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Capullo de dragon (Español)
Un faro en la noche

Un faro en la noche

Era como si todas las ventanas dieran al oriente, la luz de las llamas de los dragones venía de todos lados, decenas de monstruos alados de todos tamaños y colores lanzaban su furia y su fuego contra la ciudad de la arena y el sol. Potentes rugidos se dejaban escuchar en todas direcciones como si las tormentas mismas conversaran. La fría noche de Pellegrin no lo fue más. El bello cielo estrellado fue reemplazado por una densa nube de humo.

El caos reinó al poco de comenzar el ataque, el pueblo de Pellegrin no tenía ningún plan u organización para enfrentar una amenaza semejante. Algunos se encerraban en sus casas de piedra para ocultarse de las llamas, otros trataban de correr hacia el río, los soldados aprendices trataron de guiar a los civiles de la forma en que el guerrero Frey les estaba enseñando, pero las estructuras apenas proveían ninguna protección. No había dónde huir.

La reina Clessa, no, Caramin, el príncipe rojo, se dio cuenta de la luz del primer ataque porque un niño travieso había abierto la puerta de su cámara. Despertó sobresaltada y sintió las presencias que siempre temió, no trataban de ocultarse, la estaban retando, si habían llegado a la ciudad, incontables de sus propios dragones seguramente habían sido ya masacrados. No se suponía que eso la hiciera sentirse triste o enojada, quizá era la influencia del cuerpo que ocupaba durante el día, pero una furia le quemó las entrañas como si su propio fuego se volviera contra ella. Decidió que no había tiempo de salir corriendo como una reina, si iba a ayudar a sus dos pueblos, humanos y dragones.

Se sacudió para estirar sus alas y saltó atravesando el techo de piedra como un pez que saliera del agua, las agitó para permanecer en el aire, elevándose cada vez más a pesar de su tamaño colosal. Rugió llamando a todos sus dragones escondidos en cuerpos humanos.

En el cielo había casi veinte dragones, atacaban cada barrio de la extensa ciudad, Caramin tenía doce ocultos entre la población, y esperaba que algunos de los que patrullaban fuera de esta acudieran en su ayuda, debían hacerlo, esa había sido su orden absoluta.

Muy alto sobre la ciudad la estaban esperando ya, en un hecho inaudito los príncipes Verde y Negro se habían unido para atacar. Caramin diría que los dragones no hacen alianzas, pero recordó que ella misma había buscado la ayuda de los humanos y el príncipe Azul, esa niña Eri, estaba de su parte, o algo parecido. Rugió para hacerse notar.

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El techo se estaba cayendo, los guardias habían dejado de perseguir a Eri y ahora corrían fuera del palacio, ¿Dónde estaba Koro? Se encaminó deprisa hacia la entrada de la sala del trono sin importarle los rugidos que escuchaba, las palabras eran agresivas y amenazantes, pero Koro estaba primero, era lo que Papá siempre le había enseñado, los indefensos antes que los enemigos.

Mientras veía que a la distancia los guardias se transformaban en dragones, encontró a su amigo a salvo junto a la puerta, llorando en el suelo mirando donde hasta hacía poco descansaba la reina.

—¡Eri! —En cuanto la vio, Koro se aferró a ella —vámonos, tengo mucho miedo, ¿Qué está pasando?

Eri tenía miedo también, los rugidos de tantos monstruos hacían temblar sus manecitas, quería que Papá y Mamá viniera a ayudar, pero sabía que en ese momento, ella era la más fuerte, y era su responsabilidad lograr que Koro volviera a salvo a casa. Apretó el puño tratando de detener los temblores y puso su mejor sonrisa, esa que hacía que hasta la señora Mera reaccionara.

—Vamos Koro, no te preocupes, vamos a estar bien —mientras hablaba, le ayudó a incorporarse. Miraron hacia la dirección de donde habían venido cuando escucharon el sonido de cascos sobre la piedra, apenas audible sobre los sonidos de la batalla. Peonia había venido a buscarlos por su cuenta. Confundidos, pero agradecidos, los pequeños montaron a la pequeña yegua para intentar volver a buscar ayuda, Koro iba detrás, aferrado a la princesa dragón por la espalda. Eri, por si acaso, se colgó la vaina de su daga del cinturón, ya no podía tener más problemas de los que seguro le esperaban cuando volviera a casa.

Peonia corría veloz entre las columnas hasta que llegaron afuera, siguió rauda por la orilla del río, los dragones peleaban en el cielo unos contra otros, había muchas casas en llamas aunque la mayoría fueran de piedra, las personas huían en todas direcciones como pollos perseguidos por zorros. De pronto, el ruido de la gente y las alas de los dragones fue opacado por una explosión. Había caído el primer dragón.

