El viejo castillo estaba ya casi en penumbra, iluminado por reacios rayos del sol de la tarde y una luna temprana que brillaba en un cielo entre naranja y violáceo. Un caballero corría por los pasillos, el metal de sus grebas contra el suelo de cantera era ya el único sonido desde que poco antes, había matado al dragón que celosamente lo cuidaba. Se dirigía a la imponente sala del trono, donde esperaba encontrar nada menos que al rey de los dragones. Se encontró frente la entrada sudando, podría volver, buscar a sus soldados, pedir apoyo, o podría...
El héroe irrumpió en la sala abriendo de un golpe la gigantesca puerta de oricalco y oro. La luz de la luna entró tenue iluminando apenas las siluetas de los objetos, enmarcándolas en un aura etérea sin terminar de definirlas, miró alrededor, avanzó un paso a la vez, el rey era demasiado grande para esconderse ahí, pero, como acababa de aprender, los dragones tenían muchos trucos.
Las numerosas antorchas se encendieron al unísono encegueciendo al solitario héroe que cubrió sus ojos temiendo una emboscada, no deseaba caer víctima de un truco vil tras haber llegado tan lejos, pero cuando sus ojos se habituaron a la luz, lo que vio lo desconcertó más de lo que ninguna trampa hubiese hecho.
En el trono, una silla dorada de gigantesco tamaño dormía una pequeña niña de no más de cinco años, ataviada con un vestido de fino corte de encaje limpio y en buen estado. El héroe solo había visto algo así entre las princesas de los reinos mayores, su cabello rosa perfectamente peinado con pequeñas trenzas enmarcaba su cara de mejillas regordetas sonrosadas. Solo podía ser una pequeña princesa, hasta que notabas los diminutos cuernos de su cabeza y que su vestido había sido cortado para permitir el paso a incipientes alas cubiertas de escamas de un bello azul con destellos tornasol. La pequeña era de una belleza que se equiparaba a su monstruosidad. Respiraba efímeras llamas que no dañaban ni ennegrecían su rostro inmaculado.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Dónde está el rey dragón? — Atinó a decir el caballero que, espada en mano, escudriñaba con la mirada cada rincón de la sala.
La pequeña despertó frotando sus ojos con tiernas manecitas cubiertas en blancos guantes satinados. Miró a su alrededor hasta reparar en la presencia del héroe.
—Señor —dijo con una voz dulce y educada, pero con aquellas típicas dificultades de la más tierna infancia. —¿Es usted el héroe? ¿Vino a hacerme daño?
—Yo... no, —le respondió inseguro —vine a buscar al rey dragón.
—Yo soy la reina dragón, eso dice el señor que cuida la puerta, dice que si el héroe viene me hará daño y que debo ofrecerle la mitad del mundo para salvar mi vida —recitaba las palabras como de memoria, no parecía entender por completo lo que decía.
—¿Tú? ¿Y tus padres? —Las preguntas le salieron por instinto.
—Yo no sé, el señor de la puerta dice que salí de ese huevo de allá, y que mi mami estaba en este cuarto —el héroe miró hacia un rincón que ella le señalaba, donde reparó en los huesos secos que yacían junto a restos de un cascarón entre dorado e iridiscente— siempre dice cosas tontas. ¿Dónde está?
El señor de la puerta era muy probablemente el dragón que había matado minutos antes, había sido un hombre viejo y extraño vestido como lo hacían los sirvientes en los castillos, hasta que se transformó en un dragón grisáceo cuyo cuerpo ahora descansaba enroscado en el patio del castillo.
—El señor de la puerta ya se fue, dice que ya no necesita cuidarte... —Mintió sin pensar en lo que estaba implicando con sus palabras.
Los ojos de la niña se abrieron con incredulidad.
—Entonces —la pequeña saltó del trono con toda la agilidad que sus cortas piernas le permitían, y se abalanzó sobre él abrazándose a las suyas —¡Tú eres mi papi! ¡Volviste por mí!
Claro, seguramente ese hombre le dijo que algún día su padre volvería por ella —pensó el héroe —pero si dejó algo tan importante como a su propia hija... ¿Dónde estaba?
—No pequeña, no soy tu papá, y tampoco vine a hacerte daño.
