Era un día cualquiera. El sol brillaba sobre la piel de los mortales, y las actividades cotidianas transcurrían sin mayores sobresaltos. Las mujeres estaban ocupadas preparando cosas de mujeres, los niños correteaban por los alrededores, y los hombres afinaban sus sentidos de caza. Básicamente, no hacíamos nada importante, pero yo… yo tenía una misión mucho más importante. Hoy, mi estómago era el que mandaba.
Desde que llegué a este mundo, he tratado de mantenerme bajo control. Ya saben, no perderme en los placeres mundanos. Pero ese día, lo juro, había algo en el aire, algo que encendía en mí un hambre desmedida, insaciable. No, no era un hambre cualquiera. Era una necesidad carnal, un llamado casi divino que me pedía devorar todo a mi paso. Y lo peor de todo es que no había manera de resistirme.
Comenzó de manera inocente, como casi siempre comienzan estas cosas. Vi un trozo de carne asada sobre la fogata, humeante, crujiente por fuera y jugosa por dentro. Ni siquiera sabía de qué animal era, pero mis sentidos despertaron con fuerza, y, sin pensarlo dos veces, me acerqué a la hoguera. Rundia estaba preparando la comida, y me miró de reojo con una sonrisa.
"No está lista todavía, Luciano", me dijo, casi con un tono maternal.
Pero yo ya no escuchaba. El sonido de sus palabras quedó ahogado bajo el rugido sordo de mi estómago. Extendí la mano y arranqué el trozo de carne como si fuera mi derecho de nacimiento. La mordí, y, madre mía, era gloriosa. El jugo chorreó por mi barbilla, y el crujido resonó en mi cabeza como la más dulce de las melodías. Rundia me observó con una mezcla de asombro y diversión mientras yo devoraba el trozo entero en cuestión de segundos.
"Tienes hambre, ¿eh?" Creo que comentó ella, mientras seguía con sus preparativos.
Ni siquiera me molesté en responder. Mi mente ya estaba enfocada en lo siguiente. La carne, aunque deliciosa, había apenas encendido la chispa de mi gula. No era suficiente. Mi mirada se desvió hacia las frutas que Samira había traído esa mañana. Papayas, mandarinas, y esas frutas locales cuyo nombre no me importaban pero que tenían un sabor tan dulce que te hacían olvidar la falta de azúcar refinado en este mundo. Me acerqué a sus brazos y tomé una manzana. Mordí con fuerza, y su jugo explotó en mi boca.
"¿Luciano, no vas a esperar a que todos coman?" Escuché la voz de Anya desde la distancia.
Pero, nuevamente, las palabras no significaban nada para mí en ese momento. Me había convertido en una bestia, un devorador, un pozo sin fondo. No había ni rastro del hombre racional que había sido antes. Tomé más frutas, engulléndolas una tras otra. Cada bocado parecía despertar más hambre. Y mientras comía, sentía una extraña satisfacción al notar cómo los demás comenzaban a mirarme. Mirella, flotando cerca, se tapaba la boca para no reírse, mientras Aya cruzaba los brazos, con una ceja arqueada, como preguntándose qué diablos me pasaba.
"Vas a explotar si sigues así" Comentó Tarún, entre risas, mientras cortaba más carne.
Espera, ¿Tarún cortando carne? No, ese era Rin.
"¿Explotar?" Dije entre mordiscos.
"¡No me hagás reír! Apenas estoy empezando".
Y era cierto. Lo que vino después fue el clímax de mi descenso a la locura. Frente a mí había un banquete que en cualquier otro día habría bastado para toda el grupo. Pero ese día, era solo mío. Había carne, frutas, carne y más carne, todo listo para ser devorado. Y yo, sin pensarlo dos veces, me sumergí de lleno.
Comencé a mezclar sabores de manera absurda. Carne con frutas, frutas con carne, cualquier cosa que mis manos tocaran. Bueno, tampoco es como si hubiera tanta variedad.
Samira y Suminia me miraban como si fuera un loco, y tal vez lo era en ese momento. Estaba en un trance alimenticio, cada bocado era mejor que el anterior, y nada, absolutamente nada, me detendría.
Quiero... una milanesa. Pero necesito huevos, pan rayado... mierda, va a ser complicado.
"¡Luciano, por favor, respira!" Dijo Mirella, mientras reía y flotaba a mi alrededor, con esa voz dulce suya, pero llena de diversión.
