arturo se acercaba a la bandeja, Pompón continuaba con su hazaña audaz. El conejo, con su agilidad y astucia, intentaba distraer al monstruoso chef que se cernía sobre ellos, dándole al joven aventurero el tiempo tan necesario para consumir las medialunas.
Los chefs, a pesar de estar momentáneamente ralentizados por la confusión general, recuperaron rápidamente su enfoque y se abrieron camino entre el mar de estudiantes asustados. Sin embargo, el poder de Tentaculin mantenía a raya a algunos de ellos, brindando un respiro temporal en medio del caos.
Con determinación, Arturo tomó una de las medialunas y le dio un mordisco. Cada bocado lo acercaba un poco más al trofeo que había venido a buscar. Mientras tanto, Anteojitos, al notar que ya no tenía que custodiar la bandeja con comida, se concentró en arrojar objetos a los chefs en un esfuerzo por ganar tiempo para Arturo.
El niño, sintiendo que el plan estaba teniendo éxito, tomó otras dos medialunas a la vez y las empujó a su boca. Luego, añadió una tercera y comenzó a morderlas todas juntas, haciendo un esfuerzo monstruoso para ingerir la abundante cantidad de comida que tenía en la boca.
Mientras masticaba, Arturo se volvió para observar el caos en el comedor. Tentaculin estaba completamente lastimado por los cuchillos de los chefs, el tierno Copito hacía tiempo yacía empalado sobre uno de los cuchillos de los chefs. Sir Reginald estaba rodeado cada vez más por los chefs, hasta el punto de que casi treinta de estos monstruos lo rodeaban para admirarlo en silencio, pero era inútil, siempre aparecían más y más chefs. Por otro lado, ya no se escuchaba a Pompón dando órdenes, indicando su trágico destino, mientras que Anteojitos estaba exhausto de hacer levitar objetos, llegando al extremo de usar su propio cuerpo para enfrentar a los chefs.
¡El tiempo se estaba agotando!
Arturo devoraba las últimas porciones de las asquerosas medialunas. Con cada bocado, sentía una mezcla de triunfo y ansiedad. Estaba a punto de lograrlo, pero sus mascotas hace tiempo estaban forzando sus límites para darle este logro.
Los chefs, a pesar de los esfuerzos de Tentaculin y Anteojitos, se acercaban peligrosamente a Arturo, quien continuaba mordiendo las medialunas con desesperación. ¡Cada bocado era una carrera contra el tiempo!
Sin más opciones, Arturo se puso de pie y esquivó hábilmente a los chefs que intentaban atraparlo. El comedor estaba sumido en un caos creciente. Arturo, en medio de la agitación, logró esquivar los cuchillos afilados y tras lograr tragar el último bocado de medialuna, activó su punto de control y desapareció de la vista de todos.
El silencio se apoderó del comedor, donde los chefs, confundidos y desorientados, dejaron de admirar a Sir Reginald para buscar al intrépido Arturo. La hazaña del niño había culminado, y su escape repentino dejó tras de sí un rastro de asombro y caos en la habitación.
En su hogar, Arturo respiraba agitado pero con una sonrisa llena de satisfacción. La peculiar alianza formada, los desafíos enfrentados y el ingenio desplegado habían llevado al niño a superar una misión que inicialmente parecía imposible. Mientras se recuperaba de la intensidad de la experiencia, Arturo observó cómo sus mascotas emergían del espejo, todas mostrando una mezcla de nerviosismo y alegría, como si hubieran vivido una tragedia, pero al mismo tiempo estuvieran aliviadas de ver que Arturo había regresado sano y salvo a la seguridad de su hogar.
Pompón, uno de los primeros en salir del espejo, miró a Arturo con ansias de saber los resultados de la misión:
— ¿Lograste comer todas las medialunas?
— ¡Lo logramos, el trofeo es nuestro! —Exclamó Arturo con alegría, dejando claro que el esfuerzo había valido la pena.
Sir Reginald olfateó el aire mientras las otras mascotas salían del espejo y se unían a la escena. Al parecer, el cerdo que se suponía que funcionaria como un “cordero de sacrificio” había sido el único en regresar ileso del comedor.
— Aunque tu imbecilidad y la del conejo casi nos cuestan la vida —Afirmó Sir Reginald con un toque de sarcasmo— Habría sido más sensato abordar la situación con cautela. El evidente pánico de los estudiantes solo confirmó las sospechas de los chefs acerca de tu baja procedencia, quienes reaccionaron de inmediato, buscando expulsarte del comedor.
— ¿Estás seguro? —Inquirió Pompón, reconociendo que la obtención del “trofeo del comedor” no había sido tan sencilla como esperaban. Parecía que la actitud agresiva de las mascotas había contribuido a complicar las cosas más de lo necesario.