—Ohhh que mal —una lágrima asomó en sus resplandecientes ojos azules, justo antes de recomponerse como por arte de magia —oye, ¿Quieres la mitad del mundo? ¿Si te lo doy tú me cuidarías? No me gustaba el señor de la puerta, era viejo y grosero. Tú eres mejor, eres amable, pareces divertido.
¿Qué podría hacer? Esa niña era un ser indefenso por no mencionar adorable, pero si en verdad era la hija del Rey Dragón, eventualmente se convertiría en la mayor amenaza para la paz del mundo. Permaneció en silencio, sin responder hasta que la sonrisa en el rostro de la niña se apagó.
—¿Entonces no te interesa? —sus grandes ojos se llenaron de lágrimas —no quiero quedarme sola.
El héroe soltó un suspiro resignado, no tenía corazón para hacerle daño, nunca lo tendría, si bien él mismo no sabía qué hacer, quizá Runaesthera tendría una idea.
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—De acuerdo, cuidaré de ti —"por ahora", pensó mientras veía cómo la luz de una sonrisa regresaba al rostro de la niña —Me llamo Freydelhart.
—Fff... fey... feljar —la dragoncita se esforzaba, pero simplemente no podía pronunciarlo.
—Puedes decirme Frey, ¿Tienes un nombre?
De la pequeña boca de la niña salió algo entre un rugido y un trueno. Una llamarada acompañó al sonido. Cuando terminó solo quedó una pícara sonrisa en su rostro redondo.
—¿Te importa si te llamo de otra forma?
—Me gusta Eri. Es un sonido bonito. —dijo con un saltito, sonriendo.
—¿Significa algo?
—No lo sé —Lo miró con los ojos muy abiertos, un dedo en la barbilla...
—Supongo que no importa, Gusto en conocerte Eri.
—Gusto en conocerte papá Frey.
—Yo no soy tu papá, ya te lo dije.
—Pero es un sonido más bonito, si tú puedes decirme Eri, yo te puedo decir como quiera —la pequeña hablaba envarada, Frey no tuvo otra que ceder —¿Quieres la mitad del mundo?
Frey rio un poco entre dientes antes de asentir divertido. Eri entonces tomó un pedazo de carbón de una antorcha desgastada y empezó a trazar en el suelo una línea desde una esquina de la sala del trono hasta la otra, teniendo mucho cuidado de partirlo a la mitad lo más exactamente posible a pesar de que ondulaba como suelen hacerlo las líneas dibujadas por los niños. Cuando terminó sacudió sus manitas satisfecha, aunque había arruinado sus guantes.
—Tú puedes tener esa mitad, te toca el sillón bonito, pero yo me quedo con la cama y mis juguetes.
Era de esperar, una lágrima furtiva escapó del ojo de Frey hasta la mitad de su mejilla, misma que terminó en su guante sucio, dejando una mancha en su rostro cansado. Qué pequeño era el mundo de quien vive en soledad. Se arrodilló para hablar con ella a su nivel, y hacer una pretendida reverencia a quien te ha ofrecido un gran honor.
—Eri, gracias por tu generosidad, a cambio, quiero llevarte a ver otro mundo, uno muy grandote, con un castillo precioso.
—¿Qué es un castillo? —Al parecer no llegas a conocer el pez si vives en su barriga, santa diosa de la paz, ¿Qué iba a hacer con ella? Bueno, primero llevarla con Runaesthera, ella siempre pensaba en algo.
El héroe llevó a la pequeña fuera de las puertas de aquella sala por primera vez, y luego hasta fuera de la torre, hasta el muro exterior, tuvo que dar una vuelta amplia para evitar el patio donde aún estaba el cuerpo del dragón. Hasta que a hombros de aquel hombre que no conocía, Eri experimentó por primera vez el asombro de ver el majestuoso castillo de Meyrin, donde en realidad había vivido toda su vida. Pronto volvería a ser el hogar de la familia real, exiliada hace años por el rey dragón.
Bajaron la montaña a lomos del caballo de Frey; Eri quería verlo todo, le fascinaban las nubes, los árboles, las rocas, dragón o no, era una niña pequeña a quien todo fascinaba, Frey pensó en el tiempo que debía haber permanecido aislada en aquella sala, y decidió tener paciencia y responder las mil preguntas que le hizo en el corto viaje hasta el campamento.
