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Capullo de dragon (Español)
El súbito amanecer

El súbito amanecer

Caía la noche, pronto el sol inclemente de Pellegrin sería reemplazado por un cielo perlado de estrellas que traería consigo un frío igualmente feroz. El entrenamiento había terminado con el día y todos los nuevos soldados se dispersaban lejos del templo de la arena y el sol. Una de tantas grandes explanadas de la ciudad que ahora cobraban sentido en la cabeza de Oregdor.

A pesar de su tupida barba y su recio semblante, Oregdor era un muchacho, apenas superaba en edad a Bestenar, ambos estaban desarrollando una especie de camaradería formal, quizá podría ser una amistad si el pupilo del príncipe Frey fuera un poco menos arrogante. Pero tenían algo en común. Ambos habían cambiado algo después de la revelación de la reina Clessa como el príncipe dragón Caramin. No fue extraño que se buscaran.

—Oregdor —el muchacho de cabello rosado fue el primero en hablar —¿Quieres ir por un trago?

—Francamente —le contestó rascándose la nuca —no me gusta mucho beber alteza, pero puedo acompañarle si gusta.

—Deja eso de Alteza Oregdor, no me respetabas tanto allá en Artemia cuando llegaste con tu padre.

—Eso fue…

—Bah, no me interesa, lo sé, no doy muy buena primera impresión, en todo caso, tampoco me gusta tanto beber, pero quisiera preguntarte algo, y necesitamos refugio de este maldito frío. Tu tierra es demasiado hostil, no sé cómo soportan vivir así.

—Uno se acostumbra alte… Bestenar, pero es verdad, podemos ir a ese lugar a un par de calles, tendrán algo de tu gusto.

El establecimiento era un edificio bajo de piedra de cantera no demasiado grande, pero tenía unas cuantas mesas y una barra al estilo occidental, según sabía, servían una reserva de vinos de Meyrin endulzados con la miel que hacía famosa a esa región. Era un sitio para extranjeros, sin duda el príncipe tendría menos quejas ahí. Llegaron cuando ya se había puesto el sol y se sentaron cerca del fuego que ardía en una chimenea.

—Y bien —dijo Oregdor apartando la silla de mimbre y sentándose a la mesa — ¿Qué querías preguntarme?

El príncipe puso los codos en la mesa y entrelazó las manos. Le lanzó una mirada que habría sido ominosa de no ser por todos esos encajes y sedas con los que vestía.

—La reina —dijo al fin, la voz casi un susurro —¿Podemos confiar en ella? ¿En el dragón que gobierna este reino?

Era la pregunta que Oregdor se temía.

—No lo sé, daría mi vida por la reina Clessa, siempre la vi como la persona más impresionante del mundo. Hermosa, fuerte, inteligente, y aunque no lo creas, piadosa y amable con su pueblo. No sé nada de Caramin, siento que he vivido engañado, pero… lo peor es que no ha cambiado nada. No parece que se hubiera desenmascarado o que pretendiera ser alguien más… me vuelve loco, si habláramos de Clessa, te diría que la sola pregunta es una ofensa…

—Supongo que debe ser difícil descubrir que estabas enamorado de un dragón —Bestenar lo dejó caer como si hubiera dicho que el agua moja. Oregdor solo desvió la mirada.

—Entonces —siguió Bestenar mientras pedía sus bebidas con una seña —¿No lo niegas?

—Tal vez…. Tal vez sea verdad, tal vez por eso puede controlarme…

—O tal vez es lo contrario, lo que piensas y sientes puede ser su poder afectándote.

Eso era simplemente demasiado, Oregdor no quiso responder, en su lugar, devolvió la pregunta.

—¿Sabes tú acaso lo que se siente estar enamorado?

El príncipe Bestenar se sonrojó y le evitó la mirada, todo su semblante ominoso terminó olvidado en ese momento.

—Pues… creo que sí. Aunque no sé si tiene algún futuro, es una mujer de baja cuna, extranjera, ya he contrariado demasiado a mi padre como para traer una plebeya a la familia real…

—Tu problema no existe “majestad” —recalcó la palabra con evidente burla, no buscaba ser sutil, en ese momento les sirvieron sendas copas de vino rojo —si vas a ser rey nadie puede cuestionarte, yo soy el plebeyo que quiere impresionar a un dragón nada menos.

—Los dragones no me impresionan, mi maestra y mi hermana lo son. Eso no las hace menos patéticas —dio un sorbo a su copa arrugando la nariz.

—¿Hermana? Veo que le has tomado cariño a la hija de tu maestro —dio un trago largo, el vino estaba dulce, pero lo bastante fuerte, no estaba tan mal.

