Los cascos de los caballos resonaban contra los adoquines al mismo ritmo frenético del corazón de Bestenar. Él y Oregdor estaban reuniendo a todos los civiles que podían, Oregdor era conocido en la ciudad y contaba con la simpatía de muchos de los aprendices, no le estaba costando liderar. Bestenar lo miraba con envidia, sabía que ni en su propia ciudad contaba con nadie, recuerdos de su fallida rebelión le venían a la mente.
Montaba el caballo del campesino venido a más al que ahora llamaba maestro. Llevaba su mandoble a la espalda, era sorprendente que fuera capaz de blandirlo, pero en verdad podía. Quizá tendría que agradecerle por obligarle a cargar tantos cubos de agua para abrevar a los caballos, hacía tiempo que le costaba ver sus obligaciones con desdén, estaba viendo los resultados. También se había acostumbrado a llevar un escudo en su brazo izquierdo, recuerdo de la batalla con el príncipe blanco.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la visión de un gran número de personas que trataban de huir en dirección al desierto, Bestenar sabía que eso sería el desastre.
—¡Ciudadanos de Pellegrin! —Gritó con todas sus fuerzas, intentando sonar autoritario —¡Deben reunirse bajo el puente de palacio! ¡Por la autoridad de la reina se los ordeno!
Un par de cabezas se giraron hacia él, pero no consiguió nada más. Las personas estaban asustadas, gritaban y se dispersaban buscando caminos menos congestionados. No estaban escuchando. Típico de las masas de plebeyos, se movían como ovejas. Siempre necesitando un pastor. Oregdor también trataba de convencerlos de regresar, pero estaba teniendo el mismo éxito.
Terminaron rodeándolos con los caballos para impedirles el paso, ayudados por un par de aprendices que se les habían sumado en su tarea. Aquellos que habían podido encontrar buenas monturas. La tarea dejaba poco espacio para la dignidad del pueblo, pero si las personas se congregaban en el desierto los dragones caerían sobre ellos. No tendrían dónde esconderse ni podrían correr en la suave arena. Sólo la diosa sabía qué poder les hacía creer que ahí estarían a salvo.
La luz de una llamarada los puso a todos en alerta, un dragón pequeño, de escamas amarillentas, apenas del doble del tamaño que un caballo se había escabullido de la batalla buscando presas fáciles. La multitud era todo un premio para un monstruo menor, pero igualmente peligroso.
El dragón voló bajo, llenando los caminos de llamas para cerrarles las rutas de escape, estaban metidos en una trampa con toda esa gente. Bestenar echó mano del mandoble y cabalgó en dirección a la bestia. Pero cuando ésta estuvo frente a él, se elevó en el aire fuera de su alcance. Por lo menos había evitado que lanzara sus llamas sobre la gente.
—¡Oregdor! —le gritó mientras daba la vuelta —¡Que los hombres rodeen a la gente! ¡No permitan que el dragón descienda!
—¡Ninguno tiene forma de acabarlo! —le respondió, sacando su largo alfanje que llevaba siempre al cinturón.
—¡Pero eso él no lo sabe! ¡Tenemos que resistir hasta encontrar la forma de derribarlo!
Por lo menos los aprendices le obedecían, aunque fuera a través de Oregdor, era algo que le daba esperanza de que podría aprender a reinar algún día. Los pocos soldados que tenía se dispersaron, eran muchachos valientes simplemente por haberse ofrecido voluntarios al entrenamiento en primer lugar, en cierto modo, se habían enrolado justamente para situaciones como esta. Ninguno retrocedió cuando el dragón regresó una y otra vez desde diferentes direcciones, cada vez fue repelido por uno u otro. Agitaban sus armas amenazadores cuando lo veían descender para cerrar otro camino con su fuego o intentar atacar a la multitud. Bestenar sabía que no durarían mucho así.
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En un cierto momento el dragón embistió a uno de los soldados en lugar de volver a elevarse, tirándolo del caballo, herido, Bestenar se apresuró en su ayuda a todo galope pasando muy cerca de varios civiles, la bestia permaneció volando bajo lista para terminar lo que había empezado. Esta vez abrió sus fauces para exhalar su fuego sobre el pobre aprendiz.
Bestenar llegó justo a tiempo de saltar de Pergamino al suelo entre ambos y recibir la llamarada con su escudo, era un escudo de matadragones, hecho para resistir el calor, por lo que salvaron la vida, pero en ese momento fue evidente por qué Freydelhart nunca lo llevaba. Para empuñar el mandoble de pesado acero debía emplear ambas manos.