—Eri, ¿Qué está pasando? Esto es una pesadilla —Koro siempre había sido el valiente, el que se enfrentaba a los niños grandes, el que la empujaba a la aventura, Eri aún recordaba cuando se colaron en los calabozos de palacio para ver cuál señor era el más feo, Koro siempre daba un paso al frente para gritarle a los que le decían cosas feas, su corazón se encogía al verlo llorar.

—Todo está bien Koro, todo está bien —no sabía si le creía, pero cada vez que lo decía, él la abrazaba más fuerte, su voz se escuchaba como si ya no llorara.

En pocos minutos se encontraron de frente con una jinete en una capa roja, Eri y Peonia se reunían con sus madres. La Mamá de Eri se escuchaba más preocupada que furiosa, que era mucho decir.

—¡Eri! —le gritó desde Luz de luna —¿Qué crees que estás haciendo? Tenemos que poner a tu amigo a salvo, necesitamos tu ayuda con la ciudad —Mamá siempre trataba de evitar que Eri saliera a combatir, al parecer esta iba a ser una ocasión muy especial.

Algo en la frente de Peonia comenzó a brillar.

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Meraxes solo podía observar el desastre sin intervenir, ella sola podría derrotar a varios dragones menores al mismo tiempo, pero su juramento inscrito en su tobillera la atrapaba en ese cuerpo frágil hasta que su ama le diera permiso, ¿Dónde había ido? La señorita era cada día más desobediente, pero eso llenaba a la maestra dragón de orgullo por inconveniente que fuera, un dragón no debía someterse jamás a los más débiles, como hacían los humanos con sus absurdas reglas y leyes.

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Había salido de la cama a buscar a Eri desde que vio la primera llamarada, el complejo tenía jardines llenos de palmas y árboles frutales que eran ahora pasto para las llamas. Sintió vergüenza de temer al fuego mientras recorría los patios y pasillos gritando el nombre puro que su ama tomaba como propio, aunque su verdadero nombre en lengua humana sería algo parecido a “Cielo”. Se preguntaba si la habría nombrado el rey o aquel viejo dragón que la cuidó por cinco años. Meraxes era así, en los momentos de mayor peligro, su señorita y su seguridad eran lo único en su mente. Sus manos ya tenían quemaduras y el camisón con que dormía estaba reducido a harapos, aun así no pensó en sí misma ni una sola vez.

Pero no era del todo verdad, mientras salía del complejo en dirección al río, recordó todos esos siglos en los que nada había sido más importante para ella, que su propia existencia, ni siquiera en los veinte años que pasó como humana se había sentido así, era por causa de Eri, no cabía duda. Debía encontrar antes que los príncipes lo hicieran. Caramin les había confiado la naturaleza de sus poderes, el negro podía usar su voz para provocar un intenso dolor, mientras que el verde era capaz de ver el éter, los cuerpos ocultos de los dragones y los espíritus de los muertos. No se podía escapar o esconderse con ambos presentes.

Al pasar bajo el dintel de la salida, el cuerpo de un dragón verde, pequeño en comparación con ella estalló en el aire, la fuerza de la explosión derribó el arco de la puerta, lanzando escombros en todas direcciones. Meraxes no tenía forma de evitar la lluvia de piedras y cayó al suelo cuando gran número de ellas le cayó encima, atrapando sus piernas casi hasta la cintura, el dolor se hizo insoportable. Podía sentir la cálida humedad de su sangre humana debajo de sus rodillas. Miró alrededor buscando ayuda, pero lo que alcanzó a ver, fue lo afortunada que había sido.

Gritó con todas su fuerzas, hasta que escuchó una voz, lejana, familiar, donde quiera que estuviera, su ama le estaba llamando, pronunciando las palabras con voz de dragón y no de humano, le llegaron, restaurando la sonrisa vanidosa que compartía con su antigua ama Caramin en su rostro, mientras profería un último grito.

—¡Lo juro!

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No había tiempo para contar.

Cada matadragones del continente sabía con certeza a cuantas bestias habían acabado, era parte de ellos mismos, como lo era su edad o nacionalidad. Era mejor que un rango o título, Frey sabía que los soldados regulares en las guerras podían vivir una vida acabando con cientos de hombres, pero un matadragones era afortunado si lograba acabar con uno siquiera. Un inexperto hablaría con los miembros de la orden y creería que cada matadragones mataba dos o tres, sin darse cuenta de que esos eran los afortunados, las leyendas, los que seguían vivos. Y entre ellos, Freydelhart, era asunto aparte.

A lomos de su pegaso Saltarín, blandía su enorme mandoble de acero encantado cercenando las alas de cada dragón que lograba alcanzar, a otros les hacía cortes profundos en el vientre o la espalda para dejar escapar su fuego. Era un experto en su arte, el héroe nada menos, y esa noche quizá perdería por fin la cuenta de sus propias hazañas. No era importante, la situación era desesperada, había miles de personas en peligro, y a pesar de todo, trataba de contar.