Pero yo no respiraba. No había tiempo para eso. El hambre era tan inmenso, tan voraz, que mi única misión en la vida era devorar. Sentí cómo mi estómago comenzaba a quejarse, pero incluso ese dolor se convertía en una especie de placer. Era el precio a pagar por esta orgía culinaria en la que me había sumergido voluntariamente.
Rundia y Aya intentaron detenerme en un momento. Ambas se acercaron, intentaron apartar mis manos, pero yo, en un arranque casi animal, gruñí.
"¡Es mío! ¡Alejaos, vosotros sois seguidores del demonio!" Grité, protegiendo el último pedazo de carne como si fuera un tesoro invaluable.
Ambas retrocedieron, sorprendidas, y me dejaron continuar con mi festín. Estaba perdido. Estaba más allá de la razón. En algún momento, Tarún se unió a mi lado, animándome.
"¡Vamos, Luciano! ¡Eres una glotón!" Gritaba él entre carcajadas, viendo cómo metía un trozo más en mi boca.
Y así continué. No sé cuántos minutos o quizás horas pasaron. Todo se desdibujaba en una vorágine de sabores y texturas. En algún momento, comencé a sentirme pesado, extremadamente pesado, pero aún así no paré. Mis ojos se nublaban, pero mis manos seguían moviéndose, trayendo más comida a mi boca.
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La euforia de mi vorágine alimenticia continuó. Mordía sin parar, probando combinaciones que jamás me hubiese imaginado en mi vida anterior. Alguien puso en mis manos un extraño trozo de carne dorada, tan grande como mi cabeza, y lo devoré con ansias desmedidas. Los sabores se mezclaban en mi boca como si cada bocado fuese una sinfonía de jugos y texturas. Pero de repente, algo cambió. El ambiente, la comida… todo comenzó a transformarse ante mis ojos.
Un aroma familiar invadió el aire, algo que no debería estar en este mundo. Olí el inconfundible perfume del carbón quemando lentamente, el chisporroteo de la grasa derritiéndose sobre brasas ardientes. Sentí un escalofrío recorrerme la espina dorsal. No podía ser… ¿Un... asado?
Me incorporé, mirando alrededor. Todo había desaparecido, reemplazado por largas parrillas llenas de cortes de carne perfectamente distribuidos. Y ahí estaban: las achuras, los costillares, los chorizos… y, ¡la provoleta! ¡Madre mía, tío!
No entendía qué estaba pasando, pero tampoco me importaba. Mis pies comenzaron a moverse solos, llevándome hacia ese altar sagrado de carne, mientras el sonido del fuego y el aroma embriagante de la parrilla me envolvían por completo.
Frente a la parrilla, vi a un grupo de personas que no pertenecían a este mundo. Hombres robustos con delantales de cuero, empuñando largos tenedores y cuchillos como si fuesen gladiadores en su campo de batalla. Uno de ellos me saludó con una sonrisa.
"¡Eh, pibe, vení para acá!" Me gritó, mientras daba vuelta un costillar completo que crepitaba sobre el fuego.
"¡Esto está en su punto!"
Me acerqué, hipnotizado. Todo era tan real. La grasa chisporroteaba en el fuego, lanzando pequeñas lenguas de llama hacia arriba. En realidad, no me gustaba mucho la grasa, pero en este momento eso ya no importaba. El aire estaba lleno del olor inconfundible de la carne cocinándose a la perfección, ese aroma que te despierta recuerdos de tardes de domingo con familia. No podía apartar la vista de ese festín.
"¿Querés un poquito de vacío?" Me dijo otro de los parrilleros, acercándome un plato. El corte era perfecto, jugoso en el centro, dorado en los bordes.
"Sí... sí, claro" Respondí, apenas consciente de mis palabras.
Tomé el plato con las manos temblorosas, como si sostuviera una reliquia sagrada. El primer bocado fue celestial. El sabor de la carne jugosa explotó en mi boca, y mi mente viajó automáticamente a los días en que mi familia se reunía alrededor de la parrilla, compartiendo risas y anécdotas. Sentía el sabor del chimichurri, de un vaso de gaseosa, de la tradición que no debería existir aquí. Pero ahí estaba.
El festín continuaba. Más carne, más bebidas que nunca supe de dónde habían salido. Mi estómago, que ya de por sí estaba lleno, parecía tener espacio ilimitado para todo lo que me ofrecían. Los otros parrilleros seguían dándome más, bromeando entre ellos, brindando con vasos de vino tinto. Uno me guiñó un ojo mientras me ofrecía una morcilla, que, por alguna razón, se veía más apetitosa que cualquier cosa que hubiese probado en años.
¿Por qué me guiñó el ojo?
