Meraxes caminaba por las calles más hermosas de Artemia cargando algunos libros, era en verdad estimulante poder volver a leer, aunque ahora su cuerpo humano necesitaba esos incómodos cristales frente a sus ojos para hacerlo bien. Se dirigía al palacio para cumplir su parte del trato; enseñaría a la princesa Erifreya todo lo que un dragón debe saber. Eso por supuesto incluía la larga historia de su raza, se había tardado semanas en encontrar los volúmenes que ella misma había escrito hacía más de trescientos años. Estos ignorantes humanos los consideraban cuentos de hadas. Que falta de respeto.
Su vestido azul era ya demasiado viejo para seguir usándolo, pero ahora que era una condesa podía mandar a otros humanos a hacerle nuevos atuendos como aquel largo vestido que llevaba puesto, le habían dicho que era demasiado conservador, pasado de moda, como si le importara su opinión. Tenía nuevamente una doncella que le peinara su largo cabello negro recogido como le gustaba, no era que le gustara ser humana, pero tenía sus ventajas. Claro que también tenía molestias como no poder decir su propio nombre, ni siquiera la llamaban Meraxes como los humanos de hace miles de años, se hacía llamar condesa Meracina de Cormin. Y aunque vivía en una casa muy hermosa y cerca del palacio, tener que caminar era una molestia.
Salvo quizá... por las flores. Para un dragón tan grande como ella, las flores casi no existían, sólo podía disfrutarlas en valles remotos donde crecían por miles, en Artemia, casi todas las casas tenían maceteros llenos de flores, eran tan coloridas y fragantes que hacían que todo valiera la pena.
Caminaba con la cabeza alta, mirando el camino sobre todo, había perdido la costumbre de caminar con aquellos zapatos, las costumbres humanas eran raras, muchas veces inútiles, pero agradecía tener una manera de parecer un poco más alta, sentirse tan pequeña era una de las peores partes del trato. Junto al miedo que le tenía al cielo, sabía que estaba en la fortaleza más segura de los humanos, pero si el príncipe, o peor, el rey, venían a buscarla...
Las personas la miraban al pasar, eso sí que le gustaba, había elegido ese cuerpo hacía siglos y sabía que era hermoso, lo mantendría joven mientras lo usara, podría hacerlo por muchos años, y gracias a la princesa quizás indefinidamente. Pues Meraxes había enseñado a su ama a detener su voracidad, y aún mejor, a darle una chispa de su propio fuego, renovando por completo su llama. Cuando creciera, esa niña sería la perfecta reina dragón, sus fieles serían los más fuertes y leales gracias a ese poder, pero por ahora ese privilegio le correspondía sólo a ella. Y lo que haría con ese fuego infinito sería tener un cuerpo humano joven y hermoso.
Los tacones de sus zapatos ya resonaban en el mármol de la entrada del palacio cuando la princesa se le acercó corriendo en compañía de ese mocoso campesino, y al parecer esta vez habían traído más, inaceptable.
-Señorita Erifreya por favor, no puede esperar compartir sus lecciones con plebeyos cada vez -bajó la cabeza y ajustó sus anteojos -no es digno de una princesa.
-Pero Mikorin y Koro tampoco saben leer, y nos gustan mucho sus cuentos señora Mera -siempre decía su nombre con esa sonrisa, tenía algún poder desconocido, estaba segura; de todos modos, no podía negarse a una petición de su ama, su naturaleza no se lo permitía, bueno, por lo menos estaban interesados en la gloriosa historia de los dragones.
-Mph, qué más da. Pero recuerde señorita que deben comportarse y atender igual que usted. Si van a participar, harán los deberes también.
Sus responsabilidades habían ido creciendo con las necesidades del ama Erifreya, debía enseñarle no sólo sobre su naturaleza de dragón, sino costumbres humanas, estaba enseñándole a leer, luego pensaba en matemáticas, historia, y la naturaleza del mundo mismo, temas que sabía no solo por sus años entre humanos, sino por su muy larga vida, para ella, el rey Alistor era un niño, no muy diferente a la ama o sus amigos. La señorita, como había parecido apropiado llamarle, aprendía rauda y entusiasta, no estaba tan segura de los otros niños, es decir, acudían con ganas genuinas de aprender, pero sobre todo el chico, ¿Qué podría lograr un simple mozo de establo por mucho que leyera?