El monstruo tocó tierra haciendo huir a los civiles, si bien los incendios que había provocado no les permitirían ir muy lejos. Comenzó su ataque de garras y dientes contra el joven escudero que se defendía ya con el escudo, ya con el mandoble, retrocediendo ante la fuerza y el peso de su rival. Pensando, que eso se le daba bien, en alguna forma de ganar, claro, el mayor problema sería que aún si ganaba, el dragón estallaría acabando con él y seguramente muchos de los civiles.
Detuvo una garra con el mandoble mientras la otra le alcanzaba en el escudo, clavándose en éste y arrancándolo de su brazo de un tirón. Bestenar sintió el dolor punzante de la punta de la garra y la calidez de la sangre manando de su antebrazo donde había estado el escudo, era apenas un rasguño, pero no cerraría por sí sola, se le acababa el tiempo, tenía que hacer algo de inmediato.
El aprendiz caído se había alejado por fin, los demás se acercaban galopando, lanzas en mano.
—¡No idiotas! —Les gritó mientras rodaba a un lado para evitar una llamarada —¡Aléjense! ¡Pongan a los civiles a cubierto! —Si estaban cerca, el riesgo de matar al dragón era mayor.
La idea le vino por fin, era una muy mala, pero no tenía más.
Se levantó del suelo blandiendo el mandoble usando lo más parecido a la pose del hipogrifo que podía ejecutar, la hoja de la espada larga rasgó la piel del dragón por debajo de la mandíbula, luego dio un revés para herir el pecho, sangre humeante manó de las heridas mientras los ataques de la bestia se hacían erráticos y desesperados. Frey se los había enseñado, “los dragones no están acostumbrados a la resistencia, por lo que se frustran y enfurecen con facilidad, hagan de su furia la ventaja que les dé la victoria”.
Bestenar retrocedió, tratando de reconocer el terreno, buscando algún edificio, un lugar en que pudiera entrar, que tuviera una entrada lo bastante amplia… le costó unos segundos localizar lo que había sido una tienda, ahora un cascarón vacío de edificio, corrió en su dirección confiando que el dragón enfurecido fuera tras él. La luz de una llamarada le confirmó sus esperanzas.
Bestenar logró saltar dentro de la tienda abandonada a tiempo de evitar lo peor del fuego del dragón, apagó a palmadas las llamas en su pantalón y apretó los dientes al sentir las quemaduras. Si vivía al final de esta noche, por primera vez en su vida tendría cicatrices en su otrora perfecto cuerpo. Maldita bestia insolente.
Sacudió la cabeza buscando recuperar la concentración, el edificio era pequeño, pero el dragón podría seguirlo dentro, contaba con eso, esperaba que no hubiera nadie buscando refugio, no tenía tiempo para asegurarse.
La bestia terminó por abrirse paso destrozando los marcos de la puerta caída buscando a Bestenar, que esperaba agazapado bajo el antiguo dintel de una ventana. Decidido, sin saber si sería capaz, se levantó adoptando la pose favorita de su maestro, la poderosa estocada de una perfecta pose del unicornio clavó el mandoble de acero justo bajo el cuello del dragón, hundiéndola casi hasta la empuñadura. Llamas brotaron de la herida como agua que salpicara, los ojos de la bestia se tornaron blancos mientras se desplomaba sin vida sobre el suelo de piedra con un sonido seco. Antes de empezar a hincharse, Bestenar trató de saltar por el hueco de la ventana antes de la explosión.
El estallido destruyó el edificio de piedra de cantera hasta sus cimientos, pero las ruinas pudieron contener la fuerza y las llamas a un área menor. Una lluvia de piedras logró herir a unas pocas personas, pero nada más grave que una pierna rota. Oregdor y los aprendices buscaron entre los restos humeantes de la antigua tienda al príncipe.
Lo encontraron cubierto por los escombros, sucio de pies a cabeza, se había cubierto la cara instintivamente con el brazo herido, por lo que por un momento pensaron que tenía un corte grave en la cabeza, que tenía llena de sangre. Oregdor se apresuró a hacerle un torniquete arriba del codo, debía ir con un mago a remover la maldición o se desangraría lentamente. Estaba lleno de golpes y completamente agotado, por lo demás parecía estar bien.
Cuando Oregdor lo ayudó a incorporarse apoyándose en su hombro, aquellos que habían sido testigos de la batalla, estallaron en una ovación sonora y sentida. Lo llenaron de admiración y gratitud, lo extraño era, que por una vez, se sintió humilde ante la verdad, no había logrado nada todavía, la ciudad seguía llena de dragones, y la gente aún corría peligro. Por lo menos, en adelante, no le costó comandar la misión.