Sir Reginald, manteniendo su aire de superioridad, respondió con orgullo:
— Si hubieran confiado en mi elegancia y el niño hubiera tenido los modales adecuados, los chefs te hubieran permitido disfrutar tu comida en paz. Pero con semejante actitud pendenciera y comiendo su comida como un pobre diablo que creció entre las ratas, es imposible que los chefs no se enojen.
Arturo, reflexivo ante las palabras del cerdo, dudó por un momento antes de responder:
— Tal vez tengas razón, cerdito, parece que comer con las manos y de manera desaforada no es propio de un mago...
— Sir Reginald… —Corrigió el cerdo con un toque de pomposidad.
—Me parece que el problema fue el pánico de los estudiantes en el comedor, no los modales, Arturo… —Mencionó Pompón de pasada mientras se concentraba en observar al elegante puerco— Por cierto, Sir Reginald, ¿cómo lograste hipnotizar a los chefs? Si no fuera por tu ayuda, la misión hubiera sido imposible.
—Oh, eso es gracias a mi poderoso sombrero. Con él, puedo hipnotizar a las criaturas de poca inteligencia —Mencionó el cerdo, ajustando su sombrero con elegancia, aprovechando el reflejo en el espejo de la habitación.
—Y el monóculo, ¿sirve para algo? ¿Todos los cerdos comprados en el mercado son así de poderosos? —Cuestionó Arturo, sorprendido de que el cerdo poseyera una habilidad tan útil.
—Yo soy único, mocoso. No sé a qué otros cerdos te estás refiriendo, pero dudo que sean tan elegantes como yo —Se defendió Sir Reginald con orgullo— Claro está que mi monóculo tiene una habilidad; me permite observar el estatus de las personas.
—¿Cuál es mi estatus? —Preguntó Arturo con curiosidad.
—Tú eres el que me da la comida todos los días, por lo que eres mi sirviente. Lo mismo para el conejo. Mientras que el ojo volador, la sombra, la bola de pelo y el gusano en el otro cuarto son seres igual de respetables que yo, y por lo tanto, tú, como buen sirviente, te esfuerzas por darnos de comer todos los días —Explicó Sir Reginald, distorsionando por completo la realidad de lo que era ser una mascota.
—¡Claro que no, tú eres nuestra mascota y nos tienes que obedecer! —Chilló Pompón con enojo.
—A ver, sirviente, ¡prueba darme una orden! —Refutó Sir Reginald con orgullo.
—¡Danos tu sombrero! —Ordenó Pompón con una sonrisa maliciosa. No obstante, el cerdo hizo oídos sordos a la orden, se dio media vuelta y apuntó con su trasero a la cara del conejo, liberando un pedo fuerte y flatulento que pudo escucharse resonando por todo el hogar.
—¡Ahora hueles mejor, sirviente! —Bramó Sir Reginald mientras con la cabeza en alto se iba a explorar el hogar, dejando a Pompón tosiendo fuerte y limpiándose el hocico con sus patitas con histeria.
—Es un noble, Pompón, no puedes interactuar de esa forma con los nobles, o nos mandarán a la cárcel —Dijo Arturo con miedo, tratando de recordar las reglas de etiqueta y la inusual jerarquía establecida por Sir Reginald.
—¡Noble y una mierda, es un puerco asqueroso! ¿Para qué mierda queremos una mascota que no nos hace caso? ¡Destrúyela, Arturo! ¡Solo es otra boca que alimentar! —Chilló Pompón, expresando su frustración ante la presencia del cerdo.
—¿Cómo se supone que haga eso? Ese cerdo noble está vinculado a mi alma, o tal vez yo esté vinculado a la suya. No puedo matarlo, o volverá a aparecer y estará muy enojado… —Explicó Arturo, dejando una mirada llena de aturdimiento en Pompón.
—Uh... tienes razón... —Mencionó Pompón con preocupación, más para sí mismo que para darle la razón al niño. Mientras meditaba sobre la situación, el conejo llegó a la conclusión de que, efectivamente, Arturo nunca en toda su vida había aprendido a deshacerse de los objetos que había adquirido. La única forma era intercambiándolos, y hace tiempo Pompón había descubierto que las mascotas no se podían intercambiar. De ser así, hace tiempo hubiera tratado de cambiar a Copito por algo más útil.
—No te preocupes, Pompón —Dijo el niño al ver la mirada asustada del conejo—Tenemos muchísima comida y muchísimas formas de conseguirla. Cada vez hay más opciones disponibles, y estoy seguro de que a medida que avance el año habrá incluso más formas de obtener alimentos.
Pompón hizo oídos sordos a las palabras del niño y buscó entre sus conocimientos alguna forma para adiestrar al cerdo. Por su parte, el resto de las mascotas regresaron a sus respectivos cuartos, dejando que su dueño y el inquieto conejo se sumergieran en sus propios pensamientos y preocupaciones acerca de la peculiar situación que el noble cerdo había introducido en sus vidas. La incertidumbre flotaba en el aire, pero Arturo estaba decidido a encontrar una solución para convivir armoniosamente con su nueva y extravagante “mascota”.