Hizo pasar a los niños a la pequeña oficina que le habían asignado, bueno, solo era pequeña comparada con las otras grandes estancias de palacio, pero tenía un amplio ventanal para que la luz la iluminara casi todo el día. Sus ojos cansados lo agradecían. Los hizo sentar sobre la bella alfombra con bordados en forma de dragón que había mandado confeccionar y comenzó la lección.
-Hoy, vamos a recordar la historia del origen de la raza de los dragones, los dragones son las criaturas más poderosas no sólo en el continente de Nuerin, sino en todo el mundo, estamos... Es decir, están en este mundo para ser testimonio del poder omnipresente de los dioses creadores, y cuidar el mundo de cualquier raza cuyo poder crezca demasiado y lo ponga en peligro. Incluso de ellos mismos. Son la voluntad del equilibrio hecha carne y fuego.
Eri la miraba con ojos fascinados, la señorita poseía el orgullo de un dragón.
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-Señora Mera, ¿Qué significa testinomio?- preguntó la señorita.
-¿Y qué significa comtinente? -Añadió el mocoso.
-¿Y onipesente? -Dijo tímidamente la pequeña niña llorona.
No había remedio, para poder enseñarles todo lo que quería debía ir poco a poco. Pasó todo el tiempo de la lección enseñándoles palabras y respondiendo sus preguntas curiosas, incluso algunas sobre ella, por alguna razón querían saber cuántos años tenía, si tenía esposo, o si le gustaban los dulces de miel, las respuestas no podían ser siempre honestas, pero las había preparado; eran treinta y dos, había estado casada con un conde pero había fallecido, y no, la miel le parecía empalagosa.
Casi al mediodía, dejó que los niños volvieron a sus casas, pero le recordó a la señorita Erifreya que debía volver más tarde para su lección de vuelo.
-Pero señora Mera -le replicó, casi nunca lo hacía, -hoy tenemos una fiesta con el abuelo, con pastel. Puede venir si quiere.
Un banquete en palacio. De eso sí que podía disfrutar, los nobles eran mucho más interesantes que los niños o los plebeyos. Seguramente la habían invitado, le pasaba a veces, ignoraba la mayoría de correo que recibía.
-Eso parece apropiado señorita, preséntese temprano a su lección para que podamos ir a la celebración a tiempo.
-Está bien -le sonrió de nuevo, qué insoportable sensación le daba cada vez. -¿Puede venir Koro a ver? ¿Y Mikorin?
-Está bien señorita, -¿Cómo iba evitarlo de todos modos? -Ahora vaya a almorzar, sus padres la esperan.
Cuando se quedó sola, se sentó en la elegante silla tras el escritorio y se levantó el vestido para contemplar el grillete en su tobillo, esa elfa, Runa, había accedido a darle por lo menos la forma de una fina tobillera que su esposo había forjado él mismo. Se veía elegante en su pierna y así nadie tendría motivos para sospechar, pero no dejaba de recordarle que era al final una prisionera. Había renunciado a la libertad de los cielos por unos años de lujos y nostalgia. No era para tanto, veinte años eran insignificantes comparados con la eternidad que había vivido y que aún le faltaba por vivir, de hecho, lo único que en verdad extrañaba era el cielo. En verdad se había sentido como aire en una botella sin poder batir sus alas y alzar vuelo.
Dejó sus libros en la oficina, pasaría algún tiempo para realmente necesitarlos, pero ya no quería cargarlos hasta su casa, le alegraba ver que los humanos conservaban sus palabras después de trescientos años. No es que fueran los originales, ningún libro duraba tanto, pero le traían recuerdos de un tiempo que su prisión había sido su propia curiosidad y deseo.