"¡Es la mejor, pibe! No te podés perder esto".
La mordí y, por un segundo, sentí una euforia tal que todo mi cuerpo vibró. Estaba en casa, en Argentina, aunque sabía que no era real. Algo me decía que esto no podía estar pasando, pero cada bocado me alejaba más de esa conciencia. Mi mente comenzó a nublarse entre los sabores y el vino que me pasaron. Todo era tan vívido y, al mismo tiempo, tan irreal. ¿Cómo había llegado a este punto?
"¡Luciano, no te quedes ahí!" Me gritó otro parrillero mientras sacaba un chorizo perfecto del fuego.
"¡Acá viene lo mejor!"
Mi boca estaba llena de jugo de carne, pero no podía parar. Seguía comiendo como un poseído, mientras el mundo a mi alrededor comenzaba a desdibujarse, como si el calor del fuego distorsionara todo a mi vista. De repente, una risa conocida rompió el ambiente. Era Mirella. Me giré, y la vi flotando a mi alrededor, pero había algo raro en ella. Parecía más pequeña de lo habitual, y sus alas… estaban hechas de pedazos de carne asada.
"¡Luciano, sos un glotón!" Se reía ella, mientras daba vueltas a mi alrededor, su cuerpo cubierto por una especie de chimichurri que goteaba de sus brazos.
"Dejá de joder, Mirella".
Mis manos estaban cubiertas de grasa, y de repente los chorizos se alargaban, convirtiéndose en extrañas serpientes que se movían por la mesa. El fuego de la parrilla crecía cada vez más, hasta que parecía un gran horno infernal. Los parrilleros seguían cocinando, pero sus rostros comenzaban a deformarse, adquiriendo una expresión burlona y grotesca.
"¿No te gusta más, Luciano?" Me dijo uno de ellos, con una sonrisa maliciosa, mientras me ofrecía un bife que ahora parecía tener ojos.
Sentí un nudo en el estómago, pero no de hambre. Algo estaba mal. Muy mal. Todo a mi alrededor comenzó a girar. Los cortes de carne se transformaban en criaturas extrañas, las morcillas en grandes gusanos negros que se retorcían en los platos. Intenté levantarme, pero mis piernas estaban pesadas, como si estuviesen hechas de plomo. El calor del fuego me envolvía cada vez más, sofocante, casi insoportable.
"Luciano..." Escuché la voz de Mirella, esta vez más suave, pero sin dejar de reírse.
"Despertate, pelotudo".
De repente, todo se oscureció. La carne, la parrilla, los hombres, todo desapareció, y el aroma a asado se desvaneció como humo en el viento. Sentí que me estaba hundiendo, como si el suelo bajo mis pies desapareciera, y todo a mi alrededor se volviera negro.
Abrí los ojos de golpe.
El cielo azul estaba sobre mí. El sol seguía brillando, y el sonido de las hojas moviéndose con la brisa llenaba el aire. Me encontraba tirado en el suelo, sobre la arena. Mirella estaba flotando encima de mi cabeza, mirándome con una sonrisa de oreja a oreja.
"Te lo dije, glotón" Dijo, divertida.
Me incorporé lentamente, sintiendo el peso de mi estómago, que estaba hinchado como un globo. No podía creer lo que acababa de soñar. Tarún estaba a mi lado, dándome una palmada en la espalda mientras soltaba una carcajada.
"¡Qué espectáculo, Luciano! ¡Nunca había visto a alguien comer tanto y tan rápido!"
¿Hasta qué punto fue un sueño?
Rundia me miraba con preocupación por encima de mi cabeza, en realidad no pude ver su cara por completo, porque, por la perspectiva, la mitad de su rostro estaba tapado por sus pechos.
"Estabas hablando en sueños", dijo, mientras se arrodillaba mejor a mi lado.
"Algo sobre un... ¿asado? ¿Qué es eso?"
Negué con la cabeza, tratando de recomponerme. Todo había sido un sueño, una absurda alucinación provocada por mi glotonería desmedida. Mi estómago protestaba con un dolor punzante, recordándome que había comido más de lo que debería.
"Nada… nada importante", murmuré, aún algo aturdido.
Pero mientras miraba el pequeño trozo de carne que todavía sostenía en mi mano, el recuerdo de ese asado imposible me hacía sonreír. Quizás, en algún rincón de mi mente, la nostalgia por mi tierra seguía viva. Aunque claro, después de lo que acababa de vivir, quizá era una buena idea mantenerme alejado de la parrilla… al menos por un tiempo.