Procuraba no intervenir si dos dragones luchaban entre sí, le era imposible distinguir amigos de enemigos hasta que alguno trataba de lanzarle llamaradas o embestirlo con sus alas. No tenía caso, para los dragones menores, Freydelhart y Saltarín eran tan inalcanzables como el propio rey dragón. Por lo menos hasta el momento.

Frey escuchó un rugido familiar, y poco después pudo ver al enorme dragón negro que levantaba vuelo desde lo que fue el complejo que albergaba a su familia, reducido a escombros por los contantes ataques y la explosión de un dragón que había caído a manos de uno de los príncipes. Meraxes volaba entre los otros como si no notara su presencia, mirando a todos lados, sin duda buscando a Eri.

Frey voló a su lado, juntos se abrieron camino hasta el lugar en que los tres príncipes luchaban unos con otros. Caramin era el mayor de los tres, era aún más grande de lo que había sido el príncipe blanco. El príncipe negro parecía una mancha que borrara las estrellas, sus escamas oscuras y sus gráciles movimientos lo ocultaban en el cielo nocturno a pesar de su tamaño. El príncipe verde volaba pesado y lento, lanzando llamaradas gigantes en todas direcciones. Otros dragones trataban de acercarse, pero ninguno hacía diferencia en el combate, terminaban abrumados por el viento de las alas o alcanzados por el fuego de los que a todas luces eran la élite de los dragones.

Frey, Meraxes y Caramin, harían frente a la mayor amenaza para el mundo, después del rey dragón.

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Runa estaba teniendo problemas para alcanzar a Eri, Peonia, su pequeña yegua era al final el unicornio que la pequeña siempre supo que era, si era verdad, la importancia de la princesa dragón en el mundo era mayor incluso de lo que habían dado todos por supuesto. La Diosa de la Paz no había enviado a su emisario al mundo en miles de años, y ahora dicho emisario corría con dos niños pequeños a su lomo iluminando el camino con la luz de su cuerno.

Allá donde iban, la gente se acercaba a ver la luz, como si el miedo a los dragones dejara de importar, el aura que emitían estaba sanando a los heridos, pero no era suficiente, Eri tenía que soplar su fuego azul en muchos de ellos para remover la maldición de las heridas hechas por garras o cuernos de dragón, esa era la verdadera naturaleza de su poder, podía cerrar hasta las heridas malditas que a los hechizos élficos les costaba tanto. Mientras cabalgaba detrás de su hija, Runa se preguntaba qué habría sido de Pellegrin si el ataque se hubiera producido en su ausencia. Se sentía al mismo tiempo la madre más orgullosa del mundo, y la más preocupada. Los dragones enemigos estaban empezando a notarlas. Aquellos al servicio de la reina Clessa las protegían, pero bastaría un oportunista para ponerlas contra las cuerdas. Runa se estaba quedando sin poder mágico de tanto usar sus escudos sobre Eri y Koro.

De pronto, la pequeña yegua se detuvo y se dio la vuelta despacio, Eri parecía asentir.

—Mami —le dijo con la voz nerviosa, pero sin dudar —por favor, llévate a Koro a un lugar seguro, Peonia dice que ya terminamos de curar a la gente, que ahora tenemos que luchar.

—Eri —le respondió —tú no debes ponerte en peligro, los llevaré a los dos al puente de palacio, ahí deberían estar seguros. Yo buscaré al maestro Genwill para ayudar a los soldados a combatir.

—Yo —el rostro de la pequeña se desvió para mirar al unicornio que montaba —Peonia dice que tengo que hacerlo, que Papi está en problemas. Y algo raro sobre el destino que no le entiendo, pero…

Runa estuvo a punto de replicar, pero en su lugar, tomó en brazos a Koro y lo pasó a su propia montura, el muchacho temblaba, estaba muerto de miedo hasta para emocionarse con descubrir un unicornio.

Un momento después, la visón de su pequeña a quien le faltaban un par de meses para cumplir siete años resplandecer fue simplemente el inicio. Eri pareció meter la mano en su pecho y sacar lo que parecía el asta de una lanza, plateada y refulgente, acto seguido, desprendió el cuerno de la cabeza de su yegua y formó con ambos objetos una bella lanza plateada. Sin decir más, Peonia se puso al galope y corrió hacia el cielo como si un camino invisible se formara frente a ella. Eri extendía sus alas, pero era evidente que no era eso lo que los elevaba.

La madre del ser más asombroso del mundo, se quedó ahí, con el pequeño en brazos, mirando impotente a su pequeña marchar al rescate de toda una ciudad.