—No sé, empezamos a llamarnos hermanos hace tiempo, creo que yo empecé, esa maldita niña, me recuerda a mi verdadera hermana, pero para ser sincero no se parecen en absoluto. Erina odiaba los dulces, era altiva desde pequeña y apenas tenía amigos. Aun así siento que estoy con ella cuando el caballero idiota me obliga a cuidar a la mocosa. En esos momentos me parece que son la misma persona por más distintas que sean en verdad.

—Eres demasiado complicado, admite que la quieres y ya. La gente puede perdonar.

—No creo que yo pueda. Y también quiero que sepas esto. No confío en ese príncipe rojo. Por muy tu reina que sea, si nos traiciona no dudaré en usar lo que he aprendido para acabarla, y necesito saber si tendré que luchar contigo si se diera el caso.

Oregdor sonrió de oreja a oreja.

—Escucha principito —le dijo sacando un pequeño cuchillo que llevaba oculto en su cinturón —tal vez seas el alumno más avanzado en matar dragones, pero —movió el cuchillo hábilmente entre sus dedos, antes de arrojarlo hacia la mesa, clavándolo justo frente a Bestenar, que retrocedió sorprendido —estás muy verde, no eres una amenaza para mí, o para mi reina. Así que recemos al sol y a la arena para que no tengamos que llegar a eso. Preferiría luchar a tu lado que contra ti.

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Apuraron sus copas y se dieron la mano como lo hacían los matadragones. Dejaron pasar la noche hablando de trivialidades. A cualquier otro le hubiera parecido raro que un joven escudero hablara tanto sobre flores, pero no había muchas variedades en Pellegrin, así que Oregdor decidió escuchar.

De pronto, la luz del sol pareció entrar por la ventana…

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—¡Hace demasiado frío Eri!

El pequeño Koro tiritaba en la entrada de los establos donde había esperado a la princesa Eri. A ella a veces se le olvidaba que las personas normales no podían volar, ni tenían su fuerza o fuego dentro de ellas. Seguirle el paso se hacía difícil, aunque siempre valía la pena. Ella llegó corriendo vestida con ropa de entrenamiento y un abrigo, a pesar de que Koro sabía que Eri nunca tenía frío si no quería.

—Perdón Koro, Papá no se dormía y se me hizo tarde —ella le sopló un tenue fuego anaranjado y él enseguida se sintió mejor, qué niña tan asombrosa.

—Gracias Eri, pero ¿Estás segura de que hay algo interesante en el palacio?

—Si, escuché a mi Papi decirlo, “si parece que no ocultan nada, deben tener un secreto enorme”. En el palacio casi no hay puertas, es muy sospechoso.

—Pude sacar a Peonia del establo, puede con los dos aunque siga siendo pequeña, mi papá se va a enojar si no regresamos antes de que se despierte.

—Tranquilo Koro, si descubrimos un gran secreto todos nos felicitarán y dirán “esos niños son increíbles, no hubiéramos podido descubrir la verdad sin ellos”.

—Eso sería genial, y si no, podemos ver si tienen de esos pasteles que nos dieron por la tarde en las cocinas.

Montaron a la pequeña yegua blanca que Eri juraba que era un unicornio, Koro quería creerle, pero nunca había visto su cuerno y más allá de estar creciendo lentamente para un caballo de su tipo, no tenía nada de especial. Se encaminaron por la orilla del río desde la residencia donde dormían hacia el palacio, no estaba demasiado lejos, pero el lugar en sí era un laberinto de columnas y explanadas que tomaba mucho tiempo recorrer, los únicos muros eran los que rodeaban la cámara central donde estaba el trono. El reto sería moverse sin ser vistos por los guardias de la cámara principal, por lo demás se trataba de un espacio público, se habría necesitado un guardia entre cada columna para mantener a la gente fuera. También había unos cuantos sótanos que llevaban a las barracas de los guardias, las cocinas o la sala del tesoro. Esta última era la que más les interesaba.

Rodearon el exterior del edificio hasta que vieron que cerca de un costado había menos vigilancia, dejaron a Peonia cerca por si tenían que huir deprisa, todo era muy emocionante, Koro no creía que corrieran verdadero peligro, sobre todo al lado de Eri, pero entrar a escondidas y buscar un secreto era algo que solo ocurría en las historias, en la mayoría de ellas los héroes encontraban algún artefacto mágico o conseguían escuchar un secreto. Se preguntaba qué podía estar oculto a simple vista en aquel palacio sin muros o en alguno de sus sótanos.

Vieron un guardia en patrulla a lo lejos y se ocultaron tras una columna.

—Eri —Dijo Koro en un susurro algo más alto de lo que pretendía —¿Qué hacemos si nos ven?

—Corremos —le respondió al mismo volumen —tú regresa con Peonia y huye, si nos atrapan yo los entretengo y tú escapas y vas por mi Papi, él nos puede salvar.