Llegaron al anochecer, Eri se había quedado dormida profundamente, Frey había usado su capa para atarla suavemente a su cintura y que no se cayera. Entraron a un campamento militar con decenas de tiendas, soldados iban y venían ruidosamente como si se prepararan para algo importante. Una mujer de tez morena, bronceada como la tenían los elfos de Artemia y cabello rosa brillante, ataviada con ropas de viaje y una capucha roja corrió hacia ellos apenas los vio venir. Los alcanzó mientras Frey bajaba a Eri de la silla y estaba todavía de espaldas.
—¿Por qué trasgos enanos te fuiste tú solo? ¿Para qué pasamos meses reuniendo un ejército si te ibas a hacer el valiente cabeza de orco? —Ella siempre le lanzaba aquellos insultos infantiles cuando se molestaba con él. Se dio la vuelta despacio con la niña envuelta en la capa.
—Runa, Runa, cálmate, por favor. Fuimos a explorar con Jimmer, encontramos el castillo vacío, él regresó a avisarles, yo entré a explorar, encontré a un solo dragón y pude matarlo. El rey no estaba ahí, pero baja la voz, que la pequeña duerme.
La rabia de la mujer cedió lo bastante para reparar en el paquete que Frey llevaba en brazos, con tanta celeridad como cuidado, se la arrebató.
—¿De dónde sacaste esta cosita? —hablaba lanzándole miradas de rabia, pero en susurros apagados por un tono enternecido.
—Mírala bien, esta preciosa pequeña es hija del rey dragón, ha estado encerrada en la sala del trono desde su nacimiento —Explicó lo mejor que pudo.
—¿Entonces es verdad que toman forma humana? Ay Diosa mía, es preciosa, mira esa carita —su tono se había tornado mucho más suave con la niña en brazos, parecía una niña con una muñeca nueva.
—Concéntrate Runa, si no fueron a buscarme quiere decir que Jimmer no regresó.
—Lo encontramos hace una hora, sigue inconsciente, el idiota se cayó del caballo cerca del paso del tejón —dijo sin mirarle, abrazaba y arrullaba a Eri en forma natural, como si no le pesara en sus delicados brazos, la escena era lo más maternal que Frey había visto en ella o en cualquier mujer.
—Runa... ¿Qué vamos a hacer? Es un dragón, pero es tan inocente, ha sufrido tanto, no se merece que la abandonemos... o peor.
—¿Freydelhart, no lo ves? Es como un regalo de la diosa, una oportunidad —Eri abrió un poco sus enormes ojos cristalinos mirando alrededor, al parecer habían ido subiendo la voz y la despertaron.
—¿Papá Frey, ella es la mujer que sabe muchas cosas? Es muy bonita. —Frey le había hablado de Runaesthera durante el viaje, pues mucho de lo que él mismo sabía, ella se lo había enseñado.
La cara de Runaesthera se puso colorada como si la sombra de su capucha fuera de su mismo color.
—¿Le hablaste de mí? ¿Y te dice Papá? ¿Y todavía me haces preguntas tontas?
—Ah, Eri, Ella es Runaesthera Verrin der Artemia, princesa del reino de Artemia, y, además —Frey parecía atragantarse con las palabras —ella es mi...
—Y además soy su prometida. —interrumpió Runa en tono severo, la mirada que lanzó al caballero le hizo sudar más que todo el viaje montaña abajo.
—No entiendo nada, ¿Qué es un reino? ¿Qué es una prometida? ¿Es como una mamá? —los miraba alternativamente como dirigiendo la pregunta al primero que contestara.
—A veces —Dijo Runa entre dientes, quiere decir que Papá Frey y yo nos vamos a casar pronto, casarse es lo que un hombre y una mujer deben hacer antes de convertirse en papás y mamás.
Los ojos de Eri se abrieron como platos.
—¿Si se casan ustedes pueden ser mi papá y mi mamá?
Se miraron el uno al otro, para decepción de Runa, fue ella quien finalmente rompió el silencio.
—Claro que sí pequeña Eri.