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Desde que su padre había vuelto con una herida en la cabeza hacía ya varios meses, el pequeño Koro había visto su vida cambiar mucho, para bien, creía él. La primera vez que su padre le dijo "Ve a jugar con la princesa, Koro" creyó que le tomaba el pelo, Artemia era una ciudad donde todos se llevaban bien, pero incluso ahí los hijos de los nobles nunca habían querido jugar con él. Una princesa estaba demasiado lejos de su posición; pero Eri se lo había llevado a jalones a jugar a esconderse, su sorpresa había podido más que el dolor en su brazo.
Ahora él y otros tantos niños compartían la vida de la princesa, iba a aprender a leer, nada menos, otros niños aprendían solamente el oficio de sus padres, pero él podría hacer cuentas, sería de mucha ayuda en los establos reales, quizá podría ser jefe de mozos algún día.
Ahora lo había invitado a ver cómo aprendía a volar, porque Eri no era sólo la princesa, era un dragón, no se podía ser más asombroso que ella. Además era muy dulce y cariñosa, sin mencionar bonita.
La ins...ti.. tu... triz de Eri no la dejaba saltar de lugares altos, en su lugar, la plantaba en el suelo y le prohibía caminar o saltar.
-¡Señorita Erifreya! No es usted un simple pájaro, ni un vulgar insecto, no mueva sus alas como ellos, ahora, ¡otra vez! No se vuela con los pies sino con las alas.
Eri debía aletear muy fuerte, una y otra vez, si se movía muy rápido la señora Meracina la regañaba, a veces parecía que iba a funcionar, Eri se separaba un poquito del suelo. Que raro ¿Cómo sabía la condesa cómo se volaba?
-¡Eri tú puedes! -le gritó Mikorin, ella nunca gritaba, más que cuando estaban con Eri. Koro sintió que tenía que gritar también.
-¡Más fuerte Eri! ¡Más fuerte!
Las alas de Eri se batieron fuerte tres veces seguidas, se levantó del suelo casi como un brinco, pero sin mover los pies, después cayó sentada respirando fuerte. Pero con una enorme sonrisa.
-¡Si! ¡Lo hice! ¡Koro, Mikorin, lo logre!
Koro y Mikorin corrieron a abrazarla aunque la maestra estaba poco complacida. Rieron un rato y Eri siguió practicando hasta que fue hora de la fiesta. Eri iba a celebrar su cumpleaños por primera vez.
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¿Qué era un cumpleaños?
Mamá y papá estaban muy contentos aunque la fiesta era para ella, Koro decía que un cumpleaños se celebraba cada año, para celebrar el día en que una persona nacía, pero Eri tenía tantos años como dedos tenía su mano según la Señora Mera, ¿Porqué nunca antes había tenido un pastel, una fiesta y tantos regalos? Eran más que el día que le dieron su nombre.
Eri había pedido que todos estuvieran ahí, para ella que había vivido toda su vida sola su mayor tesoro eran sus amigos, no habían podido invitar a cada persona que Eri visitaba pero al menos estaban todos sus amigos y su familia, incluso el rey panzón y la señora Reina habían venido desde lejos. Le habían regalado muchos dulces de miel, vestidos y juguetes que no parecían nuevos, pero eran muy bonitos.
Desde el día que papá la encontró en el pequeño mundo que sólo compartía con el señor de la puerta, muchas cosas habían pasado, había conocido muchas personas, visto lugares increíbles, aprendido mucho y hasta hablado con las hadas. Había probado el pastel, y pronto aprendería a volar. Los adultos hablaban de que ella iba a ser muy importante, Eri no lo entendía, pero quería ayudar, ser genial como papá, inteligente como mamá, y aprender todo lo que había en el mundo, todo, sin dejar de ser ella misma.
Fin de la parte 1.
Epílogo.
Unos meses más tarde. En el establo del papá de Koro, un potrillo blanco nació de Luz de luna, el caballo de mamá. Fue el regalo tardío de cumpleaños para Eri, ¿Pero es que nadie notaba que tenía un pequeño cuerno sobre la frente?