El guardia pasó de largo, Eri siguió caminando por delante, parecía que sabía dónde iba, aunque después de un rato a Koro le pareció que habían dado una vuelta completa sin ver una entrada ni nada extraño.

—Casi no hay guardias Eri, no parece que haya nada importante.

—Es un truco, estoy segura, tal vez… en la sala de la silla, todos los castillos tienen una, pero la de aquí es enorme, vamos allí.

—Pero ahí hay muchos guardias Eri.

—No te preocupes, tengo un plan.

Con pasos cortos, tratando de no hacer ruido, se encaminaron al centro de la gran estructura donde los únicos muros se levantaban, la puerta de la sala era tan grande como la de los muros de Artemia, pero había una más pequeña en la puerta misma, a Koro le pareció una tontería hasta que se imaginó teniendo que abrir una puerta tan pesada para ir al baño cada noche. Seis señores con armaduras pesadas y cascos en forma de cabeza de dragón cuidaban la entrada, rectos y serios.

—Koro —dijo Eri — cuando se vayan corre y echa un vistazo adentro, luego escapa a donde está Peonia y espera, si no regreso ve por mi Papi.

—¡Espera Eri!

Koro no lo había pensado bien, pero su grito precipitó los planes de la princesa, los guardias volvieron la mirada y Eri se lanzó a correr hacia ellos.

—¡A que no me atrapan! —gritó riendo mientras embestía a uno de ellos derribándolo al suelo. Los cinco restantes trataron de atraparle, pero Eri salió corriendo, se detuvo un momento para hacerles una mueca y volvió a correr cuando estuvo segura de que todos la estaban persiguiendo.

Koro pensó que Eri debía estar un poco loca, siempre había sido valiente, pero no se había enfrentado a personas desde que peleó con bandidos, hacía ya más de un año. Recordó lo que le habían pedido y corrió hacia la puerta mientras los guardias buscaban a Eri. Abrió la entrada pequeña y metió la cabeza dentro.

Lo que vio le pareció lo más increíble que había visto jamás, un dragón rojo enorme, realmente colosal estaba dormido enroscado sobre sí mismo, como lo hacían los gatitos. Koro se había perdido la batalla de los dos dragones en Artemia, no hubiera sabido decir si era más grande que aquellos dos, pero era mucho más grande que Azulito o el dragón rojo que atacó el barco, no tenía comparación. De sus fosas nasales salían llamas entre azules y negruzcas, tenía cuernos largos que se extendían como las ramas de los árboles y recordaban a los de los alces. Pero eran mucho más rectos y brillantes. Su cuerpo cubierto de brillantes escamas rojas era fino a pesar de su tamaño, las enormes alas cubrían su espalda como si se tratara de mantas. A Koro le parecía de algún modo retorcido algo tierno.

—¡Hey mocoso! —Uno de los guardias había recuperado el sentido común y había regresado, antes de que pudiera reaccionar, ya lo tenía agarrado por el cuello de la camisa —¡La reina duerme! ¡No vas a querer saber lo que hace con los que la despiertan!

En ese momento, la luz del sol pareció surgir entre las columnas del palacio…

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—¿Dónde fue esa niña? Cuando la encuentre voy a quitarle los dulces de miel hasta que olvide el sabor — Runaesthera había revisado el cuarto de Eri cuando le pareció oir ruido de cascos alejándose del pequeño complejo de residencias que les había proporcionado la reina, era el lugar más lujoso de la ciudad, a resguardo del frio y el calor, pero ahora solo pensaba en encontrar a su hija.

—Ya fui a los establos —dijo Frey que regresaba corriendo —Pankoro dice que Koro tampoco está en cama y se llevaron a su yegua.

Cada regalo que le daban a Eri, parecía incitarla más y más a la desobediencia, Runa aún no superaba que la pequeña hubiera atacado por su cuenta al dragón rojo y hubiera conseguido hacerse daño por poco que fuera. Ya tenía bastante con que siempre consiguiera ocultarles su daga dorada y ahora usaba su yegua para escaparse de noche, tuvo un escalofrío al imaginar una Eri adolescente armada hasta los dientes y escapando a caballo con el hijo del cochero, volver a la realidad no la tranquilizó.

—Vamos, las huellas de la yegua van hacia el palacio —Frey estaba siendo práctico, no gritaba ni se desesperaba, pero era expedito y eficiente en hallar soluciones, eso era lo que más le gustaba de él cuando ella misma perdía el control. Pero estaba segura de que cuando hallaran a Eri, sería él quien exagerara con su castigo. Se puso su capucha de maga, invocó una pequeña esfera de fuego para que los rodeara en el frío de Pellegrin y salió a buscar a Luz de Luna, Frey ya tenía a Saltarín amarrado junto a la puerta.

Cuando puso pie afuera, le pareció ver la luz del sol.